El terremoto de 1812 (1929), pintura idealizada de Tito Salas, hecha durante las obras de restauración de la Casa Natal del Libertador, bajo la supervisión del historiador Vicente Lecuna.

El mensaje de San Jacinto

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 28 de julio de 1967.

 

Una de las escasas obras del cuatricentenario de Caracas ha sido la restauración de la Plaza de San Jacinto. Prefiero llamarla así y no Plaza de El Venezolano –aunque no tengo prejuicios antiguzmancistas– porque San Jacinto es lo histórico, mientras que El Venezolano fue lo circunstancial, carente de sentido desde que se llevaron para la cota 905 la estatua de Antonio Leocadio Guzmán.

Fue Mauro Páez Pumar quien se empeñó en el arreglo del lugar, indispensable para dar perspectiva a la casa de Bolívar y a sus inmuebles contiguos, sede de la Sociedad Bolivariana y Museo Bolivariano. Mucho tiempo luchó por su idea. Obtuvo la colaboración desinteresada de los arquitectos Tomás J. Sanabria y Carlos A. Guinand. Finalmente logró que el Gobierno decidiera proceder a la restauración, que se resiente de lo festinado del tiempo. Para que no faltara un toque de misteriosa evocación, los picos de los obreros tropezaron con huesos venerandos de quién sabe qué frailes, de quién sabe qué vecinos o hijos de Caracas, de quién sabe qué meritorios personajes que habían sido inhumados bajo el pavimento de la antigua iglesia. ¡Se removió en su entraña esta pieza de la vida cuatrisecular de la ciudad!

¡Cuánta historia ha pasado por la Plaza de San Jacinto! Allí se partió en dos la historia de Venezuela. Sobre las ruinas del pasado se irguió un joven visionario de veintinueve años, que había nacido en una casa al frente, anunciando la nueva época que habría de inaugurar con sus hazañas al convertirse en líder civil y militar de un pueblo que se incorporaba a su destino.

No encuentro testimonio mejor para Bolívar que lo que el más enconado de sus enemigos relató sobre el episodio de San Jacinto. La versión del doctor José Domingo Díaz, mal intencionada y con frecuencia mal interpretada, a menudo deformada por detalles imaginativos como la supuesta presencia de un religioso contra quien lanzara Bolívar sus palabras, injustamente calificadas de «impías y extravagantes» por el amargado historiador realista, es a mi juicio el más insospechable reconocimiento de la sublime revelación del genio. «A aquel ruido inexplicable, dice (el ruido del terremoto y el de la caída del templo) sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel momento me hallaba solo en medio de la plaza y de las ruinas; oí los alaridos de los que morían dentro del templo, subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de un instante. Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos, o prontas a expirar por los escombros. Volvía a subirlas y jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a don Simón Bolívar que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: Si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca».

La malevolencia del narrador no puede ocultar la majestuosa grandiosidad del momento. Llama terror o desesperación, lo que la misma relación demuestra como trágica determinación. No hay nada de impío ni de extravagante en las palabras. Es la entereza, erguida sobre la catástrofe; es el propósito, rehecho sobre las cenizas; es la esperanza renaciente, iluminada por la perennidad de la patria, por encima del hundimiento de las estructuras coloniales. Si hubiera alguna duda de su sentido propio, óigase la diáfana exégesis de Key Ayala, que debería ir como un corolario obligado a la descripción del suceso: «En las ruinas de San Jacinto, Bolívar es formidablemente humano. Es el hombre, fuerte por la conciencia de lo que puede frente a la naturaleza. El carácter en medio del pánico. El valor genial frente al miedo. La fe, de frente a la duda. Los hechos le dieron toda la razón. Nunca apóstrofe al parecer más jactancioso, fue mejor justificado».

Ojalá, de la restauración de la Plaza, saquemos para nuestros oídos y los de las generaciones que nos sigan, la renovada evocación del mensaje de San Jacinto. Es tarea por cumplir. Recordemos de nuevo a Key Ayala: «Los fantaseadores y los líricos nos dicen que hemos sido favorecidos por la naturaleza. Burda mentira puesta al desnudo cada día por la realidad. Nuestra naturaleza venezolana, fuerte, exuberante, es nuestro mayor enemigo. Necesitamos gran copia de carácter, inteligencia, estudio, constancia, para vencerla. Somos débiles ante ella. Necesitamos fortalecernos, como lo hizo Bolívar. El porvenir que soñamos para nuestro país no lo alcanzaremos sino después de larga lucha con la naturaleza».

Me agrada esta última expresión: lucha con la naturaleza. La prefiero a la otra, porque no es contra la realidad como debemos dirigir nuestros esfuerzos. Es con la realidad que nos circunda, con la realidad de que emergemos, con la realidad sobre que actuamos. Naturaleza física: geográfica y étnica; naturaleza social: cultural y política; naturaleza real: económica e histórica. Sin ella nada podremos, pero tenemos el deber de dominarla, de conquistarla, de coordinarla, de unificarla, de enderezarla a su propia superación. Hay mucho por hacer. El país nos invita. El país territorial y el país humano, el país nacional y el país político.

Si algo debemos sacar en claro de este cuatricentenario –que cierra un ciclo de grandes centenarios– es que tenemos una realidad pujante, pese a la incapacidad evidente por comprenderlo y dirigirlo. Levantémonos por encima de tantos escombros, como el futuro Libertador en la Plaza de San Jacinto, y hagamos el propósito viril de afrontar de lleno los problemas, para asumir de verdad nuestra grave responsabilidad.