El joven Rafael Caldera condecorado por su tío y padre adoptivo, Tomás Liscano, en la premiación del fin de curso del Colegio San Ignacio. Caracas, octubre de 1928.

Tomás Liscano: el padre amante, el maestro de todos los días

Primera parte del discurso de incorporación a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Rafael Caldera el 6 de agosto de 1953, en el Sillón No. 2 que ocupaba su padre adoptivo, Tomás Liscano Giménez, y que contempla el elogio acostumbrado al predecesor en la Academia.

El discurso completo, puedes revisarlo haciendo click al siguiente enlace de la sección Folletos:

Idea de una sociología venezolana (1953)

 

Si una costumbre justiciera impone y un elemental sentido de reconocimiento exige que las primeras palabras de todo Académico sean para dar gracias a la Ilustre Corporación que lo recibe, en mi caso el deber de gratitud excede cuanto pudiera decir. No hay fórmula que baste, por elocuente que ella fuere, para expresar cuánto debo a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, que me acepta en su seno, con tan escasos méritos, casi al comienzo de una carrera que bien colmada habría estado con lograr como término  –al cabo de los años– esta honrosa consagración. Pero me corresponde proclamar, señores Académicos –y lo generoso de vuestra acción sobrepasa, con sólo mencionarlo, todo el énfasis que pudiera darle mi palabra–, que no queriendo agotar vuestra benevolencia en el hecho de la elección, la habéis excedido al asignarme, para sentarme entre vosotros, el sillón que hasta ayer ocupara el hombre a quien debo más en mi vida: el padre amante, el maestro de todos los días, el compañero de todas las horas, el amigo en quien se depositan las más recónditas congojas y de quien se recibe el don invalorable del consejo, de la comprensión y del consuelo.

No habéis tenido a menos elegirme para acompañaros en vuestra mesa de ciencia, en la que nada vengo a daros, ya que no es a enseñar sino a aprender a lo que vengo a esta Corporación. Sobrado motivo habría con ello para que mi gratitud quedara empeñada irrevocablemente con vosotros.

Habéis tenido paciencia para disimular mi tardanza en incorporarme, debido a circunstancias que no estaba en mi mano dominar y al deseo –que no pude lograr todavía– de presentar un trabajo acabado, digno de la significación de este Instituto. Esa bondadosa paciencia ha aumentado el motivo de mi agradecimiento.

Pero habéis ido más allá de todo límite y me habéis obligado por encima de toda medida, al acceder a que el sillón que ocupe en la Academia sea el del doctor Tomás Liscano. Permitís con ello que un motivo del más puro afecto se vincule para siempre al honor inmenso de este acto. Y me ofrecéis una impar oportunidad para expresar, con el elogio que como académico debo hacer de mi predecesor, la pública proclamación de sus méritos –que vínculos familiares me habrían obligado a callar– y volver paladina la íntima asociación de mi vida y de lo que pueda llegar a ser mi obra (esto es, el saldo que aspira a dejar un ser humano en la memoria de los otros) con la de quien me tomó de la mano desde niño, me guió con solicitud inefable y me comprometió con su ejemplo y con su estímulo a seguir en el camino del deber.

Permitidme pues que, sin olvidar que fui su hijo –su hijo por el afecto, por el espíritu y por la voluntad de Dios–, empiece mis funciones de académico cumpliendo el deber de recordar la vida y la obra del académico Tomás Liscano, cuyo ejemplo brilla con relieves innegables por sobre su modestia personal.

En el taller del propio esfuerzo

Mi predecesor en la Academia se hizo a golpe de voluntad en el taller del propio esfuerzo, pero no para caer en la pedantería de ignorar que la voluntad humana nada puede sin el auxilio de la Providencia. Se abrió un camino, pero no para lanzarse por él al desenfreno, sino para mantener como brújula perenne la moral. Venció obstáculos, pero llegado el momento de verificar que tenía a su alcance la elección de ruta, no buscó como meta el medro personal sino el decoro. Y así, cuando tuvo la satisfacción de sentir que estaba en su mano escoger, escogió: en vez de la ventaja propia, el honor y la paz de la conciencia; en lugar de riquezas, el amor por la ciencia jurídica.

Fue, en verdad, un enamorado del Derecho. El, que llegó a desempeñar altas magistraturas, tuvo siempre como su galardón más estimado la incorporación a esta Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Nadie podría vencerlo en su afecto por ella. En su vida era uno como centro religioso donde, al oficiar sin fatiga, encontraba su espíritu la mejor expansión.

Vino de la provincia el bachiller Tomás Liscano a empezar sus estudios universitarios. De la provincia venezolana, entonces sometida a la lejanía de una vialidad inexistente, hoy acercada pero ignorada todavía. No se sustrajo a la ley ecológica de buscar en la metrópoli nacional un centro más intenso de formación y acción. Poco tiempo pudo durar este primer acercamiento, ya que la fuerza de las cosas lo empujó de nuevo al interior para encararse con la vida. Largos años transcurrirían aún. Titánico sería su esfuerzo por volver, cabeza de familia, a coronar con fresco y bien ganado lauro doctoral su frente, ya madura. Pero habría de regresar una vez más a la provincia, escuela de experiencia imborrable. De modo que fue fruto de renovada lucha y recia voluntad volver a la metrópoli, hacerse dignamente un puesto en ella, ganar limpio nombre de abogado en el ejercicio profesional, actuar por mérito propio en el primer plano de la vida jurídica y desempeñar, con nombre ya forjado, altas funciones en los poderes públicos.

