El fondo ético de la política

Por Rafael Tomás Caldera

«Jornadas Centenario Rafael Caldera sobre la paz, el desarrollo y la justicia social». Universidad Metropolitana de Caracas, 23 de noviembre de 2016.

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La larga marcha hacia la democracia, que se inicia en Venezuela en febrero de 1936, tuvo un punto culminante el 23 de enero de 1961 cuando fue promulgada la constitución más equilibrada y de mayor duración que ha conocido el país. Para Rafael Caldera, uno de sus principales redactores, ciertamente no se trataba de una forma vacía, una constitución «que sirve para todo», reformada una y otra vez para modificar el período presidencial (tampoco un librito azul para agitarlo en la mano y amenazar con ello a los adversarios). Era la expresión de un modo de entender la política.

Resultaba crucial tener una constitución que reflejara el consenso y, al mismo tiempo, ayudara a consolidarlo. Así, decía Rafael Caldera en el acto de su promulgación, «esta constitución busca el progreso, anima el cambio, persigue la justicia; pretende hallarlos mediante la consolidación del orden y la paz, la libertad y la armonía. No son solo dos años de labores los que se vertieron en el texto; son ciento cincuenta años de vida, en que las resplandecientes credenciales de este pueblo nacido para hacer historia grande se han visto empañadas por interminables fracasos» [1].

Aún más, añadía, «algo distingue a la constitución de 1961 entre otras que hemos tenido antes: ella logra un vigoroso equilibrio entre el ideal y la praxis; entre la parte dogmática y la orgánica, entre las normas preceptivas y las disposiciones programáticas. La orientación fundamental ha sido conjugar en un gran ideal los valores afirmativos que arroja nuestra historia y las aspiraciones revolucionarias que agitan nuestro pueblo; la preocupación central ha sido elaborar preceptos que estén llamados a cumplirse, no estampar declaraciones que no haya el propósito y la posibilidad de realizar (…) Se escribió por gente que ha vivido intensamente, antes y ahora, la experiencia venezolana, y por gente que ha estudiado con desvelo la teoría de la organización política» [2].

Decía por ello que era esta la expresión de un modo de entender la política y, en particular, de realizar la democracia. Democracia —bien lo sabemos— no es tan solo sufragio universal, secreto y directo. La democracia es una forma política en la cual se debe plasmar un modo de vida cuyo centro y núcleo es el respeto a la persona. El sufragio puede ser usado y abusado por un populismo, de temple más o menos fascistoide; la democracia en apariencia puede ser en verdad oclocracia, donde una estructura caudillo/masa sea la efectiva articulación del mando en la sociedad, mando que se ejerce por decretos.

Con la constitución de 1961 se iniciaba el intento de edificar un Estado social de derecho. Nuestra aspiración democrática debía tomar cuerpo en instituciones sólidas a través de las cuales se respetaran y promovieran los derechos de la persona, se asegurara la independencia del poder judicial, se estableciera un gobierno de la ley y no de la voluntad del poderoso. Sin ese consenso de base no habría vida democrática ni podría haber un sostenido esfuerzo de desarrollo en el país.

Cuando se erosionó el compromiso por lograr el desarrollo social y económico de nuestra gente y, de modo superficial, asumimos que las cosas se llevaban a cabo casi como por inercia, dimos espacio a la corrupción del espíritu ciudadano, reemplazado por una mentalidad de consumidor. El vínculo de la representación perdió entonces su eficacia. La ruptura del consenso, bajo la forma de la antipolítica, determinó el regreso del viejo autoritarismo, acompañado ahora de ideología.

 

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No podremos retomar esa interrumpida marcha hacia la democracia en nuestro país sin restaurar el temple humano que la hizo posible. Como oíamos hace un momento en las palabras de Rafael Caldera, ello exige un vigoroso equilibrio entre el ideal y la praxis, alcanzado por gente que haya vivido intensamente la experiencia venezolana y estudie con desvelo la teoría de la organización política.

