1969. Junio, 15. Visita al barrio Sierra Maestra en el 23 de enero, Caracas. Jugando bolas criollas.

Rafael Caldera durante una visita al barrio Sierra Maestra en el 23 de enero. Caracas. 15 de junio de 1969.

En un tiempo donde la práctica de la política está cada vez más tomada por el odio y la negación, la visión de Rafael Caldera sobre el adversario político adquiere mayor vigencia

En 2014 se inició la Biblioteca Rafael Caldera con un libro que reúne las semblanzas que el dos veces elegido presidente de Venezuela hizo sobre otros líderes políticos contemporáneos suyos.

La Venezuela civil. Constructores de la República es el título de esta obra que, en mi opinión, no registra antecedentes, al menos en nuestra reciente historia venezolana. Tal circunstancia le proporciona una singularidad interesante, en virtud de que muy pocas veces, aquí y en cualquier parte, un líder político ha juzgado con tanta equidad a algunos de sus adversarios contemporáneos, resaltando sus méritos y ubicándolos con justicia en el lugar que la historia les ha reservado.

Este importante hecho cobra mayor relevancia en un país como Venezuela. Nuestra historia republicana siempre estuvo caracterizada por guerras intestinas, revoluciones violentas, enfrentamientos armados entre adversarios políticos y, en general, la lucha por eliminar al contrario, incluso físicamente. En todo este difícil tiempo venezolano, el combate por el poder siempre se apoyó en elementos militares y no en normas civilistas, pacíficas y democráticas. Así transcurrieron el siglo XIX y más de la primera mitad del siglo XX. (Hoy, dolorosamente, desde la llegada del chavismo al poder en 1998 y ya finalizando la segunda década del siglo XXI, hemos regresado a ese pasado ominoso.)

Si tales eran los presupuestos de la lucha política, donde la vida del otro no importaba, con mucha más razón estaban descartados, desde luego, el reconocimiento del adversario y de sus derechos humanos, sus creencias ideológicas, políticas o religiosas. No había, por tanto, respeto por el contrario, mucho menos estimación de sus virtudes o méritos. Nada de eso, o muy poco, caracterizó el combate político de siglo y medio en Venezuela.

Por ello, si algún mérito –entre muchos otros– debe atribuirse a las generaciones de 1928, 1936 y 1945 es haber luchado por civilizar la política a través de la condena de las soluciones de fuerza como medio de acceso al poder y, en consecuencia, la propuesta alterna de colocar en manos de los ciudadanos la elección de sus gobernantes. Porque ello comportó, en paralelo, el reconocimiento de la diversidad, el respeto y la consideración por el adversario, la igualdad entre los contendientes, la garantía del pluralismo y la libre discusión de ideas, así como el sometimiento a normas de justicia para dirimir conflictos.

Rafael Caldera y Rómulo Betancourt (1978).

Muerto el dictador Juan Vicente Gómez en 1935, pareció abrirse una rendija democrática que incluyera la tolerancia, el respeto y el diálogo con el adversario. La hubo, desde luego, con sus altos y bajos durante los gobiernos de los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, herederos del gomecismo, aunque aquel proceso se caracterizó por sus espasmos autoritarios. Vino luego el llamado trienio adeco, entre 1945 y 1948, producto del golpe de Estado contra el gobierno medinista. Bajo el mando de la Junta Cívico Militar presidida por Rómulo Betancourt, y una vez establecida constitucionalmente la potestad popular para elegir al presidente de la República y los organismos legislativos, se desataron entonces como demonios incontrolables la violencia política, la intolerancia y el irrespeto entre los adversarios, estimulada incluso por quienes gobernaban entonces.

Por desgracia, esta actitud de la dirigencia política de esos días terminó arrasándolos a todos el 24 de noviembre de 1948, al producirse el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos, y abrió paso a la llamada década militar hasta el 23 de enero de 1958, cuando cayó la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, enemigo confeso de la democracia, de los partidos políticos y de la tolerancia con quienes se le oponían.

Por lo tanto, en el campo político no hubo, hasta la instauración de la República Civil en 1959, un debate civilizado y de altura que comportara la consideración y la estimación por el adversario, aunque no se compartieran ideas y objetivos. Y todo ello a pesar de algunos hechos aislados, protagonizados por sectores minoritarios y extremistas (ciertas conspiraciones militares y civiles sin éxito, atentado contra el presidente Betancourt, terrorismo urbano, focos guerrilleros rurales, etc.), los cuales, sin embargo, no alteraron la vida institucional del país, ni sus procesos electorales en modo alguno.

Desde entonces comenzó a perfilarse un ambiente de respeto y pluralismo que, con los años, permitió incluso la camaradería entre rivales políticos, incluidos aquellos que, tras la política de pacificación ejecutada por el primer gobierno del presidente Rafael Caldera, se incorporaron a la lucha civil y democrática al iniciarse la década de los setenta. Ya en 1978, Arturo Uslar Pietri observaba «como algo muy importante, muy llamativo, muy digno de atención, el fenómeno de la convivencia política en Venezuela, porque ese fenómeno no es común, es muy extraño. En este país todos los partidos políticos conviven no sólo pacíficamente, sino que, diría más, con cierto grado de amistad» (1). Y lo atribuyó entonces al espíritu de reconciliación que vivió el país luego del 23 de enero de 1958.

Sin embargo, a pesar de todos estos avances civilizados y democráticos, la gran mayoría de los dirigentes políticos venezolanos no han sido muy dados a reconocer el valor y los méritos de quienes los confrontan. Al respeto y la camaradería no lo han seguido el reconocimiento y la valoración que se le pueda tributar al otro, especialmente si se le ha combatido.

