Discurso del Presidente de la República de Venezuela Dr. Rafael Caldera ante el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos

Washington D.C., 4 de junio de 1970 

Hace una hora apenas, concluyó la visita oficial que, por invitación del señor Presidente de los Estados Unidos, he realizado a este gran país. He sido recibido con suma cordialidad y he tenido una ocasión invalorable de entablar un diálogo abierto y sincero, en el cual, al plantear los intereses y los derechos de Venezuela, he querido también dejar oír mi voz, si no como un representante autorizado, a lo menos como una expresión espontánea del pueblo de América Latina. 

Al terminar mi visita oficial a los Estados Unidos, y antes de regresar a mi Patria, me siento sumamente honrado al atender la invitación del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos. 

Las palabras tan ampliamente generosas, pronunciadas por el Excelentísimo Embajador de la Argentina, Presidente del Consejo Permanente de la Organización, comprometen profundamente mi gratitud, y son expresión del hondo afecto que, desde los tiempos gloriosos en que Buenos Aires y Caracas fueron los polos de una acción que recorrió en nombre y al servicio de la libertad, los campos y montañas del continente ha existido, existe y existirá siempre, entre su noble pueblo y el mío. 

Todos los habitantes de este hemisferio sentimos profunda admiración por el pueblo argentino; hemos considerado siempre como propios, sus triunfos; hemos estimado nuestras sus realizaciones, que lo califican en primera línea en nuestra familia de naciones. Sabemos que el pensamiento del Libertador San Martín, lo mismo que el de otros grandes constructores de su nación, como lo fueron Sarmiento y Alberdi, estuvo transido de un espíritu amplio de americanidad. Vivimos con usted y con su pueblo, señor Embajador, tanto la gloria de sus grandes realizaciones, como los hechos dramáticos que conmueven, o pueden conmover, a su país, como pueden conmover a otro de nuestros países; y le aseguro que cualquier dolor, angustia o inquietud en cualquier trozo de esta hermosa porción del universo, la sentimos en nuestro propio corazón, y, especialmente, cuando está de por medio la nación argentina.Ha invocado el señor Presidente del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, el nombre de Bolívar. Ese nombre es para nosotros no solo un talismán para curarnos de nuestras flaquezas, sino un compromiso para pensar en grande, tender nuestra mirada sobre dilatados horizontes y sentirnos responsables ante la humanidad. El nombre de Bolívar ha resonado aquí, hoy, en los labios calificados del representante de esa gran nación sureña, y hace apenas tres años resonó también en los labios de un Jefe de Estado de América Latina. El señor Presidente de México, lo mismo que usted, señor Presidente del Consejo y Embajador de la Argentina, recordó que en el pensamiento bolivariano está una fuente inagotable de nuestra solidaridad. Modestamente, pero con profunda satisfacción de saber que nació en nuestro suelo y de que en él conservamos sus sagradas reliquias, vengo también a invocar el nombre de El Libertador como nuestro guía, y a recordar que su mensaje, que tuvo una especial significación en Panamá, un día de Junio de 1826, está más vivo que nunca en esta hora. Este momento –que con razón ha llamado usted crucial–, lleno de inquietud como todos los grandes momentos de la historia, está profundamente saturado de esperanza, y nuestra generación siente entre sus manos el privilegio de hacer nacer, o dejar abortar, en nuestra tierra maravillosa, el advenimiento de una nueva humanidad. 

También Bolívar, para satisfacción nuestra, hizo que su palabra resonara mucho más allá de donde llegó la acción directa de sus hechos; y para mí es profundamente reveladora la circunstancia de que los mayores elogios que pudieran haberse dicho y escrito jamás del Libertador, lo fueron desde países distantes entre sí, al sur y al Norte, como los que antes invoqué y donde no pudo alcanzar el ejercicio de su actividad. Me refiero al Uruguay, donde la pluma insuperada de Rodó escribió el más hermoso el más emotivo y elocuente testimonio de la solidaridad de América con el pensamiento bolivariano. Me refiero a Cuba, donde el Apóstol José Martí, mártir de un ideal que ahora resuena con mayor fuerza en el fondo de nuestros espíritus, elogió a Bolívar en términos trascendentales, que hoy constituyen un llamado recibido con sensación de desgarradura en el fondo de nuestros pechos latinoamericanos. 