Es un modo de ser que determina una manera de concebir y practicar la política.

Cuando se está persuadido de que el desarrollo de nuestros pueblos es un imperativo ético; cuando se sabe que es necesario honrar los compromisos y la palabra empeñada; cuando se tiene por norma no mentir ni adular sino procurar persuadir con la verdad, entonces se tiene el carácter que hace posible fundar una república democrática y libre.

Así, sin gente para la cual la vida conforme a la ética no sea una opción sino una manera de ser, no es posible sostener un Estado donde se respete a las personas, donde se practique una lucha constante por la justicia, donde se busque como una prioridad la paz.

Ello se traduce en la lucha por un Estado de derecho. Sin el derecho, estaremos en manos de la arbitrariedad. Bien nos recuerda Raymond Aron cómo «el fin de la política es la vida conforme a razón. Pero esta vida solo es posible en el interior de la ciudad, bajo el imperio de la ley. Si uno manda arbitrariamente y otro debe obedecer, sean cuales fueren la orden del jefe y los sentimientos del subordinado, el primero será esclavo de sus pasiones y el segundo se encontrará privado de la libertad, incapaz de ser virtuoso. La virtud política implica unas leyes; por tanto, la ciudad y la paz» [3].

Rafael Caldera luchará toda su vida por el derecho, la justicia social, la paz. No una suerte de molde que paralice la vida: el derecho como expresión de esas formas vivientes del orden social que descubrió en sus tempranos estudios sobre Andrés Bello. Un derecho compatible con llevar adelante el reto del desarrollo. Un derecho, por tanto, capaz de progresividad en su determinación y en sus aplicaciones. Según una fórmula que le parecería muy adecuada para expresar esta comprensión podríamos decir: que haga posible la reforma de las estructuras para preservar las instituciones.

Oigamos sus palabras:

Propiciamos el cambio de estructuras, defendemos las ins­tituciones (…) Hemos sido y somos defensores de las instituciones. De­fendemos la familia, célula básica de la sociedad y que­remos renovarla para que la sociedad florezca. Defendemos el Estado tanto más cuanto queremos ponerlo al servicio de la Justicia. Defendemos la propiedad como un derecho de todos y no como un privilegio de unos pocos o atributo exclusivo del Estado; y queremos transformarla y democratizarla para que cumpla su función social. Defendemos la Iglesia Universal (…) Defendemos y respetamos las otras Iglesias, porque vemos en ellas factores de superación y soportes de la vida moral. Defendemos el municipio, las institu­ciones sindicales (no como apéndice del poder sino como expresión legítima de la voluntad de los trabajadores), las universidades autónomas, las instituciones culturales, las instituciones funcionales que representen auténticamente los diferentes intereses y los integren para el bien común; creemos en la necesidad de dar vida efectiva a las instituciones internacionales. Para obtenerlo reclamamos que todas las instituciones, expresión dinámica de la vida social, salgan del anquilosamiento en que se encuentren, modifiquen de plano el aparato que las asfixia, se llenen de un contenido vital cónsono con las angustias de la humanidad de nuestro tiempo. Queremos cambiar las estructuras y estamos dispuestos a hacerlo, para que las instituciones que defendemos correspondan a las finalidades por las cuales existen [4].

 

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Ante todo, como entra en juego la calidad de las personas, será necesario restaurar el fondo ético de la política. Se trata con ello —explicará Caldera— de «la subordinación de la conducta política a las normas éticas, el repudio de la dicotomía de la conducta, esa dicotomía, tradicional de la política pragmática, según la cual la política es un arte que obedece a normas de conveniencia y la moral una norma para la conciencia o intimidad de la conducta, que no tiene nada que ver con la acción de los hombres en la vida pública».

Para nosotros —insiste— no hay tal dicotomía: el pragmatismo lo consideramos repudiable, desde el momento en que confunde la realidad social, la necesidad de atenderla, es decir, de ser realistas, con la proclamación de que el político debe actuar sin subordinación a las normas morales que rigen la conducta de los hombres [5].

