1998. Marzo, 20. Doctorado Honoris Causa La Sorbona, París.
Rafael Caldera dirigiéndose a los presentes después de recibir el Doctorado Honoris Causa en el Grand Salon de La Sorbona.

Europa nos sigue dando un gran ejemplo

Discurso de Rafael Caldera al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de París, La Sorbona. El discurso fue pronunciado en francés.

Con muy sentida gratitud recibo la honrosa distinción que me hace esta histórica Universidad al otorgarme su Doctorado Honoris Causa. Tengo conciencia de lo que La Sorbona ha representado y representa en el mundo y para la cultura universal. Sé valorar esta honra, que excede en mucho a la que hubiera podido ambicionar. Se trata en verdad, de un lauro inapreciable en la culminación de mi vida de estudioso y de hombre preocupado por la vigencia y renovación del Derecho como realidad y como ciencia.

Soy un universitario, entregado a la acción política desde los propios bancos de la Universidad. Ésta fue la cuna de mi vida pública y en sus claustros recibí al mismo tiempo las nociones de la ciencia y las enseñanzas de la vida.

Mi patria, Venezuela –después de haber dado una aportación incomparable a la independencia de las naciones latinoamericanas– sufrió un proceso político accidentado, que derivó hacia una larga y ominosa dictadura concluida en 1935. Los partidos tradicionales, los mismos de todo nuestro Continente (liberales y conservadores) habían desaparecido en el régimen hermético que durante veintisiete años no permitió ninguna discusión sobre la orientación política del país.

Fue la Universidad –al abrirse los horizontes de Venezuela al mundo– la que, entonces, engendró los movimientos de los cuales salieron nuestros partidos políticos y en su seno se inspiraron las acciones que condujeron definitivamente, hace exactamente cuarenta años y, después de duras alternativas, al establecimiento ininterrumpido de nuestra actual democracia.

La Universidad donde yo estudié, mi Universidad, la Universidad de Caracas, hace ya más de medio siglo, se nutría en gran parte de las enseñanzas de la ciencia francesa. Pobres como éramos, escaseaban los textos de enseñanza editados en el propio país. En nuestra Facultad de Derecho los libros franceses eran populares: el Derecho Romano, el Derecho Constitucional, el Derecho Administrativo, el Derecho Internacional, el Derecho Civil, la Sociología. Muchos de ellos los teníamos que leer en francés. Los estudiantes estábamos obligados a entender esa lengua, para lo cual nos daban las nociones fundamentales de gramática y algún vocabulario, durante dos años en el Bachillerato.

La Escuela Médica venezolana –de méritos reconocidos no solamente en el país sino en el exterior– era también de inspiración francesa, y así lo fue hasta los días de la Segunda Guerra Mundial. Las ciencias exactas, la filosofía, la literatura y las artes dirigían sus miradas hacia Francia. Los venezolanos que han adquirido reconocimiento mundial en las artes plásticas, se han formado en Francia.

Las cosas han seguido su curso. Los cambios, es cierto, han sido inexorables como en todos los países del mundo. Pero la admiración y el respeto por el pensamiento francés, en los más variados órdenes, ha estado patente en la vida de Venezuela.

Cuando, por vocación académica y por preocupación social dediqué mi preferencia a predios del Derecho Laboral, he tenido el agrado de conocer a los grandes valores que esta disciplina ha aportado en Francia. Y comprometido con mi país en tareas de construcción de sus instituciones políticas, jurídicas y sociales, debo decir que las enseñanzas que de Francia salen, continúan influyendo positivamente en ellas, como lo hacen sus grandes pensadores y maestros en nuestra filosofía, en nuestras letras, en nuestra cultura.

Nuestra primera Constitución, la de 1811, y la estructura primigenia de nuestro Estado, con la afirmación del principio de la separación de los poderes y el reconocimiento de los derechos fundamentales, son en buena parte reflejo del constitucionalismo francés.

La influencia francesa ha sido evidente en nuestro pensamiento. No se podría escribir ni entender la Historia de Venezuela sin una generosa referencia al Precursor Francisco de Miranda, con cuyo nombre inauguramos hoy aquí una cátedra universitaria. Miranda sirvió a la causa de la libertad. Fue General del Ejército de la Francia revolucionaria y quedó reconocido para la posteridad con la inscripción de su nombre en el Arco de Triunfo. Él llegó a París convencido de que el régimen de libertades podría extenderse hacia las Indias Occidentales. Jérome Pétion, para la época Alcalde de esta ciudad, vio en él a un verdadero sabio que habría de promover la libertad del Nuevo Mundo. El Precursor Miranda fue el gran profeta de la América Latina integrada y democrática. Y ¿qué decir de Bolívar? Él fue el primer intérprete de Montesquieu y del pensamiento francés como antecedente del análisis previo a la búsqueda de nuevas fórmulas que ideaba en el constitucionalismo iberoamericano.