Esa regla general de la política venezolana –y tal vez mundial– la rompió Rafael Caldera, y de allí el valor y la significación de su ejemplo. La suya fue una actitud, insisto, extraña y poco común, y tal vez, por esto mismo, no ha sido valorada suficientemente, lo que no deja de ser absurdo. En este sentido, ha privado más una cierta matriz de opinión que algunos adversarios suyos crearon sobre un Caldera arrogante, soberbio y rígido, incapaz de reconocer a quien lo enfrentara. Sin embargo, los hechos han comprobado que aquello no era cierto.

La Venezuela civil. Constructores de la República, el libro al que se ha hecho referencia, lo demuestra palmariamente. Se trata de un conjunto de discursos, conferencias y ensayos sobre seis venezolanos que vivieron su mismo tiempo, que lo adversaron y a quienes también él adversó, con algunos de los cuales llegó a importantes acuerdos, aunque en general con todos mantuvo importantes diferencias. Las otras cuatro reseñas corresponden a compañeros y amigos socialcristianos que compartieron con él sus luchas de toda la vida (Pedro Del Corral, Lorenzo Fernández, Nectario Andrade Labarca y Mauro Páez Pumar). De los seis personajes que fueron adversarios suyos, Caldera compitió con cinco de ellos –a excepción del poeta Andrés Eloy Blanco– en tres elecciones presidenciales: con Rómulo Gallegos en 1947; con Rómulo Betancourt en 1958 y con Raúl Leoni, Jóvito Villalba y Arturo Uslar Pietri en 1963.

Su relectura, en estos días de obligado confinamiento, me ha permitido reflexionar sobre la noción que Caldera tuvo respecto a sus adversarios políticos, a quienes siempre trató con respeto y altura, sin regatearle méritos, sino exaltándolos dentro de la mayor equidad y sentido de justicia. En 1955 explicaba así esa actitud advirtiendo que «se puede luchar ardientemente sin negar el deber común de salvar lo fundamental que a todos nos vincula y obliga» (2). Así se podría definir el concepto de Caldera sobre sus adversarios políticos. Incluso, en un texto publicado luego de su muerte –titulado Despedida–, señaló que había tenido «adversarios políticos» pero, aclaraba a renglón seguido, «ninguno ha sido para mí un enemigo» (3). Y agregó después: «He intentado actuar con justicia y rectitud, conforme a mi conciencia. Si a alguien he vulnerado en su derecho, ha sido de manera involuntaria».

El historiador Elías Pino Iturrieta, prologuista de la citada obra, destaca en estos textos calderianos el «encomio de figuras junto con las cuales compartió el trabajo de establecer la democracia representativa a partir del posgomecismo». Y advierte más adelante: «Las páginas más convincentes y justas de Caldera se dedican a quienes fueron sus rivales en el juego habitualmente áspero de la política. Se acerca a sus antagonistas para valorar las obras que trascendieron el ámbito de las banderías. Distingue entre las menudencias y las colaboraciones trascendentales, para atesorar únicamente lo que se volvió aporte colectivo y enseñanza capaz de perdurar». En todo caso, anota el prologuista, estas semblanzas permiten «acercarse a la fibra humana de quien, según las versiones más trajinadas, fue o trató de ser inaccesible al prójimo. El afecto que ahora despliega hacia sus íntimos, así como sus consideraciones sobre los hombres con quienes antagonizó, señalan lo contrario».

Alguien podría señalar que tales semblanzas fueron escritas después de fallecidas esas figuras. Y es verdad, con excepción de Uslar Pietri, pues el discurso publicado fue pronunciado por Caldera para recibirlo como Académico de Ciencias Políticas y Sociales en 1956. Pero tal circunstancia no tendría ninguna importancia porque en vida de todos, el tratamiento que siempre les dispensó Caldera fue de respeto y consideración, como se analizará más adelante. Y ello es muy importante por cuanto su gesto de entonces acompañaría la sinceridad de sus escritos posteriores.

Rómulo Gallegos, «por encima del bien y del mal»

La primera semblanza es la de Rómulo Gallegos, con quien compitió por la presidencia de Venezuela en las elecciones de diciembre de 1947, siendo el escritor un hombre consagrado y Caldera apenas un joven de 31 años, pero convertido ya en figura nacional. Aquel tenía de antemano asegurada la victoria por una aplastante mayoría. Caldera lo sabía, desde luego, pero con su novel candidatura buscaba consolidar nacionalmente al partido que había fundado apenas un año antes.

A pesar de la diferencia de edades y concepciones políticas e ideológicas siempre hubo entre ellos una cordial amistad, marcada por el respeto y la consideración. Incluso, en cierto momento de aquella dura campaña electoral de 1947, el maestro Gallegos hizo una rectificación pública sobre alguna declaración suya contra el joven adversario, gesto poco usual en política, pero característico en quien siempre fue un modelo de caballerosidad y hombría de bien.

La reseña sobre Gallegos recoge la oración fúnebre que pronunció el entonces presidente Caldera el siete de abril de 1969, en ocasión de las exequias del gran escritor y ex Jefe de Estado, derrocado por los militares en 1948. Se trata de una sentida elegía al ilustre compatriota fallecido, en la que no se le ahorran elogios y justos calificativos que, en honor a la verdad, honran a este y también a quien los pronunció en nombre de todos los venezolanos. Así, Caldera rinde sincero homenaje al escritor, al maestro, al hombre público e íntegro, «al esposo devoto y al padre bondadoso» que llegó al fin de sus días «con el fulgor con que se sumerge suavemente en el ocaso, en la ilimitada extensión del horizonte, el sol de nuestros llanos».

