La lección perenne de Rafael Caldera

Por Rafael Tomás Caldera

Sesión solemne del Concejo Municipal de Chacao en homenaje a Rafael Caldera. Caracas, 27 de enero de 2016.

La historia no interesa a quienes han dejado ya este mundo. La necesitamos nosotros para entender la situación actual, construida sobre la tradición, ese pasado que permanece vigente. La necesitamos para edificar el futuro, porque en la historia se nos muestra el ser del hombre, sus posibilidades. Así, no se puede comprender el siglo veinte en nuestro país, desde 1936 a 1999, sin considerar la trayectoria —la vida y el mensaje— de Rafael Caldera. No se podrá construir la Venezuela del siglo veintiuno en democracia, libertad y justicia sin recoger su importante legado.

 

Por eso, al evocar la figura de este gran venezolano, en el centenario de su nacimiento, quisiera destacar lo que, con palabras muy suyas, podría llamarse la lección perenne de Rafael Caldera.

 

I

Con ocasión de su fallecimiento hace seis años, en carta personal del 4 de enero de 2010, escribió el ilustre político e historiador Ramón J. Velásquez:

Cuando llegué a Caracas en 1934, tuve la suerte de conocer al joven Rafael Caldera en las oficinas de trabajo del Doctor Caracciolo Parra León, y a quien éste visitaba. El Doctor Parra León al referirse a quien me presentaba, me dijo: «Este es un joven que hará historia». Cierta la afirmación de Parra León.

En los agitados días nacionales que siguieron a la muerte del General Gómez, Rafael Caldera se destacó en su empeño fundador de la corriente política social cristiana, en un país que sus gobernantes habían mantenido secuestrado del combate ideológico en que se debatía el mundo. Participar en forma directiva en esa nueva manera de intervenir en el rumbo futuro del país, fue el objetivo de su vida. Lo hizo y su papel es histórico.

Además su contribución en la organización de ese nuevo país está escrita por los hechos. Están presentes en la historia sus proposiciones y su tarea en el campo de la legislación venezolana. Así como su tarea de catedrático universitario. Debemos recordar su intervención en las reformas constitucionales de los años 1947 y 1961, y en la creación y luego reforma de la Legislación del Trabajo en Venezuela.

Se conocen —dice Velásquez— el año 34. Son contemporáneos: tienen dieciocho años. Al año siguiente, Rafael Caldera gana el premio Andrés Bello entregado por vez primera por la Academia Venezolana de la Lengua en 1935. En 1936, participa muy activamente en la elaboración de la Ley del Trabajo.

Estudiante aún, con un grupo de compañeros se separa de la Federación de Estudiantes Venezolanos y fundan la Unión Nacional Estudiantil, para luchar «por los legítimos ideales de los estudiantes venezolanos». Son años de combate y de formación, en los que visitan diversas ciudades del país, publican un semanario, realizan eventos. En 1939 recibe el grado de doctor con su tesis laureada sobre Derecho del Trabajo, que será luego manual de estudio y referencia para incontables generaciones de estudiantes.

Participa en política activa y es electo diputado por Yaracuy en 1941. Al mismo tiempo, inicia su labor en la cátedra universitaria, en la que persistirá hasta el tiempo de su jubilación. Pero es importante destacar desde ahora lo que la mirada perspicaz de Velásquez captó como elemento singular en la persona de Caldera: la introducción de las ideas social cristianas en la vida política y social de Venezuela.

