¿Liberalismo progresista?

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 4 de junio de 1950.

Hace cosa de algunos meses se informó que una convención del Partido Unión Republicana Democrática había decidido agregarse el cognomento de «Partido Liberal Progresista». No se dijo entonces si había llegado URD a esta decisión por acuerdo con el partido fundado bajo ese mismo nombre en 1946: lo que no parece probable, puesto que de los grupos más representativos del PLP, a saber, los de Monagas y Bolívar, el de Monagas ingresó masivamente a COPEI hace más de un año, y el de Bolívar votó con nosotros en las elecciones de 1946. Parece, pues, que se trataba simplemente de definir lo indefinido, o de atraer mediante el mote «liberal» a los liberales del Táchira, que en proporción abrumadoramente mayoritaria han votado por la tarjeta verde y dado su adhesión entusiasta al movimiento copeyano.

No hemos atribuido importancia al asunto. La experiencia fue decisiva en la lucha contra el adequismo. Los militantes de antiguos grupos liberales nunca tuvieron dificultad en comprender que el ideal socialcristiano de COPEI señalaba el mejor lugar para la lucha contra el marxismo que repudian. En el Táchira, por ejemplo, para las elecciones constituyentes de 1946 concurrieron dos fracciones llamadas «liberales»: una, con tarjeta amarilla; otra, con una banderita amarilla en la tarjeta blanca de AD. La primera no obtuvo ningún representante; la segunda, tampoco, pues los electos fueron dos miembros de AD y un independiente. Mientras COPEI, con votos que en parte provenían de fuentes tradicionalmente liberales, llevaba siete representantes a la ANC. Para las elecciones siguientes, el panorama se acabó de definir entre COPEI y AD: el PLP no concurrió y el frente gobiernista asumió abiertamente su carácter adeco. El resultado, pues, no fue para engañarse.

Últimamente, en algunos documentos oficiales se califica el Gobierno Provisorio como «liberal y progresivo». ¿Es acaso mera coincidencia? Así debe ser. Mas, como la palabra de los magistrados suele ser producto de larga reflexión (especialmente en un gobierno que deliberadamente habla poco), nos hallamos en el deber de expresar que en nuestro concepto sería errónea la teoría del «liberalismo progresista» como tesis de gobierno en Venezuela. Para ello, no necesitamos señalar semejanzas con tal o cual grupo actuante en el país. Basta el argumento de la doctrina y de la historia.

La razón es muy clara en el campo nacional y mundial. La división actual del mundo no es entre liberales y conservadores. En Venezuela, esa controversia fue liquidada como consecuencia de la más larga de nuestras guerras civiles y de la más larga de nuestras dictaduras: la Guerra Federal, consolidada en el ciclo guzmancista que se propuso extinguir a los godos hasta como «núcleo social», y la dictadura gomecista, que puso fin a la existencia formal de los partidos históricos. Después de muerto el General Gómez, resultaron inútiles los esfuerzos encaminados a restablecerlos: porque ya las inquietudes populares no vibraban con la vieja pugna. Antiguos conservadores y antiguos liberales encontraban que los aproximaba una visión nueva y distinta de la realidad.

Vale la pena recorrer también la situación actual del liberalismo como tal, en países extranjeros, para ver que tiene signos de mucha semejanza. No hablemos del Asia y del África, pues podría argüirse que allí la lucha de partidos está naciendo en este siglo. Ni hagamos referencia a los pueblos encerrados dentro de la Cortina de Hierro, donde la contienda partidista ya no existe o se halla en proceso de eliminación. Veamos la vieja Europa. ¿No es curioso que el partido liberal haya prácticamente dejado de existir en el parlamento británico? ¿No obliga a meditar, la crisis que atraviesa el partido liberal en Italia, o en Bélgica, o en Alemania Occidental? ¡Si en la propia patria del liberalismo, la Francia que nutrió la enciclopedia y dio vida de ley al contrato roussoniano, no existe un gran partido liberal!

Pasando a América, con excepciones escasas, el dilema liberal-conservador ha perdido ya preponderancia. En México, el debate político está planteado entre el socialismo criollo gubernamental representado por el PRI y el socialcristianismo encabezado por Acción Nacional. En Chile, la corriente socialcristiana da nuevo color al conservatismo y el Partido Liberal no es más la gran fuerza de tiempos pasados. En Brasil, los partidos responden a una clasificación moderna. Y si en Colombia, la continuidad del hilo histórico mantiene en pie de beligerancia (como tal vez en ninguna otra parte) a los viejos partidos, conservador y liberal, se observa un proceso según el cual el conservatismo tiende a hacerse socialcristianismo y el liberalismo a engendrar nuevas corrientes, discrepantes entre sí en cuanto al grado de aceptar el socialismo.

La lección es digna de tomarse en cuenta. ¿Por qué dividir a los venezolanos en liberales y no liberales? Si cuando se habla del espíritu liberal de nuestras instituciones se quiere hacer el justo elogio de nuestra tolerancia, o expresar el propósito de adherir a fórmulas representativas, ¿no sería preferible hablar de democracia?

La democracia, ese sistema de gobierno tan discutido en este siglo, tan sembrado con amargas dudas en la conciencia de la humanidad, se halla en camino de salvarse porque se cura del liberalismo. No es la democracia liberal la que hoy se enfrenta con decisión y éxito al totalitarismo. Aquella tuvo su significación histórica –y sería insensato convertir hoy en motivo de riña el santo y seña del liberalismo–. La democracia actual, la que resiste y marca perspectivas de lucha victoriosa, está llena de un contenido nuevo. No se refugia en el mero asunto formal y mecánico del sufragio y en el debate retórico del parlamento. Vive y se nutre del respeto por la persona humana. Lucha y actúa sin miedo en el campo de la reforma social para dar justicia y bienestar a los humildes.

Defendamos, sí, la democracia. Ella es la amplia consigna que puede unirnos a todos en defensa de lo común, sin deponer diferencias y matices. Pero no la democracia liberal, figura superada por el tiempo. Sino la democracia cristiana, nutrida de espíritu, persona, trabajo y justicia. O si se duda en llamarla por su nombre, dígasela democracia, a secas. Lo que representaría mucho más que un liberalismo «progresista», cuyo único progreso tendría que consistir en curarse del liberalismo económico, del liberalismo social y del formalismo vacío que agotó al liberalismo político.