Casi una década después, en 1978, al cumplirse 50 años de Doña Bárbara, Caldera escribió un enjundioso prólogo de una edición conmemorativa, no sólo referido a esta obra en particular, sino también a otras novelas galleguianas. En ese prólogo consignó importantes consideraciones sobre la personalidad política del escritor. «Estoy convencido –escribió entonces– de que Gallegos sabía que su destino era ser presidente y terminar por el derrocamiento en un exilio lleno de dignidad ejemplarizadora». Señaló que luego de su regreso del largo destierro, tuvo muchas oportunidades de conversar con él, por lo cual, agregó, «me siento con autoridad para afirmar que el Rómulo Gallegos que vivió en Venezuela entre 1958 y 1969 –aunque no hubiera podido curarse definitivamente del duro fracaso experimentado el 24 de noviembre y de la desgarradura de la pérdida de su amada Teotiste– fue quizás el venezolano más feliz, porque vio cumplidas sus esperanzas y despejadas sus angustias y porque en cierto modo la Venezuela que comenzó a vivir venía a ser como una nueva Altamira donde se estaban abriendo caminos y trajinando horizontes, como si fuera aquello un capítulo adicional al capítulo final de Doña Bárbara».

La admiración de Caldera por la figura patriarcal de Gallegos la demuestran también los comentarios que en sus clases de sociología hacía sobre la obra novelística del ilustre escritor, pues «al hacer referencia a ese gran documento social que es la novela venezolana, y la novela hispanoamericana en general, señalé siempre a Doña Bárbara como la obra optimista por excelencia» (4).

Andrés Eloy Blanco y «la multiplicidad de su talento»

Andrés Eloy Blanco y Rafael Caldera fueron las figuras estelares de la Asamblea Constituyente de 1947, por cierto, una de las más calificadas en la historia venezolana.

Como constituyentes, ambos fueron oradores excelentes, a pesar de sus estilos tan distintos. Ambos dictaron entonces cátedra de Derecho y de lógica jurídica. Ambos se lucieron en su capacidad argumental y en la solidez de la defensa de los principios que cada uno sostuvo entonces. Y en medio de aquella confrontación surgió una cordial amistad, como lo señala Caldera en la reseña El amortiguador de la Constituyente.

El poeta cultivó admirablemente muchos amigos, sin atender criterios políticos o ideológicos, ni de ninguna otra naturaleza. Por esa razón fue muy cercano al presidente Isaías Medina Angarita, con quien compartía bohemia y tragos, acaso el único dirigente adeco que lo hizo, lo que, al parecer, le valió reclamos desde su tienda política.

El poeta era 20 años mayor que Caldera. Este recuerda haberlo conocido, antes de 1936, «en alguna fiesta social donde le expresaría la admiración de nuestra generación adolescente por su obra literaria…».  Caldera cuenta que luego Andrés Eloy lo invitó al bautizo de su obra Baedeker 2000, acto realizado en el Ateneo de Caracas, cuando aquel apenas contaba 22 años. Ya se había destacado como líder de la Unión Nacional Estudiantil (UNE), autor de una laureada biografía de Andrés Bello y proyectista de la Ley del Trabajo. Obviamente, al poeta debió haberle llamado la atención la figura del joven universitario que ya despuntaba como líder emergente.

En 1941, siendo ambos diputados al Congreso, se iniciaría una amistad por encima de las diferencias que siempre hubo en los debates. Caldera lo recordaría luego como un orador «de extraordinaria vivacidad», quien con «la multiplicidad de su talento» enriqueció aquellas discusiones donde destacaban «los brillantes destellos de su ingenio». Igualmente subrayaría su papel como presidente de la Constituyente entre 1947 y 1948: «Él influyó, como ninguno, en mantener la unidad orgánica de un cuerpo dividido en fracciones ardientemente opuestas. Y cuando la violencia verbal hacía parecer imposible la permanencia de la minoría en el seno de la Asamblea, él buscaba en los inagotables recursos de su talento la manera de echar, sin aparecer desautorizando abiertamente a sus más apasionados compañeros, un refrigerio sobre el espíritu atormentado de la cámara, que era un eco del espíritu angustiado de la Patria». De allí que, con toda justicia, lo calificara como «el amortiguador de la Constituyente».

Cuando Andrés Eloy Blanco murió el 20 de mayo de 1955 en un trágico accidente automovilístico ocurrido en México, Caldera escribió como homenaje póstumo un sentido ensayo sobre su amigo, el hombre y el poeta, que debió publicarse en la revista Elite dos días después de la tragedia, pero la censura de la dictadura perezjimenista lo impidió. Tiempo después circuló de mano en mano y apareció en algunas publicaciones del exterior. Se trata del mismo texto que contiene la semblanza del poeta que venimos citando.

Rómulo Betancourt: «Un gran venezolano»

De los adversarios políticos cuya semblanza hizo Caldera sin duda fue Rómulo Betancourt con quien mejor se entendió siempre, dentro de una amistad respetuosa y cordial, correspondida recíprocamente.

El líder socialcristiano siempre destacó el papel protagónico e ideológico que cumplió Betancourt durante su larga vida pública. Llegó a calificarlo como «el venezolano de mayor importancia política de los últimos cincuenta años», tiempo, por cierto, que lo incluía a él también.

La relación política entre ambos tuvo varios momentos muy específicos, a veces enfrentados y otras aliados, pero siempre dentro del mayor respeto. Cada uno, a su manera, encabezó sus respectivas generaciones y transitaron luego un difícil camino en la lucha por la democracia venezolana y por un país mejor. Entre ellos hubo importantes diferencias, tanto desde el punto de vista ideológico como desde el punto de vista de su actuación política, pero también se registraron coincidencias notables.

