La palabra del Presidente

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 22 de septiembre de 1966.

 

El preanuncio hecho por el señor Presidente de la República, de que se dirigiría a la nación con motivo de la situación económica, despertó un interés sin precedentes. Tal interés refleja la inquietud que el país está viviendo y la creencia generalizada de que, si actitudes del gobierno suscitaron las dificultades actuales, en sus manos está la posibilidad de devolver la confianza, capaz de conjurar las graves contingencias que podrían ocurrir.

A lo largo de todos estos días, la opinión nacional ha estado repartiendo sus preocupaciones entre la delicada situación actual y las perspectivas electorales para 1968. Se han oído comentarios que consideran prematuro hablar sobre elecciones, sobre posibles alineamientos de fuerzas, sobre candidaturas probables, potenciales, previsibles y hasta eventuales; mientras, por otra parte, hay quienes consideran que las necesidades y expectativas del país deben enfilarse hacia 1968, porque abrigan muy pocas esperanzas en un enrumbamiento más o menos satisfactorio durante la mitad restante del presente período constitucional.

Una y otra preocupación no son sino manifestaciones de un sentimiento general. Puedo afirmar que los partidos y los políticos no son muchas veces los que toman la iniciativa de hablar acerca del 68, sino la gente la que inquiere, opina, hace planteamientos y pide información. Cuando digo «la gente» no me refiero únicamente a quienes por su profesión están obligados a buscar noticias, como son los periodistas de actividad escrita, hablada o tele-trasmitida; sino al hombre de la calle, al ciudadano común y corriente, al venezolano dedicado a ocupaciones muy distanciadas de la política, y que, sin embargo, está mostrando un vivo y saludable interés por el destino futuro de la patria. Esto, por una parte, revela que su «apoliticismo» no es indiferencia por los problemas colectivos, ni menos, irresponsabilidad ante algo que nos atañe a todos; y, por otra parte, abre la esperanza de que el próximo acto electoral no se desarrollará al calor de prejuicios inmediatos, de entusiasmos pasajeros o de inclinaciones caprichosas, sino al rescoldo de un razonamiento dilatado sobre las perspectivas y posibilidades que se abrirán en 1968.

Pero, al mismo tiempo, es necesario reconocer que no basta pensar en la perspectiva electoral, sino que a todos también nos atañe responsabilidad en el afrontamiento de las cuestiones inmediatas, entre las cuales va tomando indiscutible preeminencia la situación económica. Cifras en abundancia existen para que se atribuya a esa preocupación caracteres de urgencia. Exagerarlas sería agravar posiblemente sus efectos malignos, pero no darles la valoración adecuada sería comprometer alegremente el destino común, sin medir el esfuerzo inmenso que supondría después lograr la vuelta a la normalidad.

Estamos convencidos de que no hay todavía en Venezuela un estado definido de crisis económica; más aún, de que no existen razones estructurales inmediatas para desencadenarla. Pero hay una grave situación de desconfianza que podría conducir velozmente a una crisis de considerables proporciones si no se la atiende con eficacia. Sería necio olvidar que la economía tiene muchas motivaciones psicológicas: el incentivo, el estímulo, el temor, juegan papel de factores de primera importancia; y, sobre todo, la confianza. Lo que hay en este momento en Venezuela es, sencillamente, una crisis de confianza.

En gracia de la solución, no voy a entrar ahora a la polémica sobre quién tiene la culpa de que la confianza se haya deteriorado. Las fuerzas políticas de oposición creemos que el punto de partida de la desconfianza está en la forma como el gobierno planteó la mal llamada «reforma tributaria»; y su acentuamiento, en el modo poco feliz como llevó adelante su estrategia. Estimamos que este punto de vista lo comparten ampliamente los más variados sectores del país nacional. El Gobierno, por el contrario, sostiene que han sido las fuerzas económicas, con sus encendidas advertencias sobre la peligrosidad de la proyectada reforma, culpables de que la confianza de los pequeños ahorrantes, de los medianos inversionistas, de todos aquellos sobre quienes repercuten más directa e inmediatamente las fluctuaciones económicas, haya padecido tan seria conmoción. No llevemos adelante esa polémica; no neguemos –tampoco– que pueda haber sectores interesados en la erosión del sistema democrático, empeñados en la circulación de rumores sobre supuestas devaluaciones del bolívar y sobre posibles peores contingencias. Lo que en este punto y hora debe prevalecer es buscar el camino. Con urgencia, para que la confianza pueda restablecerse antes de que sea tarde.

Por eso resulta tan importante, y al mismo tiempo tan delicado, el esperado discurso del Presidente. Se estima que recientes intervenciones suyas no contribuyeron a corregir la situación, sino tal vez a desmejorarla. Ahora su palabra se reclama como más necesaria, porque los discursos dichos por los oradores del partido de gobierno en el Nuevo Circo acentuaron el preocupante malestar. La gente no acaba de aceptar que el partido de gobierno hable como si estuviera en la oposición, libre de responsabilidades dirigentes; y abriga todavía la esperanza de que el Presidente de la República haga planteamientos positivos y use un tono distinto, más conciliador, más esperanzador, más tranquilizador.

Por esto hemos expresado con lealtad la idea de que el señor Presidente debe medir muy bien en este caso las palabras que va a pronunciar, ya que ellas van a producir un efecto considerable. Lejos de mi ánimo mostrarme desconsiderado y, menos, amenazante o algo que pueda parecérsele, frente al Jefe del Estado. Pero, si no se lo dicen sus consejeros –vano sería aspirar se lo manifestaran sus compañeros en activa militancia partidista– alguien debe recordárselo.

Con toda consideración, pero con toda claridad: su palabra, señor Presidente, puede y debe ser en este momento la llave para el restablecimiento de la confianza.