La voz de la provincia

Para quien no conozca la provincia, para quien no tenga idea de lo que ha sido a través de hombres ilustres y de momentos de esplendor, para quien ignore cómo en la vida de la Patria ella ha marcado, en medio de dolores, indelebles signos de valor, decir que de allá vino puede casi sonar como si se dijera que desde la barbarie acudía en pos de algo de civilización. Sería injusta y apresurada tal idea. Liscano vino, sí, de la provincia. Pero en la provincia había hogares para el pensamiento y ejemplos para la conducta. Trajo de allá una base, sin la cual no habría podido ganar, aun con su perseverante estudio, una dilatada cultura.

Como piedra angular se perfila, en los cimientos de su formación, una figura venerable. Se trata de alguien cuyo nombre pronuncia con respeto todo aquel que haya estado vinculado en el primer cuarto de este siglo a la vida del occidente venezolano: monseñor Alvarado, insigne obispo de Barquisimeto, cerebro claro y voluntad de acero, corazón de incansable apostolado, varón de recia santidad, verdadero padre de todos los larenses, yaracuyanos, falconianos y portugueseños que formaron su grey. Aguedo Felipe Alvarado lo fue en grado eminente para con los retoños de las distintas ramas de la familia Liscano, familia de ilustres maestros como Mateo Liscano Torres y de honorables hombres de acción como don Carlos.

Monseñor Alvarado, el mismo que había sido cura de Quíbor cuando Luis Razetti comenzaba allí a ejercer su profesión de médico, el mismo que arrancó de labios del bondadoso incrédulo los más encendidos testimonios de admiración y respeto personal[1], fue el primer forjador de su vida. Bajo su amparo comenzó a levantarse el huérfano Tomás Liscano, como antes comenzó y no sin éxito a forjarse en manos del obispo la de su primo Juan, terminada prematuramente mas no sin dejar prenda de su cultura jurídica y de su talento de escritor.

Fueron del obispo Alvarado los más humanos y orientadores consejos. Fueron de aquél los recuerdos más hondamente grabados en su alma. El fue, sin duda, quien le inculcara una fue y un sentimiento religioso profundo que perduraría a través de las aulas: del Colegio, de la Universidad y de la dura lucha cotidiana. Él le dio las primeras nociones humanistas, durante el tiempo que lo tuvo a su lado, cuando alentaba la esperanza de hacerlo sacerdote; le administró la más saludable enseñanza al orientarle a la vida civil cuando manifestó no estar bien seguro de su vocación para el altar; le puso bajo la tuición del férreo varón tocuyano presbítero José Cupertino Crespo y le abrió indirectamente la puerta de un contacto fecundo con don Egidio Montesinos y con Pepe Coloma.

De Egidio Montesinos, el maestro ilustre del Colegio de «La Concordia», fue Liscano uno de sus últimos discípulos. Perteneció a una de las promociones finales del famoso Colegio[2] y de labios del maestro recibió, no sólo la enseñanza profunda, sino la relación emocionada que hacía de sus mejores años, cuando pasaron por sus manos de educador los hombres más ilustres de Lara: un Ezequiel Bujanda, un Ramón Pompilio Oropeza, un Lisandro Alvarado y un discípulo por quien parecía haber tenido debilidad especial, José Gil Fortoul.

De Pepe Coloma, el gran latinista que esplendía desde el modesto curato quiboreño que monseñor Alvarado había honrado con su ministerio, obtuvo inolvidable conocimientos, a través de largas pláticas en la suave quietud de la aldea. La memoria del padre Eduardo Antonio Alvarez[3], que cubierta quedó en la historia de las letras larenses con la fama de su seudónimo de Pepe Coloma, fue de las últimas que Tomás Liscano tuvo consigo cuando con espíritu entero y convicción cristiana esperaba la muerte. Había comenzado a recoger sus trabajos con deseo de ofrecerlos a su región nativa en la ocasión del cuarto centenario de Barquisimeto.

Terminó Liscano sus estudios de Bachillerato en «La Concordia» y en agosto de 1910, con sus compañeros de curso del famoso plantel, rindió exámenes por ante el Colegio Federal de Barquisimeto. Su tesis filosófica había versado sobre la existencia del libre albedrío, como si presintiera la jornada de su vida, que habría de ser un canto heroico a la fuerza de la voluntad. Vino a Caracas a iniciar sus estudios universitarios, y en 1912 el cierre de la Universidad le obligó a retornar a la provincia. Era inútil pensar por entonces en continuar la carrera universitaria.