La primera se produjo en 1936, cuando se dividió la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV), que entonces estaba influenciada por sectores de izquierda y tendencias marxistoides, cuyos directivos llegaron a solicitar la expulsión de los jesuitas del país y exigieron al gobierno lopecista garantizar «el carácter laico de las instituciones venezolanas contra los atentados del clericalismo intervencionista». Contra esa posición insurgió un sector de jóvenes liderizados por Caldera y al no ser escuchados decidieron separarse de la FEV.

Betancourt se opuso a aquella actitud de la mayoría de la FEV: en un artículo aparecido en El Heraldo, reafirmó su convicción de que tal conflicto «a ratos más bien temo que venga a hacerle el juego a los enemigos de la democracia, por cuanto puede sembrar elementos de desintegración entre las organizaciones políticas que son su más firme apoyo» (5). Al respecto, Caldera señalaría en una columna publicada en El Universal, también por esos mismos días, que aquel conflicto «sería ciertamente causa de desunión en el estudiantado, y hasta llegaría a trascender al ambiente nacional» (6). Como puede constatarse, los dos líderes, uno de 28 y otro de 20 años, coincidían —sin proponérselo— sobre la inconveniencia de haber planteado el conflicto religioso en el seno de la FEV.

En 1944 se producirá la segunda coincidencia. El 15 de mayo de aquel año se realizó un gran mitin en el Nuevo Circo de Caracas en protesta por la ausencia de incompatibilidades entre las funciones ejecutivas y legislativas (Uslar Pietri, por ejemplo, fue simultáneamente Ministro de Relaciones Interiores y Diputado por Caracas). En aquella concentración popular, Betancourt y Caldera –junto a Jóvito Villalba– se opusieron a tal práctica y propusieron el establecimiento de un régimen de incompatibilidades, por cuanto consideraban inconveniente que el Poder Legislativo continuara manteniendo una relación subalterna ante el Poder Ejecutivo.

La tercera coincidencia se dará en enero de 1945, a propósito de la designación de los diputados al Congreso Nacional que debía hacer el Concejo Municipal de Caracas, en virtud de que así lo establecía el régimen electoral de segundo y tercer grado, entonces vigente. Betancourt y Caldera acordaron presentar una lista de candidatos para enfrentar la del gobierno de Medina Angarita, integrada por Rómulo Betancourt y Lorenzo Fernández como candidatos a diputados principales; y como suplentes Gonzalo Barrios y Rafael Caldera. Esa plancha fue derrotada por la del gobierno, encabezada por Arturo Uslar Pietri y Carlos Irazábal, del Partido Democrático Venezolano (PDV) (10). Como puede observarse, la lista opositora la integraron dos posteriores presidentes de Venezuela, y también dos candidatos presidenciales derrotados en su oportunidad.

La cuarta coincidencia tendrá lugar el 18 de octubre de 1945, con motivo del derrocamiento del gobierno del general Medina Angarita por parte de la joven oficialidad militar y de un grupo de civiles, encabezados por Betancourt. Caldera y sus seguidores –aún no se había fundado el partido Copei– apoyaron tal acción.

Luego, en 1946, vino la ruptura y con ella agresivos enfrentamientos entre AD y Copei, aunque nunca entre Betancourt y Caldera en el plano personal, ni siquiera –como ya se anotó antes– entre Rómulo Gallegos y Rafael Caldera cuando compitieron por la presidencia en 1947. Lo cierto fue que luego del golpe de Estado contra el ilustre escritor vino la llamada década militar que abrió paso a la dictadura perezjimenista, concluida en enero de 1958.

En diciembre de aquel año fue la única vez que se enfrentaron Betancourt y Caldera por la presidencia de la República. Antes del proceso electoral se había firmado el Pacto de Puntofijo, que comprometió a los candidatos participantes –Betancourt, por Acción Democrática (AD); Wolfgang Larrazábal, por Unión Republicana Democrática (URD) y el Partido Comunista de Venezuela (PCV) y Caldera, por el Partido Social Cristiano Copei–, a realizar un gobierno de unidad nacional, con metas consensuadas entre todos ellos.

Lo demás es historia conocida: la experiencia del gobierno de coalición presidido por Betancourt y apoyado por Caldera y su partido hasta el último día, en medio de muy difíciles circunstancias, entre ellas, conspiraciones de la extrema derecha y la extrema izquierda, terrorismo urbano y guerrillas rurales, todas ellas derrotadas política y militarmente en su momento.

Caldera sería electo presidente en 1968, luego del gobierno de Raúl Leoni. Hubo entonces ciertos intentos dentro de AD que pretendían desconocer su elección y en esa situación tan peligrosa, agregaría Caldera en su semblanza sobre Betancourt, «debo decir, en cuanto a mí concierne, que no me cabe duda de que su palabra contribuyó a que se reconociera y aceptara el triunfo electoral que me llevó a la Presidencia de la República en las elecciones de 1968». Y no sólo eso: cuando se produjeron enconados enfrentamientos por la férrea oposición de AD al gobierno de Caldera, Betancourt «siempre hizo lo posible por lograr que, por encima de la lucha partidaria, hubiera la visión de esta institucionalidad que es de todos, que a todos nos corresponde y que todos estamos en el deber de preservar».

La parábola vital de Rómulo Betancourt, título de la reseña que comentamos, constituye una «justiciera aproximación a quien fue, como se sabe, seguramente su rival de mayor peso en el juego político», al decir de Pino Iturrieta en el prólogo de la obra. Y así es, ciertamente. Porque Caldera hace un análisis de la larga trayectoria política de Betancourt a través de una precisa comprensión de las circunstancias que la envolvieron y, a partir de esos juicios, destaca sus cualidades como estratega, ideólogo y estadista, con un profundo conocimiento y sentido de la Historia.