La antipolítica se ha nutrido de la corrupción en el ejercicio de la función pública; pero también de los oscuros poderes del cinismo a la hora de hablar, de declarar, de enjuiciar. Por eso no podemos aceptar el criterio según el cual siempre se toma posición por conveniencia, se dice lo que al parecer favorece la causa propia. Una sociedad en la cual se instaure esa manera de pensar  la conducta pública se verá irremediablemente orientada hacia el autoritarismo.

El sentido práctico, indispensable en todo actor político, no puede obliterar la rectitud en las decisiones, en las palabras y los actos. La ética no es un límite externo a las acciones posibles; es una medida interna, que da luz para decidir con acierto puesto que se trata de determinar —y de realizar— el bien de las personas. Esa adhesión al fin asegura la rectitud y resulta el mejor motor de la actividad, que puede entonces ser constante para vencer las dificultades.

Se insiste a veces en la dicotomía entre una ética de la convicción, que se movería por una suerte de exclusivo deseo de hacer bien, y una ética de la responsabilidad, que tomaría en cuenta ante todo las consecuencias de las acciones. [6]

No así Rafael Caldera para quien ese fondo ético de la política significaba la decisión de regirse en la acción por principios, como la dignidad de la persona y la primacía del bien común, al mismo tiempo que se atiende con cuidado a las lecciones de la experiencia. Lo hemos visto al subrayar con sus palabras como ambos elementos tomaron cuerpo en la constitución de 1961

 

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Es importante que nos detengamos un poco más en este punto, crucial para la reconstrucción democrática del país.

La ética como fundamento de la acción política significa ante todo que no se acepta una ruptura entre las aspiraciones de la conciencia y las necesidades de la acción. Sin duda, el tránsito a la acción pública requiere de la persona atención a la circunstancia y, entre otras cosas, el intento de anticipar las consecuencias no buscadas, producto de la exterioridad de las acciones de gobierno. Hay en la vida pública, como en el ámbito privado pero acaso con mayor peso, Fortuna y hay Providencia. No se escogen y muchas veces no se cambian las condiciones para actuar. Los principios de la moral orientarán entonces la reflexión, pero no podrán sustituir el juicio prudencial sobre lo que convenga hacer o sobre lo que se pueda hacer.

Será muchas veces el carácter intolerable de la injusticia lo que llevará a la acción, lo que dará sustancia a la palabra. En ese caso, ha de tenerse en cuenta lo posible pero para realizar lo bueno, enmendar lo malo. Un político persuadido de ello no vacilará a la hora de la acción. Sabrá correr riesgos, sabrá aceptar sacrificios y sufrimientos.

Por otra parte, no se reduce la política a su fundamento ético. La conciencia es una luz pero no sustituye a la pericia. La política, inspirada por la moral, no se queda en ella. Es necesario conocer el arte del gobierno, tener en cuenta la inercia de los procesos en la vida social y, desde luego, lo que hemos llamado la exterioridad de las acciones. En la actividad política se actúa sobre otras personas, con su mentalidad y sus actitudes, con sus capacidades y su preparación, escasa o mucha. Ha de tomarse siempre en cuenta al receptor de la acción de gobierno, sin lo cual no se llegaría a ningún logro positivo.

Así, al considerar el posible recurso a la violencia —como en su momento lo planteaba el malogrado Camilo Torres—, Rafael Caldera precisaría:

Mi argumentación[ante él] era la de que puede haber acciones teológicamente justificables que, sin embargo, no sean convenientes desde el punto de vista del interés social y de su resultado objetivo. La acción de una persona que tiene hambre, o que carece en el seno de su hogar de los medios para satisfacer necesidades esenciales y asalta en la calle a un transeúnte o atraca un negocio para satisfacer esta necesidad, puede justificarse desde el punto de vista moral y hasta resultar exenta de pena ante el ordenamiento jurídico; pero desde el punto de vista de la realidad social ha de resultar contraproducente, y en vez de producir el beneficio a que lógicamente debía aspirar aquel necesitado, causa males mayores a los que trata de conjurar.