En diciembre de 1933, asiste en Roma a un congreso de universitarios católicos de todo el Continente. De Venezuela han ido Jesús María Pérez Machado, Presidente de la Juventud Católica, Alfonso Vidal y él. Aparte de encontrar en la ciudad eterna a un grupo de jóvenes que destacaría después en la vida de sus respectivos países —como Eduardo Frei Montalva, de Chile, o Venancio Flores, del Uruguay—, tiene ocasión de reafirmar su convencimiento sobre la importancia de la doctrina social de la Iglesia, que conocía por sus maestros jesuitas de Caracas. La Rerum novarum  del Papa León XIII, así como la Quadragesimo anno y la Divini Redemptoris de Pío XI, entonces reinante, aportan luces para encontrar el camino en la lucha. Acción católica en el momento, promovida por el Papa Pío XI, de firme actitud ante el totalitarismo que ascendía en la vida europea; acción política después por la comprensión de que su llamado iba más bien hacia el campo de lo político.[1]

Por otra parte, había asimilado en Andrés Bello una visión del mundo hispanoamericano junto con la penetración en «las formas vivientes del orden social», desde la gramática al derecho de gentes. Bello le aporta, con el estímulo para una labor intelectual seria y profunda como fundamento imprescindible para las transformaciones sociales, jurídicas y políticas que debían llevarse a cabo en el país; le aporta —decía— la persuasión de la unidad del saber —«todas las verdades se tocan»—, que lo llevará a la necesaria relación de lo económico y lo político con lo social.

1946 es un año crucial en su vida, como lo fue el año de 1936. Tiene treinta años. En enero se instala el COPEI (Comité de Organización Política Electoral Independiente), que llegará a ser uno de los partidos políticos más importantes en la vida del país y, ciertamente, uno de los partidos significativos entre los movimientos demócrata-cristianos del mundo. Caldera comparte los ideales de la Revolución de Octubre de 1945, porque apoya una mayor participación del pueblo en la vida política del país. Es partidario de la libertad democrática y del sufragio popular universal, secreto y directo. Ocupa por breve tiempo la Procuraduría General de la Nación, cargo al que se siente obligado a renunciar por la intransigencia del partido Acción Democrática ante la campaña de Copei para las elecciones a la Constituyente. Participa en esa Asamblea Nacional Constituyente, que será ocasión de encendidos debates —seguidos por la nación a través de las ondas de la radio—, en particular sobre el famoso derecho de Patronato Eclesiástico, extinguido en 1964 al firmarse el modus vivendi de Venezuela con la Santa Sede.

Al año siguiente, compite con don Rómulo Gallegos por la Presidencia de la República. Gallegos lo dobla en edad y era de antemano —por su inmenso prestigio y por ser el candidato de Acción Democrática— el vencedor de la contienda. Esa candidatura de Caldera joven, sin embargo, coloca a Copei en el segundo lugar de importancia en los partidos del país y —como pudo señalar— permitió que el partido se mantuviera vigente a través de la larga hibernación en la dictadura militar. Por ese tiempo, un periodista colombiano escribiría esta apreciación: «La política venezolana del futuro, al parecer, va a estar dirigida por dos figuras de singular preeminencia. Rómulo Betancourt y Rafael Caldera serán en adelante los opositores de siempre, con semejante reciedumbre personal, y semejante altura de la inteligencia. Más político Betancourt que Caldera, y más intelectual éste que aquél, su influencia en la vida de Venezuela marcará seguramente un clarísimo rumbo histórico».[2]

Copei, con Caldera como su Secretario General, escogerá la lucha contra Pérez Jiménez. Ello traerá su saldo inevitable de prisiones y exilio. A Caldera, que no vuelve a salir del país desde 1950 para que no le impidan regresar, se le vigila día y noche. Consta el expediente de tan estrecha vigilancia. En agosto de 1957 es detenido —secuestrado, podríamos decir mejor— en total aislamiento en la sede de la Seguridad Nacional de la Plaza Morelos para impedir su participación en el proceso electoral. El 24 de diciembre, consumado ya el fraudulento plebiscito, se lo devuelve a su hogar para que pase la Navidad en familia, con orden de salir del país en enero de 1958.

Sale, en efecto, el día 19 y —como lo ha narrado— encuentra que han ido a recibirlo al aeropuerto Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba, Ignacio Luis Arcaya y otros dirigentes políticos en el exilio, enterados de su llegada por el New York Times. El 23 de enero cae la dictadura y se produce el famoso brindis de Nueva York, premonitorio de lo que sería luego el Pacto de Puntofijo, para asegurar la gobernabilidad democrática del país.