Al inicio de esta semblanza –en realidad, una conferencia inaugural de la Cátedra Rómulo Betancourt en la Universidad Rafael Urdaneta de Maracaibo, pronunciada el 19 de mayo de 1988–, Caldera señaló que seguramente este hubiera sido el tipo de homenajes que hubiera preferido: «Quizás, permítaseme decir, mucho más que algunas expresiones que él habría considerado un tanto cursis». Y agregaría luego: «Más que la deformación de una vigorosa personalidad que tiene un haber extraordinario dentro de la construcción de la Venezuela nueva y cuya realidad humana es, a mi modo de ver, superior al mito un tanto arbitrario con que a veces se la pretende sustituir».

Raúl Leoni: «Ejemplo de vida pública y privada»

No fue nunca estrecha la relación amistosa entre Leoni y Caldera. Fue, más bien, una vinculación tardía, respetuosa y cordial, a partir de 1959, siendo Leoni senador y Caldera diputado, cuando uno y otro presidieron sus respectivas cámaras legislativas. Así lo señaló el segundo en la semblanza del primero, contenida en la oración fúnebre que como presidente de la República pronunció en sus exequias en 1973.

Raúl Leoni, nacido en 1905, le llevaba once años a Caldera, y fue el presidente de la Federación de Estudiantes en 1928, detenido en el Cuartel San Carlos por los sucesos de la Semana del Estudiante. Inmediatamente, marcharía al destierro para regresar en 1936. Al poco tiempo, fue de nuevo expulsado del país, pero esta vez su ausencia sería breve. En 1941 figuró en el núcleo fundador de AD, y en 1945, al ser derrocado el general Medina Angarita, formó parte de la Junta Revolucionaria de Gobierno que presidió Betancourt. En 1948, el presidente Gallegos lo designó Ministro del Trabajo, materia que lo atraía, y al ser derrocado el escritor presidente salió a un largo exilio. Regresaría a la caída de la dictadura pérezjimenista en 1958.

Desde 1959, como presidente y vicepresidente del Congreso, respectivamente, Leoni y Caldera entablaron una relación amistosa y cordial, aunque no cercana en demasía. «Mientras se realizaban largas sesiones conjuntas, hubo amplias posibilidades de dialogar», dijo Caldera en aquel discurso. Hablaron entonces, entre otras cosas, de las experiencias de Leoni como presidente de la FEV en 1928. «Pero los mejores afanes de aquellos tres años en los cuales ejercimos las presidencias de las cámaras fueron los dedicados, con optimismo indesmayable, a la preparación, discusión y sanción de la nueva Carta Fundamental que entró en vigencia el 23 de enero de 1961».

En esa delicada tarea, agregaría Caldera, «nos tocó conjugar opiniones disímiles para obtener un margen de consenso como difícilmente lo ha tenido otro ordenamiento constitucional en Venezuela». Aquel texto fue rubricado por ambos líderes, y tal vez por esa misma circunstancia a nadie podría extrañar que ambos, en ese mismo orden, fueran elegidos sucesivamente presidentes de Venezuela en 1963 y 1968.

Y es que, para suceder al presidente Betancourt, los venezolanos fueron a las urnas en diciembre de 1963. En esa campaña electoral compitieron Leoni y Caldera, no obstante la curiosa situación de los dos: ambos eran candidatos presidenciales de los partidos que apoyaban al gobierno –AD y Copei– en virtud del Pacto de Puntofijo, una vez que URD, la organización política que lideraba Jóvito Villalba, se retirara de la coalición. Se trataba de una circunstancia muy peculiar, ciertamente, pues era absurdo que ambos se confrontaran, porque sus discursos electorales guardaban semejanzas en cuanto a la defensa de la democracia y del sistema de libertades ante la arremetida castrocomunista, mientras cada uno exponía su programa de gobierno, aspecto en el cual sí podían apreciarse algunas diferencias.

Pero mientras Leoni y su comando de campaña esquivaron enfrentarse con los candidatos opositores –Jóvito Villalba (URD), Arturo Uslar Pietri (Independiente) y Wolfgang Larrazábal (Fuerza Democrática Popular)–, el abanderado copeyano sí lo hizo con los dos primeros. Fue así como debatió por televisión con Villalba y luego con Uslar Pietri y, a juzgar por los resultados electorales, venció a ambos en cada ocasión. A eso se debió que, al final, Leoni resultara electo presidente y Caldera ocupara el segundo lugar, por lo que los candidatos del gobierno sumaron más del 50 por ciento de los votos.

En estas circunstancias, Betancourt recomendó a Leoni y a su partido continuar el gobierno de coalición con Copei, vistos los resultados y la lealtad de los socialcristianos con su gobierno. Leoni y AD rechazaron esa propuesta y más bien decidieron pactar con URD y el uslarismo. Caldera y Copei, por su parte, adoptaron una estrategia que llamaron «Autonomía de Acción» (AA), mediante la cual se deslizaron inteligente y prudentemente al campo opositor frente al gobierno de Leoni. Sus resultados fueron exitosos porque, a la vuelta de cinco años, Caldera resultó electo presidente en los comicios de 1968.

En todo caso, la actitud del líder copeyano frente a Raúl Leoni fue en todo momento de respeto y consideración. Por eso pudo decir en su semblanza que aquel fue «un venezolano eminente, lleno de mérito por el ejemplo de su vida pública y privada».

«Ojalá que este ejemplo –agregó el entonces presidente Caldera en sus palabras finales– sirva de lección perdurable a las generaciones jóvenes, ante las que debemos siempre demostrar la consideración que se debe a los hombres aun cuando se hallen ubicados en posiciones diferentes, y mantener la vinculación solidaria que impone el deber de servir a la Patria con amor a la justicia, en la libertad y con humana dignidad».