La vida se le presentaba en toda su áspera exigencia. La provincia habría de ser el aula de sus estudios más intensos, los que le enseñaron a conocer mejor el hombre y el medio. Sirvió en la política de entonces. No lo ocultó ni lo negó más tarde. Estuvo al lado de hombres de interesante trayectoria, cuyas condiciones personales dejaron balance positivo en el juicio de la opinión pública, a pesar de las circunstancias adversas en que les tocó formarse y actuar. En efecto, casi toda su actuación política de entonces se desarrolló al lado de los generales Bartolo Yépez, primero, y Juan Victoriano Giménez, después. Colaboró con ellos y tuvo en elevado aprecio su amistad. Figuras casi legendarias por el valor y la prestancia, fueron relieves propios de su tierra larense, tan amada por el doctor Liscano, y de su segunda tierra, el Yaracuy, donde echó raíces de afecto y formó hogar. Para ellos mantuvo en todo tiempo sincera amistad y de ellos recibió después quien había sido, cuando muchacho, subalterno, el testimonio de afectuoso respeto. Desempeñó con entera lealtad las funciones que se le confiaron; y ahora, a su fallecimiento, pudo medirse el aprecio de que gozó en aquellos pueblos donde esa época le tocó servir.

Pero no había perdido la aspiración de ejercer el Derecho. En 1922 le tenemos, ya jefe de un hogar, metido con ímpetu ejemplar en las aulas recién reabiertas de la Universidad. Coronó sus estudios con calificación de sobresaliente y obtuvo el título de doctor en ciencias políticas el 31 de enero de 1925. Jamás podrá borrarse del recuerdo de mis días infantiles el cuadro deslumbrante del paraninfo universitario en el día de su grado. La majestuosa sala, presente por primera vez ante mis ojos, vibró con la elocuente oración del graduado, emocionado canto a la Universidad y amoroso tributo a su abnegada esposa, compañera inseparable de su vida[4].

Circunstancias familiares contribuyeron a empujarlo al interior, en sus primeros esfuerzos de ajetreo profesional. Era un nuevo mandato de Dios el que su vida acabara de madurar en la provincia, en el recorrido incesante de los caminos de la patria. Para 1929, por fin, el doctor Liscano puede abrirse paso definitivamente hacia Caracas. Es ya un hombre completo. Es un abogado que ha sabido luchar con éxito en el campo profesional. Es un valor firme, dispuesto a dar su esfuerzo en la obra mancomunada que reclama la patria.

Por esos caminos provincianos, ahogados por el polvo cuando no estaban borrados por el lodo, le acompañé y con sus indicaciones comencé a penetrar en la entraña de la tierra y en el alma de nuestra gente. Una de las cosas que con mayor interés me enseñó, fue a querer a Venezuela tal como ella es. Tomás Liscano nunca sintió vergüenza de su provincianismo. Sentía más bien una como íntima satisfacción en proclamarlo. En Caracas, lo mismo que en París o en Nueva York, se sentía un venezolano elemental, ingenuo, desnudo de afeites, ajeno a actitudes postizas. Circulaba vigorosamente por sus venas la savia de la realidad venezolana.

Retrato de Tomás Liscano (1885-1951).

La toga con alma

Por largo y duro que para él hubiera sido el camino, no fue tarde para empezar a producir. Su vida, su afán, su ilusión, residían en la ciencia jurídica. Sus libros le llamaban. A prepararlos dedicaba ratos que una recia labor profesional habría justificado para un merecido descanso. Verlos, sentir la fruición de sus páginas que recogían nobles preocupaciones, oírlos recorrer tierras remotas, sentir en ellos perpetuarse lo mejor de su alma, era en su vida de luchador un fresco oasis. Cada una de sus obras era un hijo más para llenar el sitio de los muchos que habría querido tener y que la naturaleza no quiso regalarle. Porque tenía un espíritu privilegiadamente dispuesto a la paternidad. Vivía un entrañable amor por los niños. Sabía comprenderlos y mimarlos. Esa compresión y ese mimo no le faltaron nunca para sus libros, los hijos de su actividad intelectual.

Ya su tesis de grado, sobre El parentesco de afinidad con relación al divorcio, le había granjeado palabras de estímulo. Gil Fortoul, a quien aprendió a admirar –más diría yo, a querer como cosa cercana– en los bancos de «La Concordia» tras los relatos de don Egidio Montesinos, le había dicho de ella lo que podría encontrarse como nota común en sus otros trabajos: «Su razonamiento jurídico es claro, preciso y convincente».

En 1932 se lanza con Tildes jurídicas, su obra más extensa[5]. Recoge en ella diversos artículos de interpretación y de crítica de preceptos legales de resonancia práctica. Se enfrenta muchas veces a la opinión de juristas ilustres y no deja de acompañarle el éxito en la defensa de su propio criterio. Tildes jurídicas es su paso crucial. Es la prueba decisiva en el campo científico. Conoce el terreno en que se lanza, pero por ello mismo tiene conciencia de las dificultades que encara. El resultado es positivo. Gil Fortoul lo prologa. Para Grisanti, maestro apreciado, el libro del discípulo no es un simple motivo para la felicitación ritual, enviada de la Roma lejana. Es algo más. Es la ocasión para el desahogo que justifica la devoción común y que estimula la Ciudad Eterna. «Usted no sólo está dedicado al cultivo del Derecho, le dice, sino también le profesa culto. Ninguna ciencia es más digna de nuestra dedicación y de nuestro amor que el Derecho, porque nos enseña los cánones de la justicia, uno de los más elevados conceptos que puede concebir la mente, y el más benéfico para el individuo y para el género humano, ya que realiza la perfecta unión del orden y la libertad».