Por eso, decía a su interlocutor, «que no debía planterse la cuestión desde ese punto de vista, que podría considerarse una teología de la violencia, sino más bien de lo que [él] llamaría la sociología de la violencia» [7].

La acción en lo político da lugar —como ocurre en la vida económica— a muchas consecuencias no buscadas, a veces ni siquiera anticipadas. Ningún gobernante, por más avezado, por larga y extensa que sea su experiencia con los seres humanos, puede asegurar cuáles serán las consecuencias finales de sus decisiones.

Por lo demás, ello es intrínseco al mundo de lo político donde se trata de afrontar y resolver problemas de naturaleza temporal, esto es, que nunca estarán resueltos del todo. Donde se trata, para cada cohorte, de lograr las condiciones de vida y de trabajo a las que aspira su generación. Intentar fórmulas definitivas solo puede conducir a privar de libertad a los pueblos, en particular a los más jóvenes.

La constancia de los principios que inspiran y miden desde dentro la acción no se identifica pues con una fijeza en los programas y las soluciones que puedan darse en circunstancias cambiantes. Uno de los rasgos definitorios del temple ético que hace posible una verdadera política democrática estriba allí: en una adhesión al valor de la persona humana que habrá de traducirse, de maneras diversas, en programas para hacer efectivos sus derechos.

De ese conjunto de elementos filosóficos —afirmará Caldera— deriva (…) la idea de la democracia como el mejor sistema de gobierno, tanto desde el punto de vista de la teoría cuanto desde el de la realidad social. Creemos en la posibilidad de la democracia y pensamos que luchar por su realización constituye un deber que nos vincula a todos. Consideramos que no se trata simplemente de una bella utopía, sino de una consecuencia natural de la valoración dentro de la cual colocamos al hombre y a su forma natural de expansión y complemento, que es la comunidad [8].

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Al inicio subrayábamos que la democracia ha de ser un régimen de derecho y no simplemente un sistema electoral. Ha de excluirse el posible despotismo de la mayoría para lo cual debe asegurarse la protección de los derechos de la persona, de cada persona, y desde luego la representación de las minorías. «Nosotros —dice Caldera— sabemos que democracia no es mero conteo de votos o posibilidad de decir lo que conviene a poderosos intereses. También sabemos que no hay prosperidad cuando el pueblo es esclavo del hambre, la enfermedad y la ignorancia». Y agrega con fuerza: «No renunciaremos a la democracia, porque sería como renunciar a nosotros mismos. La pelea es desigual, pero nada podrá impedir que la ganemos» [9].

Esta vida democrática requiere —insistamos— una calidad de personas, lo único que hace posible en definitiva un Estado de derecho. Gente con mentalidad jurídica, con conciencia institucional, con fortaleza para hacer valer las decisiones rectas, sin ceder a una lógica de la conveniencia ni buscar atajos que dejen de lado las exigencias del Derecho.

Se trata pues de verdaderos ciudadanos. No individuos en busca de su provecho propio, tampoco siervos plegados a las imposiciones de un régimen despótico. Ciudadanos, que construyen la República con sus acciones cotidianas, con su orientación al bien común.

La democracia en Venezuela fue posible por la virtud de sus hombres. De sus hombres públicos, en primer término, que supieron poner el ideal de la democracia y el Estado de derecho por encima de sus diferencias partidistas; pero también de sus empresarios y sus trabajadores, de sus militares cuando comprendieron su papel institucional en el mantenimiento de la paz social y la gobernabilidad republicana. Del pueblo cuando, por su adhesión a la libertad y a la democracia, supo oponer resistencia a los intentos de volver al viejo sistema autoritario que gobernó el país desde sus inicios como nación independiente.

 

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Para la reconstrucción de la vida democrática en Venezuela será muy importante la conciencia, la motivación y la lucha de los jóvenes.