Estoy aquí, ante la representación calificada de los Estados de nuestro hemisferio, en momento en que la Organización de Estados Americanos va a poner en ejecución su nueva Carta; una Carta reformada para hacerla más ágil, para darle mayor virtualidad y eficacia. No creo que ninguno de los Estados aquí representados haya expresado satisfacción completa por el contenido de la reforma hecha. Pero creo que todos reconocemos que a través de esta reforma pueden encontrarse caminos más eficaces, que tiendan a poner la realidad de la OEA ante nuestros pueblos, como una realidad viviente, sinceramente preocupada por los problemas de América, dispuesta a enfrentarlos con eficacia suficiente, para dar una respuesta a hondos interrogantes que estamos sintiendo todos los días en contacto con nuestros compatriotas.

Quiero decir, sin embargo, algo que me parece de señalada importancia: la Carta es una forma; lo que cuenta es la conducta y el comportamiento. No es la reforma de los reglamentos y de las ordenanzas lo que ha de ser capaz de cambiar sustancialmente la imagen de una corporación como ésta. Los pueblos de América Latina, con mucho de doloroso escepticismo, pero con un fondo irrenunciable de esperanza están atentos a la nueva Organización de Estados Americanos que debe corresponder a la vigencia de la nueva Carta; y es precisamente la voluntad de cada uno de nosotros, de dejar a un lado tecnicismos y formalidades para entrar a la entraña misma, al fondo mismo de las situaciones, con espíritu generoso y amplio, teniendo siempre como norma el irrenunciable principio de la no intervención de nuestros países en los asuntos soberanos e internos de los demás; es la actitud para el diálogo –a veces necesariamente crudo– diálogo realista y objetivo, lo que puede y debe darle vida actuante y respetabilidad creciente, a un cuerpo como éste. Un cuerpo que, al mismo tiempo que es objeto de atención y de examen, ha sido el blanco de ataques y de críticas de quienes, quizás más que contra la Organización en sí, en el fondo estarían contra todo lo que signifique una amistad sólida, constructiva y fructífera entre los pueblos de nuestro hemisferio. 

No es este el caso de las grandes mayorías, entre las cuales, quizás las simpatías por la Organización de Estados Americanos no correspondan al grado de entusiasmo puesto en los ideales que le dieron nacimiento; pero lo que quieren y esperan las grandes mayorías de todos nuestros pueblos, es que del diálogo franco y cordial, así como del reconocimiento de los problemas y de la búsqueda de las soluciones, salgan remedios urgentes para necesidades urgentes; salgan remedios eficaces, para enfermedades que crecen con una velocidad expansiva, que apenas tiene comparación con la increíble velocidad que han alcanzado, en este tiempo, los descubrimientos de la técnica. Debo señalar como un hecho, para mí trascendental, que a mi entender debe marcar el rumbo de la nueva época de la Organización de Estados Americanos, y es que el diálogo ha comenzado a institucionalizarse de manera clara y efectiva. 

Se ha discutido y se discute entre los pueblos de América Latina, la existencia de este organismo dentro del cual, uno de los países soberanos que lo componen, tiene, por su volumen, su riqueza, su magnitud y su grado de desarrollo, un poder y una influencia desproporcionada, en relación a lo que podemos invocar en cada uno de los Estados que representamos. Hay en América Latina quienes piensan que tendría que surgir, separada, una Organización de los Estados de Latino-América, que pudiera analizar y discutir sus situaciones a fin de buscar fórmulas adecuadas a sus propias necesidades; y he escuchado, dentro de los mismos Estados Unidos y a través de personas muy 

calificadas, la interrogación de si no sería preferible que los latinoamericanos nos reuniéramos, y, una vez tomadas nuestras decisiones, discutiéramos, en plan de amistad y con mayor sentido de igualdad, los asuntos comunes con los representantes de los Estados Unidos. Sin embargo, yo pienso que el hecho de sentar en esta misma mesa al Embajador de los Estados Unidos, junto con los Embajadores de nuestras repúblicas, mayores o menores, constituye un fenómeno de docencia política al que debemos extraerle todas las consecuencias. Pueblos grandes, o chicos, ricos o pobres, todos tenemos y ejercemos, y queremos proclamar y defender, nuestra absoluta soberanía, nuestra propia personalidad, nuestro propio derecho a hablar y ser oídos, sin que por ello cerremos los ojos ante las circunstancias objetivas, cuyo análisis es indispensable para que nuestros propósitos y acciones puedan obtener satisfactorios resultados. Pero en el seno de la OEA se ha iniciado un mecanismo al que debemos vigorizar e impulsar. Ese mecanismo, que en paz, –sin que nadie lo haya objetado, sino al contrario, logrando la aquiescencia y el buen entendimiento de todos–, hace que, reunidos globalmente en el seno de la organización, encontramos procedimientos para que los latinoamericanos, países en vía de desarrollo, podamos analizar nuestros hechos y presentar nuestras conclusiones para ser discutidas cordialmente con la representación de los Estados Unidos.