El regreso de los exilados a Venezuela marca el inicio de una etapa distinta. Difícil, turbulenta y apasionada por momentos; pero constructiva. La etapa de la república civil y democrática, como no se la conocía —salvo breves momentos, casi de paréntesis— en la historia de nuestro país independiente.

Hitos importantes en esa etapa serán, sin duda, la promulgación de la Ley de Reforma Agraria en 1960 y la Constitución Nacional de 1961, la más equilibrada y la de mayor vigencia en nuestro devenir histórico. Vendrán después la primera transmisión de mando democrática a un candidato opositor —la elección de Rafael Caldera en 1968— y la política de pacificación del Presidente Caldera, que reintegró a la lucha política civil a los dirigentes de la izquierda revolucionaria.

Venezuela conocería entonces, junto con ambiciosos programas de vivienda y educación, el desarrollo sostenido de la infraestructura del país y —muy importante— el progresivo dominio sobre nuestras riquezas básicas: el hierro, el aluminio, el gas, el petróleo.

Esto fue posible —analizaría Caldera[3]— por la conjunción de cuatro factores de primera importancia:

Cuando aquí en el país y fuera de él he sido muchas veces preguntado (…) acerca de las causas de la estabilidad democrática en Venezuela, en momentos en que el sistema naufragaba en naciones de mejor tradición institucional que la nuestra, generalmente me referí a cuatro factores que para mí representaban una gran importancia.

Por una parte, a la inteligencia que existió en la dirigencia política de sepultar antagonismos y diferencias en aras al interés común de fortalecer el sistema democrático.

En segundo lugar, a la disposición lograda, a través de un proceso que no fue fácil, de las Fuerzas Armadas para incorporarse plenamente al sistema y para ejercer una función netamente profesional.

Tercero, a la apertura que el movimiento empresarial demostró, cuando se inauguró el sistema democrático, para el progreso social, comprensión que tuvo para el reconocimiento de los legítimos derechos de la clase trabajadora.

Pero, en último término, el factor más importante fue la decisión del pueblo venezolano de jugárselo todo por la defensa de la libertad, por el sostenimiento de un sistema de garantías de derechos humanos, el ejercicio de las libertades públicas que tanto costó lograr a través de nuestra accidentada historia política.

Al ponderar estos factores, hemos de subrayar esa actitud de los dirigentes políticos, que propició un entendimiento en el cual se puso por encima de todo el interés nacional y el respeto al orden jurídico. Se buscó, además, la mayor participación posible: la representación de las minorías, las garantías a la libertad de expresión, incluso para aquellos grupos que no podrían ser calificados como democráticos. Se privilegió el mantenimiento de la paz, una paz fruto del diálogo, de la valoración del ser humano y de un empeño constante en hacer efectiva la justicia.

En síntesis, una república democrática con sentido social, orientada a lograr el desarrollo del país.

Las dificultades vendrán luego, cuando se pierda la armonía de esos factores y, de alguna manera, vuelva la antigua añoranza de los regímenes de fuerza.[4]

Rafael Caldera se mantendrá activo en la lucha. Mientras las energías le alcancen, no se abstendrá de aportar su concurso para la solución de los nuevos problemas y para el mantenimiento de la institucionalidad democrática. A los veinte años participaba en la elaboración de la Ley del Trabajo; a los setenta, cincuenta años después, recorrerá el país para lograr que se aprobara la reforma de esa ley y se pudiera tener una Ley Orgánica del Trabajo mejor adaptada a los tiempos. Presidirá asimismo, por esos años, la comisión bicameral para la reforma de la Constitución de 1961, proyecto lamentablemente preterido por la ceguera del momento político.

