Primera edición del vespertino El Mundo, viernes 7 de febrero de 1958.

Andrés Eloy Blanco: El amortiguador de la Constituyente

Escrito originalmente en 1955 para la revista Élite, no fue posible su publicación por represalias de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez contra el medio. En 1958, al ser derrocado el régimen y creado el vespertino El Mundo, hace su aparición esta semblanza-homenaje en el primer número de este diario vespertino.

Deja Andrés Eloy Blanco tras de sí un hermoso testimonio poético. Sus versos, que ya desde los días del Canto a España corren de labio en labio, seguirán viviendo como una emoción pura, expresada con tersa limpidez. En su obra, la selección la irá espigando, no el rigor doctrinario de los críticos sino el sentimiento de las gentes sencillas. Porque ellas fueron siempre, en el fondo de su creación poética, el destinatario de su obra. Hizo intentos, sin duda, de incorporarse a los nuevos estilos literarios: pero no porque llegara a identificarse con ellos, sino porque quería demostrar que tenía talento también para triunfar dentro de ellos, todo para justificar y revalorizar su obra genuina ante el posible menosprecio de una moda que les atribuyera importancia menor.

Invitado por él, una tarde asistí en el Ateneo de Caracas al bautizo de una de sus obras circunstanciales: Baedeker 2000. Pero de allí salí más firmemente convencido de que en Andrés Eloy Blanco el poeta esencial era el de Poda. Y creo que él también lo comprendió así; y el buscarse a sí mismo, aunque adornado con expresiones de las nuevas tendencias, fue su suprema afirmación en Giraluna, donde, según la expresión de Gallegos, estampó «versos que parecen despedida y testamento».

De Poda a Giraluna, su poesía exquisita va reflejando afectos que no puede menos de sentir quien la lea. Esos afectos, que empiezan en la madre y van hasta los hijos, se expresaron siempre con una altura que da perennidad a sus palabras y las libera de la escoria de las contingencias. Testamento, sí, pero además en el sentido de «testimonio»: testimonio de lo que fue el poeta, de lo que amó el poeta, de lo que el hombre cultivó dentro de sí desde su fulgurante adolescencia hasta el trágico instante de volver a las manos de Dios. Y quien no quiera reconocer esa unidad, que diga, por ejemplo, si no es una sola emoción la que se vertió en el recuerdo de la madre «a un año de su luz» y la que se derrama en alguna estrofa de «Las uvas del tiempo»:

¡Yo estoy tan solo, madre,

tan solo!, pero miento, que ojalá lo estuviera;

estoy con tu recuerdo y el recuerdo es un año

pasado que se queda.

Testimonio, en fin, que quiere resumir en una línea la definición de la vida, y a fe que difícilmente puede lograrse una mejor que la que a sus hijos ofreciera:

Vivir es desvivirse por lo justo y lo bello.

Otros harán, con más autoridad en el campo de la literatura y de la crítica, un exhaustivo análisis de la personalidad del poeta. Yo quiero hoy, ante el dolor sincero de su muerte, ofrendarle el homenaje de una amistad forjada en el combate desde posiciones opuestas, y que pudiera ser ejemplo de cómo se puede luchar ardientemente sin negar el deber común de salvar lo fundamental que a todos nos vincula y obliga.

De poeta a orador parlamentario

Conocí a Andrés Eloy Blanco en el Congreso. Cuando fui diputado, en 1941, ya él era veterano en el ajetreo parlamentario. Antes del 36 lo había encontrado, quizás, alguna vez, en alguna fiesta social donde le expresaría la admiración de nuestra generación adolescente por su obra literaria, en la cual encontrábamos admoniciones como esta:

…nuestros mayores

nos agradecerán seguramente

hablar menos de ellos y hacer más por su Idea.

Pero luego había sido el discurrir atormentado de los cauces opuestos, el defender desesperado de las convicciones frente a una avalancha arrolladora dentro de la cual él parecía. Todo nos separaba. Veinte años de edad es mucha diferencia en un país donde se vive tan aprisa. Un cerro de papel y ruido había colocado entre ambos una inmensa muralla. Mas nació la amistad. Y perduró, sin que para ello hubiera cesado la lucha.