Toda la América Latina vio con inmenso interés, el consenso de Viña del Mar y el hecho de que el señor Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, recibiera el encargo de entregar, en nombre de todos, las conclusiones de los países de América Latina al señor Presidente de los Estados Unidos, y de que pudiera hablar en nuestro nombre y hacer planteamientos que se escapan de la pequeña idea de obtener algún beneficio circunstancial para alguno de nosotros, en forma aislada y vergonzante, ese hecho ha sido saludado, con verdadera repercusión de optimismo, por todos aquellos que en nuestro hemisferio miran con preocupación creciente las circunstancias que se van presentando, y esperan que, como seres humanos, podamos encontrar fórmulas justas para afianzar la paz y lograr el desarrollo. 

En la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social en Caracas, se creó formalmente un órgano de consulta y negociación que fue saludado como un hecho afirmativo, de trascendencia inmensa, tanto por los representantes de los gobiernos latinoamericanos, como por los representantes del gobierno de los Estados Unidos. 

Puedo decir que, quizás por primera vez al cabo de varios decenios de existencia, ha empezado de verdad el diálogo; ya que el diálogo verdadero existe cuando nos damos cuenta de que en este hemisferio viven doscientos millones de norteamericanos y un cuarto de millar de millones de latinoamericanos, que estamos en la necesidad profunda de poner a marchar sobre nuevos caminos y nuevas bases, la vida de nuestros pueblos. 

Permítanme ustedes, señores Embajadores, les diga que la forma y el acento de este diálogo considero ha de generar incalculables consecuencias. Este diálogo, para que logre éxito, tiene que ser decoroso, sincero, de igual a igual; franco, porque cuando a través de palabras pulidas se ocultan dolorosas realidades, es imposible pretender que el resultado de las conversaciones pueda salir nada provechoso. Siempre he creído que más grave que una mentalidad imperialista en los países desarrollados, es una mentalidad colonialista en los países en vías de desarrollo. Justamente, el tomar conciencia de este hecho, el recordar los imperativos de nuestra dignidad y de nuestro destino, me parece algo fundamental que la historia se encargará de destacar, si tenemos constancia, sinceridad y el coraje para ir adelante en el cumplimiento de nuestro deber. 

El señor Presidente Nixon ha expresado en importantes documentos, puntos de vista que reconocen los planteamientos del grupo latinoamericano de naciones. Ha reconocido que el camino para elaborar los programas y realizar las acciones de cooperación, más que el de los contactos bilaterales, es el camino de las conversaciones y de los arreglos multilaterales. Frente al multilateralismo en los Tratados, en los Acuerdos de Asistencia, desaparece la tentación de aprovechar las circunstancias para exigir condiciones inconvenientes, tanto para el país que las recibe, como, en última instancia, para el país que las presta. Ha hablado de la liberalización de los créditos que pesan, a veces dolorosamente, sobre nuestras delicadas economías, y de la necesidad de ofrecer circunstancias 

que hagan más liviano el servicio de las deudas y más fácil el manejo de las cantidades que se nos conceden para poner en marcha nuestros proyectos. Ha hablado de que somos nosotros quienes estamos en la responsabilidad y en el derecho de elaborar nuestros programas, de saber qué es lo que nos preocupa, lo que nos interesa y lo que nos conviene; y de abandonar, totalmente, cualquier actitud paternalista que, desde un punto de vista determinado, pretenda imponer rumbos a quienes tenemos la vivencia directa de nuestra realidad. 

El señor Presidente de los Estados Unidos ha expresado, también su idea de que más comercio y menos ayuda sería la fórmula propicia para lograr nuestra transformación y nuestro desarrollo. Esta afirmación –sin olvidar que en algunas circunstancias, en algunos aspectos y por algunas emergencias, la ayuda es una exigencia inevitable de la propia naturaleza humana y de imperativos éticos innegables–, esta idea de que el comercio sustituya gradualmente y quizás con rapidez, a la ayuda, es una idea válida, siempre que el comercio sea justo y que, a través de él nuestros países puedan lograr lo que correctamente les corresponda. Sabemos lo que es la historia de nuestras relaciones económicas internacionales; sabemos que los precios de los productos primarios que salen de nuestros países los fijan los consumidores; que los precios de las maquinarias y manufacturas que importamos, los fijan los productores. Sabemos que están fuera de nuestro alcance, de nuestro territorio, de nuestras posibilidades directas de decisión, los términos de ese intercambio comercial, cuya historia, reducida a números, es uno de los documentos más acusadores que pueden esgrimirse en la historia de la vida de la humanidad. 