En Tildes jurídicas no hay la simple exégesis, ni mucho menos, la exposición de doctrina extranjera. Se siente el derecho vigente como un fenómeno social, como una cosa viva, capaz de mejorar en sus imperfecciones, necesitado de adecuación al medio. Hay una protesta encendida contra el anquisolamiento doctrinario: «no es posible –se afirma en una «nota premonitoria»– que el concepto jurídico de hoy, que es producto natural de las nuevas orientaciones sociológicas, como lo es toda concretación de orden legislativo con respecto a su época de vigencia, lo pretendamos ajustar bajo golpes de rigurosa exactitud, al molde criterial de investigaciones cuya labor de observación la hicieron a vista de conglomerados sociales lejanos de nosotros por trechos de centurias» [6]. Se abarcan con decisión ramas diversas y se tiene el propósito de poner un óbolo en el acervo de una doctrina jurídica nacional.

Del exterior no falta tampoco la palabra de estímulo, que ayuda a reparar del esfuerzo en la creación intelectual. El profesor Balogh, secretario perpetuo de la Academia Internacional de Derecho Comparado, le dice: «Sus monografías son verdaderamente obras maestras, excelentes por su método, originales y bien documentadas». Y le insinúa el estudio de la influencia del Código de Napoleón en Venezuela que habrá de constituir el tema de su trabajo de incorporación a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales.

Porque Tildes jurídicas y el generoso aprecio de los académicos, entre los cuales se encontraban algunos de sus maestros, le abrieron en 1933 las puertas de la Academia[7]. Antes de incorporarse, puso en circulación La moral del abogado y de la abogacía, que tenía en preparación y que fue editada en 1934[8]. Y al ingresar a la Academia desarrolló como afirmación temática, la de que la influencia del Código de Napoleón en la legislación venezolana había sido, en tesis general, puramente refleja o indirecta[9].

El tema tuvo resonancia especial. Acogida con favor por el académico doctor Alejandro Urbaneja, encargado de contestar al recipiendario, dio motivo para una interesante polémica, de alto interés científico. Ejemplo de preocupación intelectual fue el debate que desde la alta tribuna de la Corporación se libró entre el recién llegado académico y el veterano colega, distinguido jurista, doctor Gustavo Manrique Pacanins. Lanzas se rompieron entonces por un tema de pura significación científica; y aunque no faltó la muestra de alguna que otra punzante ironía, la discusión cordial y elegante tuvo la virtud de sembrar inquietudes en el auditorio estudiantil y el magnífico resultado de estrechar, antes que relajar, vínculos de sincera amistad[10].

Otros dos libros había de publicar, antes de que su vida se extinguiera en plena producción. La responsabilidad civil del delincuente versa sobre un asunto técnico, desarrollado como contribución al IV Congreso de Colegio de Abogados, reunido en Barquisimeto en 1941[11]. Lo dedicó al Colegio de Abogados de Lara, como un tributo de adhesión –no exento de la satisfacción de darle lustre– a la región nativa. Y Libertad de prensa en Venezuela recoge capítulos escritos sobre un tema en el cual lo jurídico se mezcla hondamente con lo político y social[12]. Lo dedicó a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales y al periodismo venezolano. Sostuvo la necesidad de una buena ley de prensa, capaz de garantizar la libertad de imprenta así contra la restricción como contra el abuso; se pronunció por la garantía de libertad bajo fianza hasta sentencia definitiva, pero no por la irresponsabilidad de la imprenta; e hizo suya, enalteciendo con ella el estudio que ofrendaba a la Academia, la frase del maestro Sanojo: «La publicidad es el pulso de la libertad, y sin libertad de imprenta no cabe otra publicidad que la que permiten los mismos que tienen interés en ocultar los malos procedimientos del Gobierno», y aquella del Papa Pío XI: «La prensa es la mayor fuerza del mundo moderno, la necesidad de nuestros tiempos, a ella está reservada la fecundación de este momento histórico e importante que se halla entre el presente y el porvenir, que cierra el pasado y abre el futuro»[13].

De sus libros citados, es fundamental –en mi criterio– La moral del abogado y de la abogacía, pues traduce la esencia de su ser, refleja mejor aquellas cualidades que un jurista cubano le atribuyó (después de haberlo conocido y tratado en la Primera Conferencia Interamericana de Abogados reunida en La Habana el 3 de mayo de 1941), a saber, «la claridad de su pensamiento y la virilidad serena de su espíritu». Yo no quiero aparecer cegado por la piedad filial, pero no sería sincero si callara mi juicio de aquel librito –incompleto, sin duda, y con imperfecciones que no hay por qué ocultar– es una obra digna de divulgación, poseedora de verdadero mérito.

En mi sentir, lo más valioso de este libro (sobre el tema existen unos pocos aunque muy interesantes en la literatura jurídica en lengua castellana) es el sentido de equilibrio profundamente humano y sincero con que se enfrenta el problema de la deontología profesional. No hay una mera exposición de verdades abstractas. Hay, más bien, un deseo de hacer asequible a esos estudiantes de ciencias políticas de los países latinoamericanos a quienes se dedica –y para quienes se sustenta la necesidad de establecer como asignatura de obligación, la Ética Profesional del Abogado– [14], esa aspiración de norma moral que algunos quizá juzguen a priori impracticable.

