Una enemistad imposible

Columna CONSIGNAS, publicada en el diario El Gráfico.

Cuando se habla de los problemas de la educación, cuando se piensa en las posiciones combatientes que se adoptan frente a la legislación de la materia, se tiende a establecer una enemistad imposible. Esterilizante y suicida. Parece como si, en lugar de temerse por delante el objetivo de vencer la magnitud del déficit educacional, todo se redujera a plantear una contienda destructora entre la educación privada.

Tangible manifestación de este criterio afloró en junio de 1946, en los días del Decreto 321. La intención inmediata de ese Decreto nada podía tener de pedagógico. Establecer un nuevo régimen de exámenes «para aumentar la valoración del año escolar por parte del maestro», y hacerlo en los mismos momentos en que el año escolar terminaba, era algo incomprensible. Si había un deseo pedagógico de transformar el sistema educativo, su vigencia tenía que preverse, desde el primer momento, para el año siguiente. Y si no había en el fondo el mismo del Decreto una intención oculta, el proyecto debía haberse publicado para oír opiniones, tanto más cuanto que los poderes supremos de que haría uso la Junta Revolucionaria evitaban la publicidad clarificadora que el régimen constitucional impone a toda ley durante las discusiones parlamentarias.

Los movimientos de opinión suscitados con motivo del Decreto 321 constituyeron la mejor evidencia de esa enemistad sorda y negativa que existe contra la educación privada. Se decía en la exposición de motivos que el régimen de exámenes era odioso para el estudiantado, y se lo mantenía sustancialmente para el alumno que acudiera a los bancos de las escuelas particulares. Y cuando los muchachos así mantenidos en sujeción a un sistema que el propio Gobierno calificaba con los negros términos, acudían con sus madres a la calle pidiendo «igualdad» y «justicia», se sacó en los vehículos oficiales al alumnado de las escuelas públicas para respaldar, no ya la parte progresista del Decreto, que nadie la atacaba, sino la «integridad» misma del Decreto, comprendiendo lo que tenía de lesivo al justo respeto que ha merecido siempre en Venezuela la educación privada.

Esos niños de las escuelas públicas fueron llevados a pedir, sin saberlo, «mano fuerte» para sus compañeros, para sus hermanos, para sus compatriotas, que al acudir a planteles privados aliviaban la congestiva concurrencia de solicitudes de admisión a planteles públicos, facilitando así el acceso a quién sabe cuántos de ellos. La mano que los condujo a manifestar en forma tan impropia, estaba movida por ese sentimiento de enemistad y de odio que se quiere desde hace muchos años tratar de fomentar entre los estudiantes de una y otra clase de institutos.

¿Cuál es la causa de esa ojeriza sostenida contra la educación privada? Simples motivaciones ideológicas. No se piensa en el interés superior de disminuir la trágica deuda que tiene Venezuela con la cultura de su pueblo. Se piensa en que de los Colegios privados salen muchos católicos convencidos y sinceros, dotados de resistencia pertinaz contra las insinuaciones del materialismo dialéctico. No encontramos otra explicación.

Aquí, como en otros asuntos, también fundamentales, el ideólogo –o más grave aún, el hombre de partido- imponen sus estrechas miras por sobre el educador y el patriota. Porque al educador y al patriota le deben merecer igual respeto, igual consideración, igual estímulo tanto los profesores y maestros que en las aulas sostenidas por el Estado abren la luz de la instrucción en las ágiles cabecitas de los hombres y mujeres del mañana, como los educadores privados, seglares o religiosos y religiosas, que día a día cumplen la misma función y cuyos resultados en la forja de hombres y mujeres responsables y capaces se halla a la vista de Venezuela.

Si hay sinceridad en el amor al pueblo, si hay deseo verdadero de remediar las grandes necesidades nacionales, es preciso luchar contra esa pugna funesta y disolvente que se pretende fomentar entre la educación privada y la educación oficial.

Si un Luis Beltrán Prieto –maestro  ha de imponerse sobre un Luis Beltrán Prieto-político sectario, debe ser satisfactorio para él poder decir mañana que, al mismo tiempo que aumentaron y mejoraron bajo su Ministerio los Liceos, Colegios y Escuelas oficiales, también crecieron y se desarrollaron en una atmósfera de libertad y de confianza, los Colegios de los Hermanos Cristianos, o de los Salesianos, Jesuitas, Agustinos, Maristas, Eudistas, Dominicos, Franciscanos, Benedictinos, Padres Franceses, Redentoristas o Paúles; o que crecieron y cumplieron, en ese mismo ambiente de respeto, las Escuelas Normales Católicas o sus Colegios de las Hermanas Franciscanas, Dominicas, Salesianas, Agustinas, de San José de Tarbes, de La Consolación, Hermanitas de los Pobres, de Santa Rosa de Lima, de Santa Ana o del Buen Pastor; o que se ensancharon y gozaron de la democrática protección de las leyes, las escuelas parroquiales, los otros colegios privados de signo católico o los otros planteles de otras congregaciones que, sin nombrar aquí, están presentes en el respeto y cariño de generaciones que las han visto abnegadamente inclinadas sobre la senda constante del deber.

Ni es pidiendo la supresión de las Escuelas Normales Católicas como la Federación Venezolana de Maestros puede servir mejor los intereses de la Patria. Es pidiendo para el magisterio todo el respeto, consideración y bienestar que merece; es reclamando la implantación de modernos métodos de enseñanza y la dotación de medios para hacer eficaz su labor, y en esas aspiraciones obtendrá el apoyo y reconocimiento unánime de todo aquel que en Venezuela haya sido alumno de escuelas públicas o de escuelas privadas, sienta la angustia del drama del analfabetismo y la necesidad de incrementar estudios de toda índole, pre-escolar y escolar, secundaria y técnica, universitaria y especial.

Que haya emulación, sana rivalidad en el deseo de hacerlo mejor, de rendir más en bien de Venezuela. Pero que cese de una vez para siempre ese rencor sectario y anti-venezolano de un sector de maestros contra otro, de los educadores bajo tutela oficial contra los que, por vocación y deber están cumpliendo una meritoria labor, porque en ambos sectores, cae la responsabilidad de superar la postración de un siglo en la cultura nacional.