No en vano dijo de sí mismo que era un luchador. Le tocó, en efecto, una continua lucha a lo largo de toda su vida, desde la fundación de la Unión Nacional Estudiantil en 1936 hasta la conclusión de su parábola vital. Tuvo el temple necesario para sobreponerse a las dificultades —oposición, cárcel, exilio, derrotas— y para levantarse tras cada revés, cuando las circunstancias o la voluntad de algunos le eran adversas.

No es el caso, sin embargo, de hacer ahora un recuento completo de las ejecutorias de Rafael Caldera. Juan José, mi hermano, diputado por el Yaracuy, Gobernador del Estado, Senador, cuya vida ha estado empeñada en el desarrollo y la promoción de esa fecunda región, ya escribió un hermoso y sustantivo testimonio al respecto.[5]

Hemos hecho este recorrido para sustanciar nuestra afirmación de que no se puede comprender el siglo veinte venezolano sin considerar la acción y el mensaje de este hombre insigne — «uno de los hombres más preclaros de la Venezuela de todos los tiempos», como lo llamó Blas Bruni Celli[6]—, cuya vida pública se extiende desde el año de 1936 hasta el año de 1999, cuando concluye su segundo mandato presidencial.

Pero he dicho también que no podremos construir el futuro sin recoger su legado y quisiera ahora darle contenido a esta afirmación, que no es simple muestra de afecto filial, por demás justificado, sino fruto de la meditación —por momentos, transida— de lo que vivimos en el presente venezolano.

 

II

Hemos tenido en Venezuela dos tradiciones. Una larga tradición autocrática, inspirada en el papel que hubo de jugar el ejército libertador en la independencia y alimentada por decenios de sometimiento, cuando el dilema parecía ser despotismo o anarquía. Pero hemos tenido también una tradición civil, opuesta a la idea de un «gendarme necesario». Rafael Caldera invocará a Augusto Mijares, quien siempre cultivó el argumento. Al mismo tiempo, la encontrará representada en Andrés Bello, en Juan Germán Roscio, los próceres de la Primera República,[7] y luego en Juan Vicente González, Fermín Toro, Cecilio Acosta.

Así, a su regreso del exilio, en su discurso en la Plaza aérea Diego Ibarra, el 1° de febrero de 1958, afirmaba:

El compromiso fundamental que tenemos es (…) que Pérez Jiménez sea definitivamente, para la historia de Venezuela, el último tirano. Pero para que sea Pérez Jiménez en la historia el último tirano, el deber de cada uno no está cumplido todavía; tenemos que destruir la tesis sociológica del gendarme necesario, tenemos que acabar con la idea de que este pueblo es incapaz de hacer su grandeza si no gime bajo la bota de un tirano; tenemos que ganarle a Vallenilla la pelea con nuestro ejemplo, creando un orden legítimo y noble, demostrando que la paz no es resultado de la imposición de la voluntad de los bárbaros, sino emanación espontánea de la voluntad libre y soberana de un pueblo.[8]

Era preciso, por tanto, crear un orden nuevo que asegurara la  libertad y realizara la democracia buscada, para lo cual las fuerzas políticas del país cooperaron en unidad. Por eso, podía decir en 1958,

Vamos a una reforma constitucional. Creemos que debemos elaborar un texto constitucional que sirva para todos los venezolanos, que no sea la expresión de los puntos de vista unilaterales de un partido, de modo que la salida de ese partido del poder no lleve consigo una nueva peripecia en la accidentada trayectoria de nuestra Carta Fundamental. Queremos un régimen democrático que nos ponga a cubierto de los golpes de fuerza.[9]

En 1986 pudo ratificarlo:

