El 18 de octubre

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 18 de octubre de 1948.

 

Un instante de decisión en la Escuela Militar, en horas de la tarde del 18 de octubre de 1945, determinó la aventura que con mayor rapidez y menor costo iba a resolverse en un cambio de gobierno. Menos de veinticuatro horas más tarde, el Presidente de la República dejaba el Poder en manos de jefes militares a quienes hizo sacar de un calabozo para entregarles el mando. Así, sin llegar a su desenlace natural, terminaba el régimen de transición iniciado con la muerte del general Gómez, el 17 de diciembre de 1935.

La revolución no comenzó el 18 de octubre. Había comenzado mucho antes. Ya en los últimos años de la Dictadura Gomecista, el fenómeno revolucionario había ido posesionándose de la vida venezolana. El sonido de los taladros petroleros, monótono y confuso, sirvió paradójicamente de marcha al avance revolucionario. El estallido del Pozo de la Rosa, fue el estampido de la nueva situación. Sólo la férrea personalidad del anciano déspota pudo contener la necesaria transformación política. El chorro de oro negro modificaba la estructura del Estado, el régimen fiscal, la economía. El país, por otra parte, estaba cansado ya de la autocracia.

Fuerzas sociales incontenibles presionaban al cambio. Por eso, el general López Contreras, quien había sido Ministro de Guerra del general Gómez, no fue ni podía ser en el Poder la continuación del viejo régimen. Por eso, el general Medina, quien había sido Ministro de Guerra del sucesor de Gómez, no pudo ni quiso ser en el gobierno la continuación de su jefe. Por eso mismo, la estructura militar sobre la cual reposaba el medinismo («del Ejército respondo yo», se ha dicho que afirmó el expresidente) fue la misma que a tiros abrió el camino a un ensayo de gobierno distinto.

Llegó Acción Democrática al Poder, capitalizando con innegable audacia el golpe de los militares. El mismo hecho de que el producto de un golpe de fuerza, temido siempre en la idiosincrasia nacional, pasara sin solución de continuidad desde los hombros galonados de sus autores hasta los líderes civiles, era tan insólito, que ganó la simpatía general por el nuevo régimen nacido en octubre. Por otra parte, la necesidad nacional de que se acelerara el cambio de sistema y se derogaran vigencias pretéritas, abría un compás de esperanza hacia quienes habían dicho fuera del Gobierno tantas cosas bonitas.

Nada de extraño tiene, pues, que hubiera ganado AD su carta el 19 de octubre. El afán democrático de la opinión gravitaba sobre la conciencia de los militares, que se despojaron en el propio Palacio de Miraflores de los arreos del triunfo para ceñirlos al aliado civil. No se esperó siquiera la llegada del Comité Militar de Maracay, a cuya actuación se debió la parte decisiva del éxito. No se recordó siquiera la promesa de estructurar en forma equilibrada la Junta de Gobierno. Pidieron los líderes de AD que se les diera mayoría en la Junta, y los militares creyeron que si se oponían justificarían el apodo de «Sargentones traidores, discípulos de Franco y de Perón», proferido desde la radio policial por los oradores comunistas, defendiendo a Medina.

Señalaron los líderes de AD que el Ejecutivo Colegiado debía tener un Presidente, y era lógico que la presidencia se le diera a un civil, para descartar toda sospecha en la acción de los militares. El Presidente prometió ser apenas un «primus inter pares» y para animar a sus compañeros de Junta a irse de Miraflores hacia los Ministerios, anunció que se posesionaría él mismo del Ministerio del Interior. Pero, una vez que los vio marcharse, «advirtió la necesidad» de permanecer en Miraflores, «para dar audiencias y trasmitir informaciones», a lo que después añadió «recibir la cuenta» de los demás miembros solidarios de la Junta, convertidos desde ese instante en «sus Ministros». Se le dejó de llamar «el Presidente de la Junta» para llamarlo «el Presidente» a secas. En su mano quedaba esa inconmensurable fuerza política que viene siendo Miraflores, por el hábito nacional de obedecer a la cabeza visible del Régimen.

Fue un caudaloso sentimiento nacional el que abrió campo a una época que pudo ser el comienzo de una realidad diferente. AD recibía la responsabilidad de plasmar el anhelo nacional hacia un sistema nuevo. Ese anhelo nos hacía a todos admitir como buena –a pesar de sus riesgos– la fórmula del golpe militar. Pero al mismo tiempo –y esto constituyó una nueva fortuna para el gobierno adeco– todos deseábamos que el golpe militar fuera un simple episodio: que se cerrara el camino ya abierto a la inestabilidad y se abriera una ruta de respeto institucional y de sinceridad política.

Ese capital político que derrochó el gobierno de AD, o mejor que AD invirtió ciegamente en operaciones de egoísmo miope, fue el sentimiento unánime hacia la paz social y la estabilidad democrática. No comprendió AD que su fuerza estaba en el deseo del pueblo hacia una vida de armonía fecunda. Se empeñó en desarrollar odios que no existían. En satisfacer venganzas que debió dejar archivadas al calor del triunfo fácil y la aceptación rápida. Sacrificó caras consignas, y no en aras de un bienestar popular que no ha logrado, sino en aras de su afán hegemónico.

Por eso, el tercer aniversario de una fecha que fue nacional, se ha convertido en celebración partidista. Ni los militares, gestores de la aventura afortunada, tienen ya cabida ni entusiasmo en la banderiza conmemoración. Lo que pudo y debió ser el punto de partida de una transformación nacional, se convirtió por empeño de sus beneficiarios en una simple fecha de facción. No se conformaron con ser los causahabientes del poder, sino que han querido ser los únicos partícipes del romántico recuerdo de la fecha.

El 18 de octubre es la fiesta de San Lucas, el único de los evangelistas que no fue testigo de la vida de Cristo, a pesar de lo cual su relato es quizás el más completo. Ello explica tal vez el que su día sirva de cumpleaños para quienes (sin su alteza de miras e intenciones) resultaron los únicos favorecidos de una fórmula violenta en la que más que autores, hicieron el papel de testigos… de simple referencia.