Arturo Uslar Pietri: «Uno de los valores más representativos»

Tal vez haya sido Arturo Uslar Pietri el adversario político de Rafael Caldera con quien tuvo mayores semejanzas en el campo intelectual, docente, académico y en la producción de una obra editorial sólida y sistemática.

Diez años mayor que Caldera, Uslar Pietri alcanzó notoriedad y poder político cuando apenas traspasaba la treintena, sin haber sufrido cárcel y exilio como muchos de sus contemporáneos de la Generación del 28, con cuyas luchas no estuvo  comprometido. Por el contrario, fue amigo muy cercano de los hijos del general Juan Vicente Gómez y luego funcionario diplomático durante su régimen. Muerto este, se estrenó entonces como el ministro más joven del gobierno del general Eleazar López Contreras en 1939. Al asumir la presidencia el también general Isaías Medina Angarita, Uslar Pietri  pasó a convertirse en su mano derecha como superministro y fundador y jefe del Partido Democrático Nacional (PDN), soporte del gobierno, hasta el punto de que el presidente llegó a decirle que él debería sucederlo en el cargo, pero que lamentablemente no reunía las dos condiciones imprescindibles entonces para ello: ser tachirense y militar (7).

De modo que cuando Caldera, con apenas 20 años, irrumpe en la política como líder de la UNE, ya Uslar Pietri está encaminado a ser hombre de poder. Ambos asumen caminos distintos. Caldera cree en la necesidad de un cambio profundo luego de la larga noche gomecista, y piensa que los causahabientes del dictador no se atreven a ejecutarlos, a pesar de poder hacerlo. Uslar Pietri, en cambio, sostiene que el proceso debe ser gradual, y por ello terminará siendo el gran ideólogo que convenció a Medina Angarita de no ceder ante la exigencia de entregarles a los venezolanos la decisión de elegir sus gobernantes, cuando se discutió la reforma parcial de la Constitución en 1945.

Al caer Medina Angarita el 18 de octubre de ese mismo año, Uslar Pietri es detenido, extrañado del país y juzgado en ausencia. Viaja a Estados Unidos y retornará en 1950. Desde entonces se desliga de la política. En todo este tiempo, Caldera siempre estuvo ubicado en la acera de enfrente a la de Uslar Pietri. No apoyó los gobiernos de López ni de Medina Angarita, a pesar de reconocerles sus aspectos evolutivos. Respaldó inicialmente, en cambio, la llamada «Revolución de Octubre», como denominaron sus autores al golpe de Estado contra el gobierno medinista y el conjunto de medidas y políticas adoptadas en los tres años siguientes. Ya como opositor, participó en los comicios convocados, tanto para elegir la Constituyente en 1946 como al presidente de la República en 1947. A la caída de Gallegos exigió a los militares restaurar la democracia y fue, junto a Jóvito Villalba, adalid en la lucha por escoger una nueva Constituyente en 1952, proceso que Pérez Jiménez abortó para adueñarse del poder.

La semblanza que Caldera hizo de Uslar Pietri en 1955 –contenida en el libro La Venezuela civil. Constructores de la República– fue a propósito de la incorporación de este último como Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Al académico Caldera le correspondió entonces responder el discurso del académico entrante. Aquel evento se cumplió diez años después del derrocamiento del general Medina Angarita, que –como ya se anotó antes– supuso también la abrupta interrupción de la ascendente carrera política del propio Uslar Pietri.

Por aquellos días la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez estaba en su apogeo. Uslar Pietri seguía retirado de la política, dedicado a sus actividades privadas. Caldera continuaba en la resistencia civil, tratando de mantener a flote su partido Copei y ejerciendo como abogado litigante y docente universitario.

Aquel discurso de Caldera constituyó un generoso reconocimiento a la actividad intelectual y a la preocupación de Uslar Pietri por el destino de Venezuela. La semblanza la inicia con una relación sintética de la obra literaria del nuevo académico. Luego analiza su labor en materia de historia, crítica literaria y temas de economía venezolana. También se referirá a la función docente y universitaria de Uslar Pietri, sin olvidar «la destacada figuración que ha tenido y el desempeño de posiciones sobresalientes, de lo que no es necesario hablar por ser sobradamente conocido y por constituir motivo de polémica a que no ha sido ajeno quien os habla».

Seguidamente, Caldera advirtió que, quizás, no era el más llamado a contestar el discurso del nuevo académico, pero que había aceptado con gusto el encargo de darle la bienvenida «a quien sin duda constituye uno de los valores más representativos de las generaciones venezolanas que han actuado después de 1935». Lo que sigue son sus comentarios sobre el discurso de Uslar Pietri, cuyo tema central lo constituyó la influencia del petróleo en la evolución moderna de Venezuela y de los venezolanos, apoyado en análisis económicos, datos y estadísticas, así como también sus densas interpretaciones sociológicas. Sin embargo, al analizar el concepto contenido en la frase uslariana sembrar el petróleo –entendida como su utilización para «fomentar otras fuentes de producción»–, Caldera considera más bien que esta puede ser parte de un concepto mucho más amplio, que él resume en otra frase igual de corta y efectiva: dominar el petróleo. Y ello significa «integrar de lleno la economía petrolera en la economía venezolana», nunca superpuesta aquella sobre esta.

Tres años después, la caída la dictadura pérezjimenista sorprende a Uslar Pietri detenido por haber firmado, pocos días antes, un documento de algunos intelectuales planteando que se cumplieran los derechos consagrados en la Constitución y las leyes. Se trata de su primera salida al ruedo político, luego de 13 largos años de aislamiento voluntario. Mientras tanto, Caldera se encuentra en Nueva York, luego de haber estado preso varios meses en la Seguridad Nacional. Pero ambos continuarán, al igual que en el pasado, senderos diferentes.