Tenemos los venezolanos un sistema político que –con todas sus imperfecciones– ha sido estímulo para las ideas y aliento para la construcción de una institucionalidad basada en el Derecho, en la libertad, en el respeto a la persona humana y en la participación del pueblo en los asuntos que le conciernen. Hemos aprendido, con devoción y sacrificio, que la democracia es no sólo una forma de gobierno sino, y por encima de todo, una manera de vivir. Imposible negar el influjo de Francia en esta corriente.

La Universidad de París es patrimonio invalorable de la Humanidad. No hay quién no tenga por ella profunda veneración. Recibir de ella la disposición de aceptarme en su seno, es un acto de generosidad que compromete mi total reconocimiento. Estoy convencido de que esta ilustre Universidad seguirá dando aportaciones notables, para que el ideal de la justicia inspire la Paz universal por la que todos luchamos y seguiremos luchando.

A las puertas del Siglo XXI, la Humanidad está pendiente de los rumbos que van a señalarse en el Tercer Milenio de la Cristiandad. Las transformaciones sufridas en los últimos años son de una significación trascendental. Europa –crisol de pueblos– ha dado ejemplos sorprendentes aun para los analistas más avisados y está comprometiendo cada vez más nuevos avances en el camino de la transformación institucional de las naciones.

1998. Marzo, 22. Doctorado Honoris Causa La Sorbona, París.
Imposición del Doctorado Honoris Causa de La Sorbona a Rafael Caldera.

No era mera coincidencia el hecho de que París haya sido y continúe siendo la Ciudad de los Derechos del Hombre. El 10 de diciembre de 1948 ratificó su señorío, después de haber conmovido al Universo hasta sus confines más remotos, con la declaración universal que sus revolucionarios proclamaron en 1789. En el presente –cincuenta años después de 1948– aquí se reúnen por ello los representantes de todos los gobiernos de la tierra, bajo los auspicios del Director General de la Unesco, para rendirle tributo a la Paz.

No se puede ignorar que, a raíz de la terrible hecatombe que representó la última Guerra, Francia y Alemania –pasando por encima de millones de vidas inmoladas y honrándolas de la manera más noble– tomaron la iniciativa de construir una Europa unida, un Continente integrado, cuya acción y cuyas experiencias son apreciadas como ejemplo a imitar por el resto del planeta.

América Latina está muy cerca de Europa, más de lo que a veces podría suponerse. No solamente por el interés que la economía plantea y que obliga a realizar un intercambio cada vez más positivo, sino por la imperativa y creciente intercomunicación que nos reclama la cultura contemporánea en un pensamiento de cambios sin paralelo. La ciencia y todos los dominios del pensamiento fortalecen hoy como nunca antes la idea de un compromiso de solidaridad, en el cual los latinoamericanos no tendríamos reservas en reconocer el papel ductor de la eterna Europa.

Hechos de significativa trascendencia han ocurrido últimamente ante nuestros propios ojos, para imponer nuevas orientaciones a nuestra existencia. La revolución tecnológica y cibernética es un hecho cuyas consecuencias –según se reconoce– serán todavía mayores de las que tuvo en su tiempo la Revolución Industrial. La globalización es un acontecimiento patente y marcha con una velocidad vertiginosa. La desintegración de la Unión Soviética es un fenómeno tan impresionante como lo fue la misma Revolución Bolchevique, que originó aquella conmoción mundial, cuyos efectos geopolíticos no tienen comparación en otras épocas de la Historia. El hecho de que se haya cerrado pacíficamente el ciclo de la revolución de 1917-1989, todavía no ha sido suficientemente analizado, dada su contemporaneidad, pero estamos obligados a cuantificar sus verdaderos alcances y significación.

Si se me permite trasponer al presente las reflexiones de Jean Dolumeau, en su obra sobre «El Miedo en Occidente» durante los siglos XIV al XVIII, lo único cierto es la presencia actual de un vacío de transición, debido al desvanecimiento de unas formas de organización social y de poder político aparentemente superadas. Pero el vacío –como afirma este pensador francés de actualidad– si bien abre un período de permisividad, también descubre la esperanza. Lo importante, en todo caso, es que el futuro dependerá de los pasos y del sentido final que el hombre de nuestro tiempo asigne a su providencial genialidad. Él es, como siempre, el protagonista del cambio, y la cultura, el contenido sublime de sus errores y de sus aciertos.