La Constitución [de 1961] es la expresión más noble del sistema. Su entrada en vigencia marcó el inicio formal del Estado de Derecho. Ha cumplido un papel esencial en la fortaleza de nuestra democracia, en los mismos momentos en que se derrumbaban las libertades públicas en países hermanos, de más larga y sólida tradición que el nuestro. Analistas políticos admiten que el llamado Pacto de Puntofijo, celebrado entre los mayores partidos y mantenido hasta el final del quinquenio (lo que constituye por su duración un caso único de patriótico entendimiento entre adversarios, en toda nuestra historia) dio a la democracia naciente el indispensable apoyo para consolidarse y para proyectarse en el tiempo: pero la Constitución fue más allá del ámbito de Puntofijo. Concurrieron a su formación todas las fuerzas importantes, aun las no comprendidas dentro de aquel entendimiento de gobierno, y fue auspiciada —excluidos únicamente los personeros de la dictadura— por la totalidad de las corrientes actuantes dentro de la vida nacional. El pluralismo que la caracteriza ha sido determinante en estos cinco lustros.[10]

Dos expresiones han de ser destacadas: «pluralismo» y «Estado de Derecho». Ambas ideas constituyen convicciones que determinan una conducta firme. El año de 1962, ante las graves circunstancias que vivía el país por la lucha armada contra el régimen constitucional, acudiría a la televisión el 12 de octubre para definir la posición de su grupo político:

Nosotros no hemos vacilado ni vacilamos en la lucha hasta el sacrificio en la defensa del régimen constitucional, pero debemos expresar también que si se nos impusiera la condición de aceptar o respaldar una medida que nosotros consideráramos gravemente perjudicial para el ordenamiento constitucional, que quebrantara la vida constitucional del país, que entregara las banderas de la legitimidad democrática en manos de los adversarios y abriera camino para un golpe de fuerza, estaríamos dispuestos a dejar el Gobierno sin ninguna especie de vacilación.[11]

Igual sería su actitud, años después, en el ejercicio de su segundo mandato presidencial cuando sectores de la opinión le pedían desconocer el Congreso de la República, al modo de lo que se llamó entonces un «fujimorazo».

La lucha constante de Rafael Caldera fue para construir el país.

Su mensaje puede sintetizarse en dos afirmaciones seminales. Al exponer la especificidad de la democracia cristiana y, en concreto, de los partidos orientados por esa concepción política, dice —ante todo— que se trata de «realizar por la acción política las ideas social cristianas».[12]

Entre ellas, en primer lugar, la afirmación de lo espiritual frente a una concepción materialista de la vida; el fondo ético de la política, que no puede reducirse a un mero ejercicio pragmático de la influencia y el poder; la dignidad de la persona, que no deriva de un acto del poder público ni puede ser sometida a una militancia política, una condición social, una raza o la posesión de gran fortuna; que pide la realización del bien común mediante la justicia social, todo lo cual implica una definida persuasión acerca de la perfectibilidad de la sociedad civil.

La otra fue su afirmación en el acto de instalación de Copei para definir la tarea de ese movimiento, apenas en sus inicios. Se trataba de «Ganar la Patria», lo cual era «una responsabilidad mancomunada».[13] Ganar la Patria: construir el país, una sociedad nueva que saliera del atraso al cual nos habían llevado, o en el cual nos habían mantenido, los regímenes de fuerza. Pero esa tarea no podría ser obra de un hombre solo. Era una responsabilidad mancomunada. Ejercicio de libertad personal responsable. Tarea de todos y de cada uno, tarea de pueblo, no de grupo aislado. Tarea de unidad nacional en la realización del bien común.

Construir una sociedad donde lo primero sea el bien de las personas, no la multiplicación de las cosas; donde la medida de las acciones sea el respeto al valor de cada uno, como se expresa en la regla de oro: no hagas a otro —quienquiera que sea— lo que no quieras que te hagan a ti. O también, en la formulación de Jesucristo, más exigente: trata a los otros como quieres que te traten a ti.

La persona es el sujeto de las acciones tanto en el ámbito privado como en el ámbito público. Su inserción en un grupo —familia, sindicato, corporación académica o movimiento político— no puede disipar la responsabilidad de cada uno. Aun en medio de las limitaciones externas, cada ser humano está llamado a ser dueño de su destino, actor de su vida.