Por esta circunstancia, señores Embajadores, soy un partidario fervoroso de la tesis de la Justicia Social Interamericana. No veo por qué este concepto no deba encontrar pronta realización en los instrumentos jurídicos que fijan las normas de acción entre los pueblos. La Justicia Social es una conquista de nuestro tiempo. Cuando los códigos civiles individualistas eran los que regían las relaciones entre particulares, la expresión Justicia Social era considerada como disolvente, imposible y destructiva. La norma era, sencillamente, la de la Justicia Conmutativa: doy tanto para que me des algo igual, igual en cantidad, en calidad, numéricamente hablando, aunque profundamente desigual, en cuanto a lo que representa para quien lo da y para quien lo recibe. El concepto de la Justicia Social se abrió paso en la vida interna de las naciones. Aparecieron las leyes sociales, se reconoció que por encima del derecho a reclamar cada uno lo que le corresponde, en el sentido individual, la sociedad, como tal, tiene derecho a exigir de cada uno de sus asociados, lo que, de acuerdo con su importancia, sus capacidades y su responsabilidad, debe aportar para que la colectividad pueda subsistir y progresar. 

Así encontramos que en ninguno de nuestros países, hoy, deja de haber leyes que protegen de manera especial al trabajador frente al empresario, o al inquilino frente al arrendador, o al deudor frente al acreedor o a cada uno de aquellos que se encuentran en una situación que algunos autores llaman «hiposuficiencia» porque no tienen la capacidad necesaria para lograr el reconocimiento de los derechos que los asisten, e imponerlos frente a la otra parte. 

La Justicia Social llena las más hermosas páginas de la historia social y jurídica de la humanidad de nuestro tiempo; pero todavía los Tratados Internacionales de Comercio están imbuidos de un espíritu conmutativo de justicia individual. 

Cuando un país grande y poderoso, para reconocer las exigencias vitales de un país más pequeño, más débil, o más necesitado, le impone como contra-partida la obligación exactamente igual para, a costa de cualquier sacrificio, satisfacer una necesidad de poner los dos platillos de la balanza en un mismo nivel, se está olvidando que ha surgido un nuevo concepto, un nuevo sujeto de las relaciones jurídicas, que es la comunidad internacional, y que si creemos que existe una comunidad internacional, si realmente sostenemos que todos los hombres formamos una gran sociedad y que esa gran sociedad tiene el derecho de existir y de prosperar, es indispensable que en nombre de ella se exijan cargas y responsabilidades correspondientes a las posibilidades, a la fortaleza, al grado de desarrollo y de riqueza de algunos pueblos en relación a otros. 

Este es un punto de vista fundamental y profundamente protector. Hay una Encíclica social –de las recientes– en la cual se señala el peligro de que los programas de ayuda establezcan una nueva forma de colonialismo. Si la asistencia que los grandes países han de ofrecer a los países en vías de desarrollo, es considerada como un acto de filantropía, como una liberalidad graciosa, como un deseo de ser amable, pueden, acaso, surgir condiciones que quizás lleguen a ser onerosas para la estructura moral y material de los pueblos. Si se reconoce que los países poderosos, grandes, desarrollados, prósperos, al asumir cargas y responsabilidades mayores, frente a los países que se encuentran en vías de desarrollo, están cumpliendo un deber de solidaridad humana, entonces ese acto pierde todo lo que pueda engendrar de humillante, todo lo que pueda encerrar de condicional, para convertirse en el cumplimiento de una actividad por el papel que ese país que asume la ayuda, tiene por sus propias circunstancias y por las propias condiciones en que se encuentra. 

He dicho, –y no creo que con ello esté inventando nada–, que la circunstancia de ser más fuerte, más rico o de haber cumplido una etapa más avanzada de desarrollo, no le da a un pueblo mayores derechos, sino que le impone mayores responsabilidades. Y eso se lo he dicho con voz clara, amistosa y cordial, a los más altos valores del pensamiento y a los más calificados representantes de la dirección de la vida política de los Estados Unidos, como el país más poderoso, más desarrollado y más próspero de nuestro hemisferio. Y debo declarar aquí para estímulo de ese diálogo franco y cordial, que cuando las cosas se plantean abiertamente y se discuten volteando sobre la mesa las cartas que cada uno tiene, cuando se defienden con pasión y cuando se sabe que en el fondo no hay voluntad de dañar, ni de injuriar, ni de perjudicar, sino el deseo sincero de encontrar las bases de una amistad indispensable para que este hemisferio le pueda dar al mundo su contribución básica, a fin de que todos vivamos en paz y logremos el progreso, se obtiene, como respuesta, una disposición a oír, a discutir, a reflexionar y a analizar; y si esto no lo hacemos, y no lo hacemos ahora, habremos traicionado nuestro deber y desperdiciado el momento más propicio que nuestros pueblos han tenido para incorporarse, sobre un camino firme, a la conquista de su propio destino. 