Recuerdo el origen extraño de aquella vinculación personal. Se había discutido vivamente un proyecto de ley. El Gobierno se empeñaba en pasarla y la oposición en torpedearla. La obstrucción parlamentaria se expresaba en interminables debates; el alicate no existía y los sostenedores de la ley optaron por prorrogar indefinidamente las sesiones, que se levantaban clareando la mañana. La situación parecía insostenible, cuando algunos diputados logramos resolver el impasse proponiendo un pacto de caballeros. Mala fortuna tuvo el pacto: unos lo infringieron abiertamente; otros, en el momento de cumplirlo, se esfumaron, y aparecieron para ultimar su muerte algunos que no habían concurrido en el momento de sellarlo. Hice entonces lo que cualquier hombre de honor tiene que hacer: defender encarecidamente el pacto y reclamar lo que exigía el prestigio de la institución parlamentaria. Mi posición quedó desde ese momento definida. Y una de las noches siguientes repicó en mi casa el teléfono. Desde una reunión de amigos, me estaban llamando para anunciarme que Andrés Eloy Blanco quería hablarme; y así, por medio del teléfono, me ofreció el gran poeta su amistad, que había de perdurar en medio de la lucha de corrientes adversas que ambos representábamos.

Como orador parlamentario era de extraordinaria vivacidad. La multiplicidad de su talento soportó victoriosamente aquel cambio de oficio. La polémica política era lo más lejano que podía suponerse del poeta de Poda. Pero la ensayó, y en ella pudo rubricar los brillantes destellos de su ingenio.

Cuando charlábamos en la intimidad de los recesos, con frecuencia le expresé mi opinión de que su género parlamentario no estaba hecho para la oposición, sino para el Gobierno. El orador de oposición tiene que transmitir en sus palabras el dramatismo de una angustia: su función es la de hacer presente una inconformidad que vibra en el corazón de mucha gente. El vocero gubernativo tiene que proceder de otro modo: ha de dar la impresión de que no hay problema insoluble; debe refrigerar los ánimos cuando más tensos sean; y una salida amena es capital inapreciable para volver la paz a los espíritus cuando más enconados se hallen en agria disparidad.

Por aquel entonces ambos hacíamos oposición, aunque desde zo­nas divergentes. Coincidimos en algún caso, como al salvar el voto al Tratado de Límites, aun cuando las opiniones se expre­saron también entonces en textos diferentes. Y cuando terminaba mi período parlamentario, en 1944, en plena discusión de la reforma constitucional, emitió sobre mí generosas palabras, que hoy quiero agradecer de nuevo ante su tumba abierta lejos de la patria. Poco después de aquella etapa volvimos a encontrarnos, él ya desempeñando el papel que a su estilo parlamentario estaba reservado.

El «amortiguador» de la Constituyente

De pronto, el destino había colocado a su partido en el poder político. Difícilmente grupo alguno podrá tener una oportunidad tan feliz como aquella. Todos volvían sus ojos al ensayo, y por si fueran pocas las circunstancias que contribuían a favorecerlo en el ánimo público, para colmar su popularidad tenía consigo, juntos (caso tal vez sin igual en el mundo) a un novelista popular de la estatura de Rómulo Gallegos y a un poeta popular de la talla de Andrés Eloy Blanco.

No fue tranquilo, sin embargo, el clima en que se reunió la Asamblea Constituyente de 1946. Catorce largos meses habían pasado y en ellos había habido ya choques, medidas de emergencia, incidencias diversas que la nación conoce. La campaña electoral fue agitada. En Caracas se abrió con los hechos sangrientos de ataque a nuestro mitin del 18 de junio. Y ya elegida la Constituyente, seis días antes de reunirse, un movimiento de importancia había ocurrido el 11 de diciembre.

El clima estaba preparado para que la Asamblea degenerara en hechos de violencia. Hoy, viendo a la distancia aquel agitado panorama, resalta la elevada función pacificadora que desde su curul de presidente tocó desempeñar al representante Andrés Eloy Blanco.

Desde el primer momento, él fue el resquicio de comprensión necesaria para que aquel cuerpo desempeñara su función, su función primordial, la de debatir ante los oídos del pueblo venezolano las cuestiones fundamentales de su organización política, que hasta entonces le habían sido total o parcialmente ajenas. Andrés Eloy lo comprendió así. Por él pudo lograrse que se transmitieran las sesiones a través de la radio. Él influyó, como ninguno, en mantener la unidad orgánica de un cuerpo dividido en fracciones ardientemente opuestas. Y cuando la violencia verbal hacía parecer imposible la permanencia de la minoría en el seno de la Asamblea, él buscaba en los inagotables recursos de su talento la manera de echar, sin aparecer desautorizando abiertamente a sus más apasionados compañeros, un refrigerio sobre el espíritu atormentado de la cámara, que era un eco del espíritu angustiado de la Patria.