Por eso Rafael Caldera luchará siempre por la libertad, social y política; por el reconocimiento del valor del trabajo humano, que no es una mercancía; por la propiedad privada, que garantiza la vida y el desarrollo de la familia, pero ha de estar regida por su función social.

Este mensaje exige el cultivo del carácter, del sentido del deber, la rectitud, la constancia. Oigamos a Bolívar en Angostura: «Los códigos, los sistemas, los estatutos por sabios que sean son obras muertas que poco influyen sobre las sociedades; ¡hombres virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados constituyen las Repúblicas».[14]

Es una lección para la Venezuela de hoy. Porque Venezuela tiene que retomar el rumbo. Los venezolanos tenemos que cambiar.

La crisis venezolana ha sido en definitiva una crisis de ciudadanía.[15]

Hemos invocado a Bolívar, que murió procurando la unidad, y usamos su nombre para sembrar división.

Hemos dicho que «Venezuela es de todos» y, en lugar de construir el bien común con esfuerzo mancomunado, hemos permitido el saqueo de las riquezas del país como un botín.

Hemos dicho que «aquí manda el pueblo» cuando un grupo se ha apoderado de las instituciones y de los medios de comunicación, para imponer un sistema que el país ha rechazado.

La tradición civil, que logró cuarenta años de vida republicana, se vio quebrantada por la añoranza del hombre fuerte que debería «arreglar esto».

Es verdad que hubo un proceso de formación de oligarquías, descuidadas del bien común y la justicia. Hubo, en la crítica al sistema, una reacción contra esa tendencia oligárquica que hizo presa en los grupos políticos. Hubo también una desafección, creciente y explícita, por parte de los sectores que forman opinión en el país, al régimen democrático imperante. Se hizo lugar común la antipolítica y, con ella, una suerte de cinismo que se atrevía a repetir, una y otra vez, sin documentación responsable, que la gestión de la cosa pública estaba plagada de corrupción y el gobierno era inútil. Nada bueno se hacía en el país. Al mismo tiempo, la influencia de las nuevas ideas liberales en el hemisferio norte tuvo mucho impacto en las élites criollas y condujo al descuido del contenido social de la democracia venezolana.

Nos corresponde ahora emprender la tarea de reconstruir la república civil y democrática. Para ello necesitamos, primero que nada, mujeres y hombres virtuosos.

Caldera pudo decir: «Ni la falsedad ni la mentira, ni la pereza ni la cobardía, han sido compañeras mías, dentro o fuera del poder».[16] Señalaba cómo «un ejemplo de austeridad, de honestidad, de vocación de servicio, debe rescatar en el ánimo del pueblo la credibilidad del sistema democrático en sus líderes…»[17] Ante todo, es esencial la formación de los jóvenes: «Si no se les inculca a las nuevas generaciones el amor a la Patria, el respeto a la ética, la valoración del sacrificio por encima del afán de lucro, no se contará con recursos humanos idóneos, dispuestos para las arduas tareas que impone el desarrollo». «Educar no es solamente impartir conocimientos, sino igualmente —y quizás principalmente— forjar la personalidad; templar el carácter, inculcar los valores fundamentales de la sociedad y de la Patria, rescatar la prioridad del orden ético en la conducta humana».[18]

Podremos tener entonces mujeres y hombres patriotas: que sepan poner el bien común sobre los intereses privados o de grupo. El poder ha de ser instrumental, no algo buscado por sí mismo, menos aún para acumular riquezas. Debe ser ejercido con afán de servir. Dirá Rafael Caldera al clausurar las primeras sesiones del nuevo Parlamento en 1959: «Hemos cumplido nuestro deber y hemos servido de la mejor manera que podíamos los intereses de la colectividad venezolana».[19] Por eso repetiría años después, con el Libertador: «Mientras haya algo que hacer, nada hemos hecho». Y con José Martí: «Si de algo serví antes de ahora, ya no me acuerdo, lo que quiero es servir más», añadiendo: «servir es entregarse, con generosidad; servir es estimular a los demás a cumplir, dispuestos a reconocer sus acciones; servir es impulsar la marcha incesante y la renovación constante de las generaciones».[20]