La moral del abogado y de la abogacía recibió, entre las obras del doctor Liscano, los más significativos elogios. «Una bella y convincente exposición de la ética jurídico-profesional» la llamó la Revista Jurídica de la Universidad de Puerto Rico. El doctor Esteban Gil Borges, desde Washington, la calificó de «excelente trabajo. Usted ha prestado –le dijo– un gran servicio a la profesión y al país trazando las líneas de la orientación moral que debe seguir el jurista». El profesor Sánchez de Bustamante afirmó, con palabras que no pueden ser más categóricas: «Servirá de base en América a la moral profesional presente y futura», mientras otro intelectual cubano, positivo valor de promociones jóvenes, Armando M. Raggi, escribía: «Le soy totalmente sincero al felicitarlo por este trabajo magnífico, cuyas tesis merecen repetirse prolijamente por todos los ámbitos de nuestros países (tan precarios de buenos principios por lo general) para beneficio y enseñanza de esa juventud americana a quien con tanto acierto viene dedicado».

Sería detenerme demasiado en este punto, insertar siquiera los juicios más notables que recibió este libro, para honda satisfacción de su autor. Entre sus papeles he encontrado, sin embargo, tres testimonios que por expresivos no me creo con derecho a omitir. Dos emanan de abogados venezolanos, desgraciadamente ya desaparecidos, dedicados uno al ejercicio profesional en el interior de la República, otro a los ajetreos de la diplomacia: y hay una elocuente ilación en sus conceptos. Parece como si uno fuera la premisa deliberada del otro. Del doctor José María Domínguez Tinoco es la premisa, transida de doliente experiencia: «Con frecuencia he visto tan tambaleante e incierta la moral profesional – no quiero ni debo referirme a la nuestra únicamente – que muchas veces he desesperado de nuestro presente y de nuestro porvenir, tanto más cuanto que la apatía, por no darle otra clasificación, de nuestros profesionales deja muy poco que esperar. Los honrados, los buenos, los morales, se apartan, se huyen de la lid y muy escasos son los que como usted dejan ver un esfuerzo desinteresado en bien de la profesión que han abrazado como título honorable para legarlo a sus hijos y como emblema y símbolo de una conducta intachable».

Y la consecuencia proviene del lamentado amigo y colega Fernando Díaz Paúl: «Tan importante obra debiera adoptarse, obligatoriamente, como catecismo de moral en el curso de ciencias políticas. Así se haría una labor efectiva de patriotismo, inculcando en cada profesional, desde las aulas universitarias, los principios básicos del derecho». El tercer juicio, en su elegante estilo, es del doctor Gregorio Marañón: «Breviario admirable –dice del libro– no ya para abogados, sino para todo hombre consciente. Por la alta y noble bondad que respira cada una de sus páginas, le agradezco, una por una, como lector y como español, hermano en el alma y en esa lengua que fluye con tanta dignidad de su pluma».

La moral del abogado y de la abogacía constituye, para mí, la mejor expresión del abogado amante de su ministerio que vivía en la persona de Liscano. Más de una vez se le parangonó con una obra insigne: El alma de la toga por Osorio y Gallardo. Esto al doctor Liscano le halagaba, pues admiraba sinceramente al jurista español. Enamorado yo también de la obra famosa de don Ángel, pecaría de insincero si tratara de colocarlas en un mismo plano. Coincidentes en su intención y en su base, se trata de dos puntos de vista distintos. La bella obra del jurisconsulto español proviene de un filósofo, de un profesor, de un escritor. La obra de Liscano es más la obra de un abogado. Por eso se tratan en ésta con originalidad y realismo problemas éticos de tan gran trascendencia como el secreto profesional, la obligación de conciliar o el pacto de cuota-litis. Inspirada en el mismo propósito de superación, parte de un punto más cercano a la realidad humana del interés profesional, a la experiencia vivida en el bufete.

Bien calificado el insigne prontuario de Osorio y Gallardo con el nombre de El alma de la toga, yo me atrevería a calificar el libro de Liscano como la presentación de la toga con alma. Eso es: la toga con alma. No la sola armazón de los principios que han de vitalizar el ejercicio del derecho, sino, más bien, el ejercicio del derecho que quiere penetrarse de aquéllos. En su vida, en las alternativas del ajetreo profesional, el autor fue eso mismo que pinta en su libro: una conciencia jurídica que no quería refugiarse en el frío reducto de la hermenéutica. En una palabra, una toga con alma.

Tomás Liscano, Presidente del estado Falcón, en ofrendas florales en la Plaza Bolívar de Coro, el 19 de abril de 1942.

«… de fe constante no excedido ejemplo»

Pero no está completa la semblanza con la narración de sus comienzos y con el recuerdo de su producción intelectual. Faltan aspectos de indispensable consideración para tener la figura del hombre. Falta recordar variados motivos dentro de los cuales actuó el trabajador infatigable, que no han podido menos de sugerirme aquella frase de Andrés Bello, al cantar «en su desolación» a la patria lejana y recordar que «a la familia de Colón dio aquélla de fe constante no excedido ejemplo».