Diez meses duraron las reuniones de aquella histórica Asamblea. Los oídos estuvieron pendientes de aquellos micrófonos, por los cuales se discutieron los grandes problemas de la vida venezolana. A punto de interrumpirse el diálogo, en más de una ocasión, es de justicia proclamar que al fino temperamento de Andrés Eloy Blanco, a su cultura, a la simpatía que en un gesto oportuno se sabe ganar, se debió en gran parte el que males mayores pudieran evitarse.

En el seno de la Constituyente, se afanaba en mantener todo el grado de cordialidad posible. De pronto, un ujier de la cámara se acercaba a uno de nosotros con un papelito escrito a lápiz. Era una estrofa humorística que Andrés Eloy acababa de improvisar y nos enviaba por darse el gusto de vernos sonreír.

Una vez por ejemplo, en un largo debate entre Andrade Delgado y Ambrosio Perera, lo comentaba así:

Para que este augusto

coro se convirtiera en un cisco,

Andrade se comió un disco

y Ambrosio se comió un loro.

Otra vez se trataba de que una distinguida señora, que esperaba la llegada de un hijo, se había incorporado a la cámara para llenar una suplencia:

La suplente está en delito

porque así, burla burlando,

nos metió de contrabando

un diputado chiquito.

Pero tal desaguisado

se atenúa, considero,

pues ya tienen compañero

Ferrer y Andrade Delgado.

Corría el lápiz sobre las hojas del bloc, que circulaban hasta que alguien las guardara. En alguna ocasión el pinchazo iba dirigido a los médicos quienes, contra lo por todos esperado, excedían ampliamente al gremio abogadil por el gusto de las discusiones. Haciendo referencia a las existencias del cafetín interno, la coplilla decía:

Cuando se plantea un debate,

o médico, o sanitario,

se acaba el queso, el tomate

y el tiempo reglamentario.

En alguna ocasión en que el historiador Ambrosio Perera hizo erudita disertación sobre el régimen de tierras en la época colonial, el papelito decía que Ambrosio había desencadenado un aguacero «de agua de Colonia». Y en otra –porque llevaba horas sentado dirigiendo un debate y para no dejarle la batuta al segundo vice, urgía la presencia del primero, que lo era el doctor Jesús González Cabrera (a quien apodaban cariñosamente «El Mono»)– escribió este mensaje:

Se ha perdido un mono, y yo,

le agradezco al que lo vea,

me lo traiga, pues si no,

la Presidencia se m…!

Las risas que arrancaba morigeraban un poco la vehemencia de aquellos días. Al mismo tiempo, se interesaba en llamar a los representantes de las diversas fracciones para discutir grandes y pequeños problemas. Acogía con viveza proposiciones como la de recomendar la edición de las obras de Bello o colocar, en un depósito digno de su gloria, los restos del Padre de la Patria. Y dijo hermosamente, en sus palabras de clausura: «En testimonio de gratitud por el inmerecido honor que me hicisteis al designarme para presidir vuestras deliberaciones, os vengo a decir que ese signo purísimo de la palabra popular (la campanilla) no tembló nunca entre mi mano; que estimaría como el mejor de mis orgullos el que dijerais, al llegar a vuestros hogares, que mi modesto trabajo se significó por el respeto igual a las fracciones en el combate parlamentario». Ellas expresaban –lo creo sinceramente– el mejor anhelo de su alma.

Ante su tumba

Ha terminado el hombre su existencia mortal. Ha vuelto a las manos de Dios. Infinita es la misericordia de Aquel, a cuyo seno vuelve quien en sus versos expresó sentimientos no exentos de emoción religiosa. Dios es amor, y amor no ha de faltarle al poeta que cantó puro amor.

Al emprender súbitamente su viaje decisivo, recordemos, como el marino de su Canto,

que es Dios quien fija el rumbo y da el destino,

y el marino es apenas la expresión de un anhelo,

pues para andar sobre el azul marino

hay que mirar hacia el azul del cielo!

El Dios misericordioso pensará que si ese rumbo, trazado en el primero de sus cantos, pudo perderse alguna vez en los azares de su vida, reapareció como mensajero de esperanza dentro del «bosque de los crucifijos», en los versos que marcan su destino final, pues el poeta escribió, para terminar el último de sus poe­mas, estas estrofas rezumantes de mística unción:

Y así los cuatro en el coloquio santo,

con la esperanza sobre la almohada,

detrás del sueño y más allá del llanto,

y allá, por fin, la humanidad lograda

detrás del bosque de sus crucifijos,

recibiendo en el hambre y la mirada

la luz y el pan que le darán mis hijos.

 

Caracas, 22 de mayo de 1955.