Pero es igualmente necesario, como lo ha demostrado la triste experiencia de los últimos tiempos, contar con mujeres y hombres ilustrados para sacar el país de la postración en que se encuentra. «La realidad nos enseña», decía Caldera al conmemorar el 23 de enero:[21]

Hemos atravesado momentos en los cuales una ilusión de riqueza nos hizo despilfarrar recursos y cargarnos de deudas; pero el recurso más gravemente despilfarrado fue el trabajo, ya que la ingenua creencia de que teníamos dinero de sobra para vivir en cómoda holgazanería por tiempo indefinido golpeó severamente ese motor sin el cual ningún país ha sido grande, ningún país ha sido próspero, ningún país ha sido feliz.[22]

Es preciso formar los cuadros necesarios para gerenciar nuestras riquezas naturales, nuestras posibilidades humanas:

Las generaciones futuras encontrarán una Venezuela (…) con una población mayor, más culta y más influida por la transformación portentosa que ha experimentado la humanidad en este siglo. Pero también será una Vene­zuela con mayores problemas, con expectativas más amplias, con necesidades más complejas. Una Venezuela consciente de que está muy atrasada en la marcha por el mundo de la tecnología; una Venezuela que requerirá de recursos humanos altamente capacitados para hacer la nueva revolución, que es la revolución tecnológica impuesta por el siglo XXI.[23]

Los actores económicos y sociales y, en primer término, los dirigentes políticos han de tener la capacitación debida. Unir —en el pensamiento— lo económico, lo social y lo político, para hacer frente a la difícil tarea del desarrollo.

Por otra parte, la normalidad de la vida democrática requiere un efectivo resurgimiento de los partidos políticos. «No habrá sin embargo resurgir de los partidos sin una verdadera calidad humana de sus dirigentes».[24]

En los inicios del movimiento socialcristiano en Venezuela, el color que marcó su símbolo y su tarjeta fue el color verde. Ello permitió a los copeyanos decir que tenían el color de la esperanza. Fue un mensaje constante —en la acción y en la palabra— de Rafael Caldera, hasta el final de su vida, cuando nos invitaba a abrirle caminos a la esperanza:

Tenemos una larga lucha por delante. La lucha es hermosa cuando la guía un ideal. Por eso la nuestra —que creemos en la persona humana, su libertad, la solidaridad y la justicia social— no aminora sino más bien alimenta la alegría, esa alegría interior que constituye la mayor fuerza para la constancia y predispone al éxito.

En mi larga vida de luchador, he tenido la oportunidad de ver altos y bajos en el camino de los pueblos de América Latina. Me llena de esperanza para el porvenir de nuestra nación la conciencia clara de que hay una nueva juventud que lucha por la libertad y quiere cambiar los actuales rumbos negativos.

Contamos con la ayuda divina, el don de la gracia, que viene de Dios, como recordaba el venerado Papa Juan Pablo II. Por medio de ella —nos dijo—, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia (Centesimus annus, n. 59). [25]

Bajo la protección de Dios Todopoderoso —invocado en el preámbulo de la Constitución de 1961—, Venezuela retomará su camino, podrá reconstruir el orden democrático, único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos, y sabrá conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación, forjado por el pueblo en sus luchas por la libertad y la justicia y por el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la Patria.

Entre ellos, Rafael Caldera.

[1] Cf. Rafael Caldera. Especificidad de la Democracia Cristiana, Caracas, Dimensiones, 1987, 10ª edición, pp. 114-118.

[2] Ricardo Ortiz McCormick (1923 – 2000) en El Tiempo de Bogotá. Reproducido en El País, Nº 1419 del 22 de diciembre de 1949, p. 15.