¿Qué consecuencias tendrá en lo inmediato el proceso de globalización? Debería ser, indudablemente, en beneficio de toda la Humanidad. Pero existe el peligro de creer que la vieja institucionalidad debe ser sustituida por otra de contenido solamente macroeconómico, signada por la deshumanización en las prácticas de la convivencia. El Mercado Común Universal hacia el que avanzamos, querámoslo o no, podría traer como consecuencia la globalización de la pobreza, el aumento de las desigualdades existentes entre los pueblos de la tierra, y el crecimiento desproporcionado del poder y la riqueza entre los que ya tienen la mayor riqueza y el mayor poder. Podrían quedar comprometidos, de tal manera, los objetivos permanentes de la justicia y del bienestar general y, sin lugar a dudas, los propósitos de la Paz, por interferencias contrarias a la Razón, a la Justicia y al Derecho.

La Paz –ya lo han dicho las enseñanzas pontificias– es un diálogo, por la Justicia. De aquí la importancia que tiene la reiteración de nuestro sagrado compromiso con la Declaración Universal de Derechos Humanos, y su derivación hacia aquello que he sostenido como una necesidad imperativa: la Justicia Social Internacional.

La Justicia Social ha sido una gran conquista acogida en todos los sistemas jurídicos, a pesar de las diferencias marcadas que entre unos y otros han existido. Es ella la que afirma la obligación de dar a cada uno lo suyo, pero no necesariamente en términos de igualdad matemática, sino en la medida y proporción necesarias, para que cada uno pueda desarrollar su propia personalidad y asegurarse la posibilidad de una vida decente y digna, para el Bien Común. Trasladado el concepto al ámbito universal, trasladada la noción del Bien Común a la esfera internacional, es indudable que cada pueblo, miembro de esa comunidad global, tiene derecho a aquello que es indispensable para lograr su propio desarrollo y para asegurarse la posibilidad de ofrecer a su gente una existencia humana y digna. En el orden de la Justicia Social, tener mayor riqueza y más poder no genera mayores derechos sino mayores obligaciones por el Bien Común. Eso se ha dicho muchas veces pero sería muy peligroso que pudiera olvidarse ahora.

Las organizaciones internacionales y todos los países en general están tomando conciencia de esa situación. El tema de la pobreza se ha convertido en referencia obligada en todas las reuniones internacionales. Existe el peligro de que los objetivos se alejan si no se adoptan permanentes disposiciones, necesarias para que la Justicia no sea palabra hueca sino efectiva realidad. «Todo lo que protege a los derechos humanos», afirma Juan Pablo II, «todo lo que fomenta la dignidad a través del desarrollo integral, conduce a la Paz».

En la grata visita que el presidente Clinton hizo recientemente a Caracas, le expresé nuestra aspiración de que los Estados Unidos de Norte América, en su papel de poner orden en el mundo, contribuya a que la globalización no sea para enriquecimiento de los más ricos y empobrecimiento de los más pobres, sino para orientar una más equitativa distribución de los derechos que el trabajo, la lucha de todos y la inteligencia de todos promueven en esta nueva apertura y exigente desafío para la Humanidad.

Europa nos sigue dando un gran ejemplo. Es de la mayor importancia marchar hacia la globalización por los caminos de la integración regional. Queremos para América Latina algo semejante a lo que se realiza en Europa, y que ha concitado nuestras angustias desde los inicios de nuestra Independencia. Queremos que una integración afirmada y feliz de nuestros países nos haga llegar al mundo globalizado con una personalidad más robusta, con una voz más fuerte y, desde luego, con una sola voz, la voz concordada de todos los pueblos de nuestra América.

Queremos, además, encontrar la fórmula que afortunada conjugue la integración con la soberanía, la regionalización con la globalización. Al fin y al cabo, son éstas en su conjunto formas perfectibles, variables y progresivas, que buscan enlazar al hombre, individuo y persona, con la noción totalizante de Humanidad. Estamos seguros de que la nueva Europa nos entiende y nos asiste en este nuevo trecho de la Historia.

Señor Presidente, señores profesores:

Conmovido por el honor que recibo esta mañana, he querido volcar unas cuantas reflexiones sobre inquietudes y angustias, que como hombre de Derecho y como luchador y responsable en la dirección de un país que admira mucho a Francia, acuden a mi mente en este momento tan singular y decisivo para el destino universal.

Al recibir este lauro –que siento muy por encima de mis méritos científicos– quiero en este momento tan solemne para mi vida, decir a la Universidad de París con el testimonio sincero de un emocionado corazón: ¡Muchas, muchísimas gracias! Y terminar con la afirmación que era tan grata el General De Gaulle: ¡Vive la France!