Ya se sabe lo que vino después de aquel fulgurante y peligroso año. En las elecciones de diciembre de 1958 Caldera participa como candidato presidencial y ocupa el tercer lugar, detrás de Betancourt y Larrazábal. Uslar Pietri sale electo senador por el Distrito Federal en las planchas de URD, gracias a un generoso ofrecimiento de su amigo Jóvito Villalba. Cinco años después, Caldera y Uslar Pietri competirán como candidatos presidenciales en las elecciones que gana Raúl Leoni. Como ya se dijo antes, Caldera llega de segundo y Uslar Pietri de cuarto, después de Villalba. Lo importante es que ambos se confrontaron en aquel proceso. Uslar Pietri trató –y tal vez lo logró– de restarle votos a Caldera dentro de la clase media. Tal vez esa circunstancia llevó al líder socialcristiano a debatir por televisión con el entonces candidato independiente.

De allí en adelante, Uslar Pietri actuará erráticamente en casi todo asunto político: de candidato antiadeco pasa a colaborar con el nuevo gobierno de AD, presidido por Leoni. Y de candidato independiente pasa a fundar un partido. Al poco tiempo se retira del gobierno de Ancha Base y del partido que fundara en 1964.

En 1968, Caldera ganará la presidencia de la República, derrotando a Gonzalo Barrios, candidato de AD. Uslar Pietri apoyará entonces un candidato independiente y desconocido para las mayorías –Miguel Ángel Burelli Rivas–, integrando un frente electoral junto con Villalba y Larrazábal.

En 1974, el presidente Carlos Andrés Pérez nombrará a Uslar Pietri como embajador ante la Unesco. Retornará al país en 1978. Vendrán diez años de hibernación, hasta que resuelve encabezar un grupo denominado «Los Notables», a los fines de procurar la destitución de CAP en 1993. Más tarde, enfrentará agresivamente a Caldera, cuando resulta electo presidente por segunda vez. Durante el carnaval del 2000, amargado y decepcionado, muere en su casa de Caracas.

Jóvito Villalba: «Uno de los grandes luchadores democráticos»

Cuando en 1936 Rafael Caldera y un grupo de jóvenes católicos se separaron de la Federación de Estudiantes de Venezuela y fundaron la Unión Nacional Estudiantil, Jóvito Villalba era el presidente de aquella organización, entonces nimbada por el prestigio y el apoyo de buena parte de la opinión pública.

Pero esa circunstancia no fue un obstáculo para que Caldera lo calificara –en un artículo a propósito de su muerte el ocho de julio de 1989– como «un brillante conductor de la generación del 28», cuyo discurso en el Panteón Nacional aquella Semana del Estudiante «fue para las generaciones que vendríamos después una especie de clarinada simbólica del deber que nos tocaría cumplir. La dignidad con que soportó grillos en las cárceles de la tiranía se constituyó en una especie de signo legendario del padecimiento de la juventud rebelde en una Venezuela arcaica que agonizaba, y su liderazgo el 14 de febrero de 1936 representaba la confirmación de que el viejo tiempo que se iba no volvería, y en caso de volver, jamás podría prevalecer».

Años más tarde, Caldera y Villalba transitarían veredas distintas. Villalba se aproximó a Medina Angarita, cuyo gobierno respaldó aunque no dejó de hacerle saber sus observaciones, entre ellas, la necesidad de establecer el voto universal, directo y secreto para elegir al presidente de la República y los senadores y diputados del Congreso Nacional. Otra importante materia en la que criticó las políticas del  régimen medinista fue la del ejercicio simultáneo de funciones ejecutivas y parlamentarias. Entonces se produjo la primera coincidencia entre Villalba y Caldera, a la que se sumó Betancourt. Los tres –como ya se anotó antes– hablarían en un mitin celebrado el 15 de mayo de 1944 en el Nuevo Circo de Caracas, convocado para protestar contra el sistema de compatibilidades vigente entre las funciones ejecutivas y legislativas.

No obstante, esa circunstancia, Villalba se opuso a los sucesos del 18 de octubre de 1945, que contaron con el apoyo de Caldera. Más adelante, ambos se opondrían al gobierno de AD y los militares, incluyendo también el que encabezó el escritor Rómulo Gallegos, elegido en 1947.

Sin embargo, la coincidencia entre Villalba y Caldera continuaría en los años siguientes. Ambos exigieron a los militares que en 1948 derrocaron a Gallegos la transitoriedad en su actuación y la convocatoria a elecciones, a lo que se comprometió el coronel Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta de Gobierno. Asesinado este último en 1950, lucharon para que se continuara aquel proceso, aun en medio de todo tipo de adversidades. Juntos lideraron la oposición democrática y civilista de cara a la elección de una Asamblea Constituyente en 1952, donde sus fuerzas obtuvieron el respaldo de las mayorías populares. El coronel Marcos Pérez Jiménez desconoció aquellos resultados y usurpó el poder para instalar una dictadura militarista y desarrollista en 1953.

Villalba fue entonces aventado al exilio. Caldera permaneció en el país. Y en enero de 1958 ambos coincidieron en Nueva York, junto a Rómulo Betancourt, cuando se produjo la caída de aquella dictadura. Entonces se comprometieron a lo que luego recogería el Pacto de Puntofijo, firmado en noviembre de ese mismo año por los candidatos presidenciales Betancourt, Larrazábal y Caldera, así como los partidos que los respaldaron. Al ser electo el primero ellos, su gobierno se apegó a aquel compromiso mediante una coalición entre AD, URD y Copei, de la que se retiraría tempranamente el partido de Villalba en desacuerdo con la condena contra el intervencionismo cubano que Betancourt promovió en la OEA.