Pudiera pensarse que en los años de su producción bibliográfica el doctor Liscano había vencido la etapa de las dificultades y obtenido un bienestar económico que le permitía dedicarse al cultivo amoroso de la ciencia. Lo cierto fue, por lo contrario, que hasta el fin de sus días se mantuvo en la diaria brega del foro y del bufete. La verdadera vocación profesional se muestra con frecuencia en esa imposibilidad de abandonar las tareas que impone el ejercicio de una actividad. Más de una vez he encontrado abogados ilustres, colocados en la cima del éxito, a quienes se les mataría de obligárselos a abstenerse de ejercer la profesión a la que han dedicado la mayor parte de su vida. En el doctor Liscano esa necesidad emocional existía, aunque no faltaba tampoco la necesidad económica. Triunfó profesionalmente, pero no llegó a amasar una fortuna que le permitiera retirarse al descanso. Por otra parte, disposiciones de la Providencia impidieron que pudiera sustituirlo en las obligaciones del despacho jurídico el hijo a quien había formado para ello y a quien la conciencia de otra responsabilidad llamó a menesteres urgentes que le impidieron dedicarse por entonces, de lleno, al ejercicio de la profesión.

Pero estas dos últimas razones, en mi sentir, no fueron decisivas. La razón decisiva fue aquélla: la vocación firme, imposible de desatender. Hasta el postrer momento activo que la terrible enfermedad le permitió, anduvo en el Palacio de Justicia atendiendo solícito los asuntos que le confiaban, grandes o pequeños. De su lecho de enfermo, cuando ya las fuerzas físicas faltaban, salió a su escritorio. Con el pretexto de arreglar unos papeles, sin sospechar aún pero presintiendo quizá que estaban contados sus días, quiso imprimir en su retina la visión amorosa de aquel recinto donde había dedicado las más de sus horas al culto del Derecho.

Como abogado actuó, con la toga y el alma, en los escaños parlamentarios. Senador por el Estado Lara, durante cuatro años puso el mismo entusiasmo y la misma vocación jurídica en la alta función de legislador. Tuvo en dos ocasiones la honra de presidir las sesiones del Congreso Nacional. Afirmó, hasta en incidentes triviales, un alto concepto de la dignidad y el decoro de la función legislativa. Y cuando le tocaba recordar los múltiples asuntos en que había actuado como parlamentario, tres le satisfacían especialmente: la defensa de la enseñanza religiosa, ardorosamente debatida en el Proyecto de Ley de Educación; la promulgación del Código de Menores, que como presidente del Congreso le tocó anunciar ante la faz de la República, y la afirmación de la soberanía nacional en la tramitación de la ley de Hidrocarburos de 1938, ante la cual obró, no como proyectista ni como técnico minero, pero como un corazón auspiciador de lo que representara afirmar mayores ventajas y derechos en pro de la nación venezolana.

A través del Senado, en pleno momento nacional de transición, se reinició su actividad política, penetrado de esperanza en un destino mejor para la patria. Ya dije cómo había actuado antes, al lado de hombres que le profesaron gran aprecio, en la política venezolana. Si algo admiré en él –y debo decirlo ahora porque lo creo fundamental para entenderlo y para entender quizá a otros muchos venezolanos– fue su actitud ante el pasado y ante el porvenir. Ni fue un tránsfuga de las responsabilidades que pudo tener en el ayer, ni fue un desertor ante la responsabilidad del mañana. Es decir, no negó su parte de responsabilidad en una larga y dolorosa época nacional, pero no por ello dejó de comprender la necesidad y la urgencia de una revisión de sistemas para empezar a vivir en Venezuela una vida distinta. Cuanto al pasado, le quedaba la satisfacción de haber actuado con buena intención, de haber sido leal con sus amigos, de haberles servido sin bajezas, de haberles dicho la verdad más de una vez cuando el incienso aldeano los nublaba. Cuanto al porvenir, veía la necesidad de defender la libertad progresivamente conquistada, de no cerrar el paso a nuevas fórmulas, de alentar los ideales de la juventud hacia una Venezuela mejor.

Acostumbrado a las luchas del foro, en la política activa sintió la necesidad de debatir con ardor y constancia. No fue taimado ni voluble. Defendía el derecho de los demás a combatir por sus ideas y, como es lógico, no tuvo nunca el propósito de renunciar a luchar por las suyas. En el complejo mar de las conveniencias políticas no siempre es ello lo más útil, pero es al menos lo adecuado para mantener la paz de la conciencia.

Después de los cuatro años del Senado fue elevado a una magistratura más cónsona con su vocación: la Corte Federal y de Casación lo vio sentarse entre sus miembros, por elección hecha el 29 de abril de 1941. Allí pensó fijada la cúspide de su carrera y en el Supremo Tribunal creyó pasar sus últimos años de vida pública. Dios no lo quiso así. Sus íntimos conocen cuán grande sacrificio constituyó renunciar a aquel alto destino para incurrir en la debilidad –debilidad de amigo, de hombre activo, de soñador impenitente en posibilidades de servicio colectivo– de aceptar la gobernación de un Estado.

Pasaron dos años de lucha incesante. Su temperamento estaba habituado a la polémica y en esa polémica sus adversarios llevaban la ventaja por razones diversas, entre las cuales no escasearon maniobras y combinaciones. Largo sería analizar hechos y circunstancias de los que el público sólo podía conocer aspectos fragmentarios. Pero al menos debo proclamar que manejó el tesoro de Falcón sin que sus manos se mancharan y que en épocas de adversidad recibió testimonio abundante de aprecio y simpatía por parte de quienes habían visto de cerca su empeñosa y noble labor de gobernante.