 

Decía Rafael Caldera a los jóvenes democristianos del mundo, reunidos en congreso en Berlín:

Para quienes hemos sido jóvenes y nos resistimos a dejar de serlo; para quienes vinimos al fragor de la lucha política movidos por un impulso juvenil de rebeldía, de inconformidad; para quienes no entendemos la política como el arte de acomodarse con las conveniencias sino como el deber de reconstruir el orden social para hacerlo mejor y más justo, el contacto con los jóvenes es una necesidad constante. Es como injertar al organismo comunitario dentro del cual actuamos las células de una renovación incesante; es como recordarnos la vigencia de los ideales por los cuales salimos a combatir el primer día; es, más que todo eso, renovar la fe en el futuro, la presencia del futuro, la vigencia admonitoria del futuro que nos obliga a trabajar siempre por edificar una sociedad nueva y no por ponerle puntales y alzaprimas a una estructura que se desmorona [10].

Por eso, podía añadir, «no queremos que nuestros muchachos sean burguesitos encogidos; no queremos que vacilen en hablar un lenguaje directo y revolucionario; pero tampoco queremos revolucionarios de café, apegados a la pose grandilocuente, mas inefectiva; queremos, y nos enorgullecemos de tener hombres de lucha, capaces del sacrificio diario, conscientes de la vida dura que la realidad les demanda, entregados al contacto estrecho con el pueblo» [11].

 

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En tiempos de populismos redivivos, será esencial recordar al concluir lo que Jacques Maritain[12] pudo llamar existir con el pueblo. «Existir con —explicaba— es una categoría ética. No es vivir físicamente con alguien o de la misma manera que él; y no es solamente amar a uno en el sentido de querer el bien para él; es amarlo en el sentido de hacerse uno con él, de llevar su carga, de vivir en convivencia moral con él, de sentir con él y de sufrir con él».

Insiste así Rafael Caldera: «El pueblo, es necesario repetirlo, no solo constituye el objeto de todos nuestros trabajos, sino el sujeto de las decisiones. Para luchar por él hay que conocer íntimamente lo que él piensa, lo que él siente, cómo vive, cómo reacciona ante los estímulos a que se lo somete. Rechazamos toda posición paternalista; combatimos todo totalitarismo, de derecha o de izquierda; estamos convencidos de que nuestro papel, el único cónsono con la filosofía que nos inspira, es el de impulsar una gran promoción popular, capaz de hacer del pueblo verdadero dueño y señor de su destino» [13].

Están vigentes estas ideas que inspiraron su lucha. Son, deben ser para nosotros un fuerte llamado a retomar el rumbo de la verdadera democracia, ese que —con sus limitaciones y deficiencias— permitió a nuestro país transitar durante décadas enteras el camino del desarrollo político, económico y social.

[1] De Carabobo a Puntofijo. Los Causahabientes. Caracas, Panapo, 1999, p. 198.

[2] Ibíd.,pp. 200-201.

[3] «Tucídides y el relato histórico», en Dimensiones de la conciencia histórica, Madrid, Tecnos, 1962, p. 94.

[4] «Revolución y juventud», en Ideario, Barcelona, Ariel, 1970, pp. 212-213.

[5] Especificidad de la Democracia Cristiana, Caracas, Dimensiones, 10ª edición, 1987, pp. 87-88.

[6] Puede verse al respecto el lugar clásico de tal distinción en Max Weber, «La políca como vocación», en El político y el científico, Madrid, Alianza Editorial n. 71, 3ª edición 1972, pp. 163-165.

[7] Especificidad de la Democracia Cristiana, cit., pp. 123-124.

[8] Ibíd., p. 92.

[9] Ideario, cit., p. 219.

[10] Ibíd., p. 207.

[11] Ideario, cit., p. 214.

[12] Oeuvres 1912-1939, Desclée de Brouwer, 1975, pp. 1033-1042.

[13] Ideario, cit., p. 214.