El proceso eleccionario de 1963 sería la única ocasión en que Caldera y Villalba se confrontaron como candidatos presidenciales e, incluso, debatieron por televisión, en términos de mucha altura y profundidad. Fue la oportunidad en que, como ya se señaló, Caldera también compitió con Leoni –quien resultó victorioso– y Uslar Pietri, es decir, tres de los adversarios políticos que reseñó en La Venezuela civil. Constructores de la República.

Al ganar la presidencia el líder copeyano en 1968, Villalba, que había apoyado junto a Uslar Pietri y Larrazábal la candidatura independiente de Burelli Rivas, le hizo de seguidas una oposición agresiva y contundente a su gobierno. En las siguientes elecciones de 1973 presentaría su candidatura presidencial por segunda y última vez, pero resultó aplastado por la polarización entre AD y Copei.

En 1978 apoyó al socialcristiano Luis Herrera Campins y en 1983 al socialdemócrata Jaime Lusinchi, ambos triunfadores de aquellos procesos electorales, aunque su partido URD ya se encontraba en franca decadencia. Moriría cinco años después, el ocho de julio de 1989.

«Jóvito Villalba –resaltaría Caldera en aquella semblanza del líder civilista y democrático– era un ser de inteligencia lúcida, un líder de innegable carisma, un orador de brillo excepcional. Su vida quedó comprometida con el destino en los días memorables del año 28; su huella se marcó a través del proceso, a veces duro y áspero, que de largo parecía interminable, y que condujo definitivamente a demostrar, desde el 23 de enero de 1958, que el pueblo venezolano sí era apto para ser libre, para gobernarse a sí mismo y para marchar sin sufrir a sus espaldas la bota del gendarme ni la peinilla deprimente de los agentes de la barbarie (…) Jóvito Villalba será reconocido siempre como uno de los grandes luchadores democráticos de la Venezuela moderna».

Caldera: La Venezuela civil y civilizada

Quien lea estos testimonios hoy en día pensará, con toda razón, que se trata de otra Venezuela, tal vez muy distante en el tiempo. Se trata, sí, de otra Venezuela, aunque no tan lejana. Pero la conversión de la política en una siembra permanente de odios, iniciada por el teniente coronel Hugo Chávez Frías tan pronto llegó al poder y continuada por sus herederos, podría dar la sensación de que esa otra Venezuela, tan distinta a la de hoy, pertenece a una etapa histórica distante y recóndita.

Porque eso es precisamente lo que habría que destacar en torno a la noción de Rafael Caldera sobre el adversario político, especialmente en estos lastimosos tiempos que implican un regreso a la política del siglo XIX y la primera parte del siguiente, sustentada en la eliminación del adversario y su negación a todo evento, como ya se ha anotado.

La mal llamada revolución bolivariana se negó al diálogo desde sus inicios y señaló a sus adversarios como objetivos políticos y militares, como consecuencia de la concepción militarista de su extinto jefe. De esta manera, rechazaron de plano cualquier iniciativa de entendimiento y diálogo, cerrando puertas y ventanas a los demás sectores de la opinión pública, los que, por cierto, siempre fueron y siguen siendo mayoría, a pesar de que el chavismo en el poder se propusiera el ejercicio del poder de manera hegemónica, arrogante y autoritaria. Así fue como regresaron la política a su estadio más primitivo y criminal, negando no sólo el pluralismo y la diversidad, sino, incluso, la consideración del contrario en tanto persona humana.

De allí al igualamiento de la lucha política con la guerra fratricida no había mucha distancia y los hechos posteriores lo han evidenciado: opositores asesinados, desaparecidos, presos de conciencia, secuestrados, torturados y exiliados nos han retornado a las peores épocas, cuando dictaduras criminales se apoderaron del destino nacional, con sus lamentables resultados. Por eso mismo, en un libro que se publicó en 2006 7, escribí sobre los orígenes ocultos del chavismo, analizando las trágicas experiencias pasadas como sustento fundamental de la neodictadura que se ha venido implantando en Venezuela en los últimos años.

Por estas razones, los testimonios ya citados de Caldera sobre sus adversarios retratan fielmente el respeto y la consideración que tuvo por ellos, más allá de las confrontaciones que pudieron sostener, siempre en un plano de altura. Y hay más todavía: demuestran la admirable capacidad calderiana para resaltar los méritos y virtudes de sus contendientes, sin pizca de resentimiento y mucho menos de mezquindad y egoísmo. Por eso insisto en resaltar que se trata de un caso singular, pocas veces visto en la política venezolana de los últimos tiempos.

Pero evidencian también una luminosa etapa histórica, la Venezuela Civil, donde entre todos pudo hacerse un esfuerzo común, por encima de las naturales diferencias, abriendo siempre campo a las necesarias coincidencias en función del bien común de los venezolanos.

Notas

1 Alfredo Peña, Conversaciones con Arturo Uslar Pietri, Editorial Ateneo de Caracas, 1978, página 64.

2  Rafael Caldera, La Venezuela Civil. Constructores de la República, Grupo Editorial Cyngular, Caracas, 2014. Todas las citas referidas a los personajes referidos por Caldera –salvo una- han sido tomadas de este libro.

3  Rafael Caldera, Despedida, inserto la publicación En las exequias de Rafael Caldera, sin fecha ni mención editorial, páginas 7 y 8.

4   Rafael Caldera, Prólogo a la edición conmemorativa de los 50 años de Doña Bárbara, Editorial Dimensiones, 1979.

5    Gehard Cartay Ramírez, Caldera y Betancourt, Constructores de la Democracia, Editorial Dahbar, segunda edición, Caracas, 2018, páginas 46 y 47.

Ibídem, páginas 46 y 47.

7   Gehard Cartay Ramírez, Orígenes ocultos del chavismo. Guerrilleros, militares y civiles, Editorial Libros Marcados, Caracas, 2006.