[3] Por ejemplo, en su discurso en el Congreso Nacional el 4 de febrero de 1992. Ver Dos discursos, Caracas, Editorial Arte, 1992, pp. 35-36.

[4] Dice Chesterton: Si hay una cosa que podemos probar en la historia que conocemos realmente, es que el despotismo es con frecuencia el resultado, y con frecuencia el fin, de una sociedad democrática. El despotismo puede definirse diciendo que es una democracia cansada.

A medida que una sociedad democrática se ve atacada por el cansancio, sus ciudadanos pierden la afición a la eterna vigilancia, que es el precio de la libertad, y prefieren confiar a un solo centinela el cuidado de velar su sueño. El hombre eterno, Buenos Aires, Poblet, 1948, I, III, pp. 67-68.

[5] Mi testimonio, Caracas, Libros Marcados, 2014.

[6] Discurso en la Academia de la Lengua, el 24 de enero de 2011.

[7] Defensa de la democracia, discurso de orden en el XXV aniversario de la Constitución de 1961. Caracas, Ediciones del Congreso de la República, p. 5: «El cuadro documental de Juan Lovera con la firma de la Declaración de Independencia estaba allí y ponía ante nosotros la mirada escrutadora de los próceres de la Primera República, pendientes de que se lograra anudar para siempre el hilo de la historia con los principios que ellos proclamaron».

[8] Rafael Caldera. Lucha constante por la libertad, Caracas, Ediciones «HERCAMDI», colección «Palabras y problemas», Nº 1, 1958, pp. 11-12.

[9] Rafael Caldera. Caldera. Estabilidad democrática, Discurso en el Nuevo Circo de Caracas el día 7 de octubre de 1958 con motivo de su postulación como candidato a la Presidencia de la República, p. 19.

[10] Defensa de la democracia, cit., pp. 8-9.

[11] Rafael Caldera. Defensa de la Constitucionalidad, Caracas, Publicaciones de la Fracción Parlamentaria de COPEI, Nº 4, 1962, pp. 103 y 111. Al comentar el crucial episodio, Gehard Cartay Ramírez (CALDERA Y BETANCOURT. Constructores de la democracia. Caracas, Centauro, 1987, pp. 272-278), trae en nota (p. 276, nota 209) un comentario de Moisés Moleiro sobre la actitud de Caldera: «A él se debe en parte que siga habiendo elecciones y las cosas no hayan ido al despeñadero, como lo indica el peligroso camino que Betancourt se muestra tentado a emprender».

[12] Especificidad de la Democracia Cristiana, 10ª edición, Caracas, Dimensiones, 1978, p. 114 y siguientes.

[13] Ganar la Patria: una responsabilidad mancomunada. Caracas, Tipografía La Nación, 1946.

[14] En el Discurso de Angostura. Ver Siete documentos esenciales, Caracas, Presidencia de la República, 1973, p. 79.

[15] Acaso podríamos aplicar aquellas otras afirmaciones de Bolívar en Angostura: «Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza; y por el vicio se nos ha degradado más bien que por la superstición». Ibíd., p. 69.

[16] Mensaje al país en el día de Santa Clara. Folleto. Caracas, 12 de agosto de 1987, p. 15.

[17] El Espíritu del 23 de enero. Discurso en la sesión solemne del Concejo Municipal del Distrito Sucre con motivo del 31 aniversario del 23 de enero de 1958. Caracas, Imprenta del Congreso de la República, 1989, p. 15.

[18] Ibíd., p. 14.

[19] Folleto. Caracas, Imprenta del Congreso Nacional, 1959, p. 11.

[20] Defensa de la democracia, cit., p. 22.

[21] El Espíritu del 23 de enero, cit., p. 17

[22] Ibíd., p. 16.

[23] El Espíritu del 23 de enero, cit., p. 15.

[24] Último mensaje, divulgado con ocasión del fallecimiento de Rafael Caldera, el 24 de diciembre de 2009.

[25] Ibíd.