Los conservadores colombianos y el expresidente Betancourt

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 12 de agosto de 1948.

 

Honda impresión dejaron en el ánimo del señor Rómulo Betancourt los cargos que le hiciera, entre otros el diario conservador «El Siglo», después de la Conferencia de Bogotá. Y tiene razón. No ha sido cosa leve, ni proviene de elementos sin peso específico. «El Siglo» es todavía el órgano más calificado del conservatismo. La Convención Conservadora, sin nombrar al expresidente Betancourt, parece implícitamente hacerse solidaridad de los cargos formulados por aquel periódico, en las investigaciones pedidas al presidente Ospina.

A nosotros también nos han causado esos cargos una impresión profunda. Porque entrañan una súbita desviación en la actitud política que el conservatismo colombiano, hecho gobierno, había venido sosteniendo frente al líder de Acción Democrática.

Es fácil recordar los esfuerzos de toda índole, cumplidos por el conservatismo para halagar a Betancourt. En las páginas de «El Siglo» fueron frecuentes hacia él las más favorables impresiones. Extraña actitud para el más simple observador, dadas las profundas diferencias existentes entre la ideología y la línea política de ambas corrientes. Más extraña todavía al ver que en «El País», diario oficioso de Acción Democrática, no dejaban de aparecer serios reproches para el conservatismo, y una serie significativa de homenajes tributaba AD a los más calificados adversarios de los conservadores. No sólo a la izquierda liberal, personificada en el doctor Gaitán y sus colaboradores consecuentes, sino a figuras más de izquierda que la izquierda liberal. El doctor Antonio García y el doctor Gerardo Molina, por ejemplo, fueron objeto de distinciones que no enraizaban sólo en su condición de intelectuales distinguidos, sino palpablemente en su ubicación política.

Los elogios de «El Siglo» a Betancourt abundaron. Hasta los mismos días de apertura de la IX Conferencia Interamericana, esa línea se mantuvo inquebrantable. «El País» reproducía frecuentemente las notas editoriales del periódico del doctor Gómez y tuvo abundante circulación la sonriente fotografía en que don Laureano, entonces Canciller, y don Rómulo, entonces jefe de nuestra Delegación, ratificaban su cordial entendimiento.

Del 9 de abril en adelante, la situación cambió. Cargos concretos, menciones poco gratas, muestran en los órganos más calificados del conservatismo un sentimiento de hostilidad contra el expresidente venezolano. El Gobierno de Ospina, claro está, ha emitido declaraciones eludiendo toda solidaridad con los ataques; pero no ha asumido una actitud de defensa o de negación categórica de los hechos. La carta del doctor Silvio Villegas, inteligente, bien escrita y generosa como suya, ha sido el único conato de defensa en los cuadros beligerantes del conservatismo.

Pero el enfoque de Silvio Villegas, coincidente en cierto modo con el que, en tono de sentimental reproche, ha empleado en su defensa el propio expresidente, no ha sido el más cónsono para llevar el caso a un plano de esclarecimiento total, como lo reclama el adagio: cuentas claras, buenos amigos.

No ha sido cónsono porque, lejos de querer aclararse el asunto, se busca echarle tierra en nombre de la amistad entre los dos pueblos venezolano y colombiano. Y lo que se ventila no es una cuestión de pueblo a pueblo; ni siquiera una discusión de gobierno a gobierno. No se debe admitir que esté en peligro la amistad fraternal entre Colombia y Venezuela. Ni los conservadores son Colombia, ni Betancourt es Venezuela. Se trata de cargos formulados por un grupo político contra un líder político, presentado por sus mismos admiradores como un hombre de acción continental.

El señor Betancourt no ha enfocado todavía el asunto a la altura de su reconocido talento. Al principio tuvo una explosión de ira («imbécil» fue lo menos que dijo al adjetivo el ataque); después, una quejumbrosa invocación a circunstancias que no tienen relación con el caso. Y para colmo, ha querido infamar a los periodistas y voceros de la oposición venezolana, por haberse limitado a exigirle responder a los cargos, formulados por gente a quienes sólo la ignorancia o la pasión puede negarles toda autoridad.

En arranque retórico, el señor Betancourt califica a sus opositores venezolanos, por el solo hecho de pedirle aclarar una imputación trasmitida por las agencias cablegráficas, e insertadas en todos los diarios venezolanos inclusive «El País», como «los epígonos de aquellos ‘nobles’ franceses que en Coblenza se aliaban con los enemigos de su país para ir contra la República jacobina; y los nietos ideológicos de quienes, siendo criollos y americanos se agruparon bajo las banderas de Fernando VII, en facción contra las huestes libertadoras».

¿Es que, por el solo hecho de atacarlo, los conservadores colombianos –ayer nomás sus amigos estimados– se han convertido para Betancourt en los enemigos de nuestro país o en los representantes de Fernando VII?  ¿Ha sido sólo su apego por las frases sonoras lo que le llevó a formular acusación tan grave, o ha sido el empleo de la sabida táctica de contra-atacar cuando se renuncia la defensa?

Serenado ya su espíritu por el merecido descanso que disfruta, el expresidente Betancourt debería volver a su perdido equilibrio y afrontar el asunto con serena entereza. No estoy dando consejos, porque ya me recordó el doctor Carnevali en reciente sesión de la Cámara, que AD, ni los solicita ni los oye. Pero expreso la opinión sincera de que con despreciar olímpicamente al conservatismo colombiano, y con llamarnos a los hombres de la oposición venezolana, los aliados de Boves, o de Monteverde, o del Archiduque Carlos o del Zar Pablo, o con destacar el hecho  –indudablemente hermoso, pero posterior a los acontecimientos del 9 de abril– de que Venezuela decidió con su intervención la continuación de la Conferencia en Bogotá, no quedan desvirtuadas las acusaciones que a todos los venezolanos nos interesa ver destruir.

El cambio de frente de los conservadores es un acontecimiento. El diario bogotano «Jornada», en editorial del 3 de julio («La coartada») lo atribuye al deseo de desorientar la opinión por temor de que se achaque al conservatismo el asesinato del doctor Gaitán, hecho del cual los conservadores no podían obtener ni obtuvieron otra cosa que males. Esta explicación se hace difícil, porque para fabricar coartadas no era necesario perder un amigo tan poderoso y tan cercano. Es insuficiente la explicación, por más que se la adorne con el truculento recurso de meter en el caso la mano «falangista» de COPEI. Una explicación más exacta, se requiere.

Al considerar el asunto vale la pena sacar la consecuencia de que no se debe jugar a la política exterior con la audaz irresponsabilidad con que se juega a la política doméstica. Pero si se comete la locura imperdonable de jugar, atraídos por el señuelo de prestigios e influencias capaces de rebasar las fronteras, en caso de resultado adverso no queda otro camino que saber perder.

Agachar la cabeza y aprender la lección. Y no tratar de envolver el decoro de la Patria en las vicisitudes de alguno de sus hijos.