Fue en esos breves días de mandatario cuando pude mejor medir la alteza de su espíritu. Porque en el propio tiempo en que él formaba parte del equipo oficial, mi voz –la de su hijo y compañero de Escritorio– emitida desde mi curul de Diputado, disonaba en aspectos fundamentales de la política imperante. De sus labios, jamás un reproche. Ni la más velada insinuación para que dejara de hacer lo que mi conciencia me indicaba. En alguna ocasión cayó sobre él la sugestión de que influyera en mi conducta. El sabía que al negarse, se jugaba su alta posición; pero no tuvo ni un momento de duda. Meses después de haber sido removido de la Presidencia de Falcón se le envió a la Aduana de Puerto Cabello. Salió también de allí sin razón aparente, pocos días después de haberme alentado desde la barra del Congreso en mi tesis de crítica a la reforma constitucional. Así cesó su última participación en el gobierno. Después, no perdió nunca oportunidad de expresarme su firme convicción de que la lucha de la juventud por sus ideas era exigencia indispensable de una patria más libre y más justa.

En medio de las actividades mencionadas no le faltó una sostenida preocupación gremial. Fue asiduo en el Colegio de Abogados y en el Montepío de Abogados. En representación del primero formó parte, con los doctores Julio Blanco Uztáriz y Luis Loreto, de la Primera Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en La Habana en 1941. Del segundo ocupó la Presidencia en el año de 1946. Llevó la representación de la Academia en unión de los doctores G.T. Villegas Pulido y Julio Blanco Uztáriz, al 2º. y al 4º. Congreso de Colegios de Abogados de la República, reunidos en Maracaibo el 24 de octubre de 1939 y en Barquisimeto el 1º. de septiembre de 1941.

La preocupación de escribir no le dejó tampoco. A base de unas conferencias que años atrás pronunció y de estudios renovados continuamente, estaba preparando un libro sobre un tema de su especial cariño: el de la infancia abandonada. Vecina ya la muerte, todavía hablaba de su libro. Pensaba que más adelante pudiera editarse, y hablaba de él con la misma ternura ejemplar con que recomendaba sus árboles o sus animales.

Dentro de toda esa vida (su Escritorio, su ternura por las cosas domésticas, su angustia por la patria, su pasión por sus libros, sus deberes gremiales) siempre siguió guardando puesto preferente la Academia. Pocos más constantes que él en la concurrencia a las sesiones. Ninguno más hondamente conmovido, al recibir la elección de Presidente. Estaba penetrado de ese hondo sabor de reunión creadora, que debía ser aliento y compromiso en los jardines de Academus ante la serena quietud de la tarde.

¿Qué más queréis, distinguidos y generosos colegas, que os diga en recuerdo y memoria de aquel cuya ausencia todavía constituye herida lacerante en lo más profundo de mi alma? ¿No será bastante recordar que a la Academia dedicó su último libro publicado y que en su seno pronunció su último discurso?

Sí, señores. Desde esta misma tribuna, en un doble homenaje al amigo y escritor que se incorporaba a la Academia y al antiguo maestro Gil Fortoul se despidió de la oratoria, amada musa de sus buenos tiempos, el Académico Tomás Liscano: aquel a quien me habéis dado el privilegio de elogiar como titular precedente del Sillón No. 2 que vuestra generosidad me ha concedido, y a quien, como hijo y amigo, compañero y discípulo, llora y no dejará de llorar mi corazón.

No es justo, honorables colegas, el que en estos momentos os obligue a padecer el duelo que su partida causó en mí, y menos, el sufrimiento que significó para mi espíritu el diálogo de sus últimas semanas de vida, cuando recogí religiosamente de sus labios el minucioso caudal de sus últimas disposiciones y el viril testimonio de su acendrada fe cristiana. Pero no podría omitir, antes de dejar este elogio y de presentar en vuestra mesa el trabajo escogido para mi incorporación académica, la mención del inolvidable momento en que de la Academia hablamos y en que como compensación a su dolor por no haberme visto incorporado surgió el propósito de suplicaros que el Sillón que me asignareis fuera, en definitiva, el mismo que con orgullosa devoción había ocupado él desde 1935.

De este modo, señores Académicos, mi compromiso es más solemne. Al privilegio de asistir a la Academia ha de sumarse como imperativo ineludible el deseo de que no se encuentre vacío el sitio de quien jamás hallaba razón válida para dejar de asistir a sus sesiones. Si mi falta de mérito pudiera cohibirme, nada podría excusarme el dejar hueco el puesto de quien militó sin desmayo y puso cuanto estuvo de su mano por el lustre de esta Corporación.

En aquel día inolvidable en que anticipábamos la visión de este instante, yo con la mía sangrante mientras él con su alma fuerte se aprestaba a partir hacia la patria que no tiene fin, me aseguraba que dondequiera que el Creador hubiera dispuesto que se hallase, éste sería un momento de supremo júbilo, si la Providencia accedía a hacerle partícipe de le emoción de este acto. Si la piedad infinita de Dios lo permite, reciba él, pues, en este instante, este homenaje que vuestra amistad ha auspiciado y que le ratifica mi acendrada lealtad y devoción filial.

Pero, ya que esta tierra del dolor no admite el puro goce de una alegría completa, perdonad que os diga que para mí este acto, lleno de honor y de satisfacción, no puede disociarse del pesar de esa ausencia. Y ya que él no puede estar aquí, físicamente, compartiendo con nosotros – ¿qué digo? ¿compartiendo? ¡llevando la parte principal en el júbilo de esta celebración! -, permitidme que, en medio de esta honrosa jornada de mi vida, ofrende a la memoria, no ya del académico, sino del padre y compañero, el tributo ineludible de una lágrima.

Tomás Liscano y su esposa, María Eva Rodríguez de Liscano.

Referencias

[1] La tradición oral que el Dr. Tomás Liscano guardaba a este respecto, la confirma en su biografía de Razetti el doctor Ricardo Archila, quien expresa: «En el laborioso pueblo de Quíbor, encontró la protección de dos amigos de quienes conservó siempre los más gratos recuerdos: el Pbro. Aguedo Felipe Alvarado, posteriormente Obispo de Barquisimeto, y don Carlos Liscano, comerciante, «y uno de los mejores hombres que he conocido’»»  (Dr. Ricardo Archila, Luis Razetti o Biografía de la Superación, Caracas, Imprenta Nacional, 1952, pp. 36-37). Lo púnico que habría que añadir a la cita es que don Carlos Liscano, el General Carlos Liscano, era un jefe político de prestigio; fue figura resaltante del Nacionalismo cuando el alzamiento del General José Manuel Hernández, y ocupó la presidencia del gran Estado Lara en tiempo del General Cipriano Castro. Hijo de don Carlos fue el abogado y escritor Juan Liscano, quien murió joven todavía, y quien dejó como único descendiente al valioso poeta y folklorista Juan Liscano Velutini.

[2] Carlos Felice Cardot, Décadas de una cultura, Editorial Ávila Gráfica, Caracas, 1951, pp. 164 y 213.

[3] El padre Eduardo Antonio Alvarez Torrealba nació en Quíbor el 13 de octubre de 1868 y allí mismo murió el 16 de septiembre de 1917. Fue ordenado por monseñor Diez el 1º. de enero de 1891; estuvo en Cubiro hasta 1893 y pasó luego a Quíbor, primero como teniente cura y después como párroco. Asistió al Congreso Eucarístico de 1907 como secretario de monseñor Alvarado y presentó notables trabajos. Sostuvo en la prensa de Caracas una brillante polémica filosófica con el Dr. Razetti sobre el origen de las especies. Fundó varios periódicos: El Apologista, 1898; El Pensamiento Católico, 1901, en el que colaboraron monseñor Castro, monseñor Alvarado, monseñor Silva (Ant. R.) y los doctores Agustín Aveledo, José G. Hernández, J.M. Núñez Ponte, Ricardo Ovidio Limardo, entre otros; La Razón, 1903, y El Angel del Hogar, 1908. Su tierra nativa le ha honrado con un monumento en el cementerio; con el nombre de un club y, recientemente, con un busto den la Plaza de la Ermita (datos biográficos que debemos a la amabilidad de Daniel Graterón).

[4] Su discurso de grado fue publicado en El Universal, de Caracas, el 11 de febrero de 1925. Al avisarle el recibo de Tildes jurídicas le decía Diego Carbonell, quien había sido rector cuando se doctoró: «Ella encierra muchos gratos recuerdos de aquella época en que conmigo muchos jóvenes como usted trabajaron por el brillo de nuestra vieja casona de la ciencia».

[5] Tomás Liscano, Tildes Jurídicas, Caracas, Editorial Sur América, 1932, XVI, 278 páginas.

[6] Tildes jurídicas, p. 15.

[7] En sesión del 31 de julio de 1933 fue elegido Individuo de Número para ocupar el sillón No. 2, vacante por el fallecimiento del Dr. Francisco Guzmán Alfaro.

[8] Tomás Liscano, miembro electo de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de Venezuela, La moral del abogado y de la abogacía, Caracas, Tipografía La Nación, 1934, 139 páginas.

[9] Estados Unidos de Venezuela, Academia de Ciencias Políticas y Sociales, Discurso y trabajo de incorporación del Dr. Tomás Liscano como Individuo de Número de la Academia. Discurso de contestación del académico Dr. Alejandro Urbaneja, Caracas, Lit. y Tip. Escuela de Artes y Oficios para Hombres, 1935, 40 páginas.

[10] G. Manrique Pacanins, de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, La influencia de Código Napoleón en Venezuela, trabajo leído en la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de los EE.UU de Venezuela, en sesión del día 30 de agosto de 1935, Caracas, Tip. Americana, 1935, 31 páginas.

Doctor Tomás Liscano, de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, Sobre la influencia del Código Civil Napoleónico en la legislación civil venezolana (segundo estudio), Caracas, Tip. La Nación, 1935, 49 páginas.

[11] Doctor Tomás Liscano, La responsabilidad civil del delincuente, Caracas, Tip. La Nación, 1943, 125 páginas.

[12] Doctor Tomás Liscano, Libertad de prensa en Venezuela, Caracas, Edit. Iveca, 1947, 175 páginas.

[13] Ob. cit., pp. 41 y 170.

[14] La moral del abogado y de la abogacía, p. 7.