Señores Embajadores: dejo sobre la mesa de ustedes esta tesis. Creo que si existe la justicia social, no hay ninguna dificultad en trasladarla, no ya en el sentido de la organización política, sino en el concepto de las relaciones humanas, desde el plano de la sociedad nacional al de la comunidad internacional. Tengo la impresión de que en los Convenios de Punta del Este está implícita la aceptación de esta idea, y sería absurdo que nosotros la desperdiciáramos, cuando ella representa la fundamental y primaria revisión que, a mi modo de ver, tiene que hacerse para poder encontrar un nuevo rumbo a las relaciones hemisféricas. 

Señores Embajadores: ayer ante el Congreso de los Estados Unidos; anteayer, ante los periodistas de esta gran nación, dije una frase y quiero repetirla, solicitando por ello de antemano la generosa comprensión de ustedes. Dije a los representantes del pueblo y de la opinión de los Estados Unidos, que tengo profundo orgullo de ser latinoamericano, y creo que este orgullo es necesario proclamarlo y afirmarlo. Tenemos altos valores que le dan una manera de ser especial a nuestros pueblos; tenemos un material humano extraordinario: cualquiera de nuestros más humildes muchachos, sacado de los más remotos lugares, sí tiene oportunidad de ir a un Instituto Tecnológico, es capaz de calificar entre los primeros y entre los más aptos para manejar los más complicados instrumentos salidos del entendimiento humano. Nosotros tenemos una manera de ser, y creo que el mundo necesita que esta manera de ser se haga presente. No hay ningún territorio para la humanidad donde el sentido ecuménico del hombre se logre de tal manera como en la América Latina. Allá tenemos hombres de todas las razas, de todos los pueblos, de todos los ángulos del universo, que han venido y vienen hacia un gran crisol donde lo que interesa es el hombre y donde hay la posibilidad de transmitir las emociones y las ideas a toda la humanidad. El hombre blanco cometió muchos pecados en sus relaciones con los hombres de los otros continentes. Yo he visto la angustia y acaso la desesperación con que dirigentes de los Estados Unidos se enfrentan cuando van a remotas tierras y son vistos como 

si representaran la herencia de aquellas graves épocas, de aquellos terribles pecados que se cometieron por otros hombres. 

El hombre de América Latina le puede hablar al hombre del África y del Asia y de cualquier continente con la misma libertad y la misma fraternidad con que le puede hablar al hombre de Europa y de los Estados Unidos. Tenemos un gran papel que cumplir para que la humanidad sea próspera y feliz; tenemos que hablar un lenguaje de optimismo, pero este optimismo tiene que nacer de la valoración de nuestra propia esencia y de nuestro propio mensaje; respetando y admirando las otras culturas, sin quitarle a nadie sus extraordinarias realizaciones, compartiendo con júbilo lo que Europa, lo que los Estados Unidos, lo que otros países desarrollados han logrado para el servicio de la humanidad. Tenemos que empeñarnos en ser nosotros mismos, en no disfrazarnos, en no adoptar otras posturas; tenemos una manera de ser y una forma de vida que nos califica como la representación más propia y más genuina del hombre ante toda la humanidad. Y así, hablando así, actuando en consecuencia y logrando que nuestro diálogo en organismos como éste, o en otros sitios, con un país tan poderoso como los Estados Unidos y con países tan poderosos –y a veces hasta un poco menos dispuestos a entendernos– como los países de Europa que nos legaron su cultura, sea franco y diáfano, presentándonos como somos y recordamos cual es nuestro destino, creo que podremos dar una gran contribución a la paz mundial. 

Cuando empecé mis palabras, señores Embajadores, invoqué el nombre de Bolívar, y lo invoqué sin egoísmo nacional. Bolívar luchó y triunfó, y a Venezuela no le dio un palmo de terreno más: luchó y triunfó, y después de la guerra nuestra población había disminuido en un 25%. Un sacrificio extraordinario, ¿al servicio de quien?, al servicio de la libertad, de la justicia, de la igualdad, de la unidad de los pueblos de América. Y lo mismo podemos decir de Miranda, el Precursor, el hombre que luchó en los ejércitos de España, en la campaña de la Florida, para colaborar a la Independencia de los Estados Unidos; el hombre que actuó como General en los Ejércitos de la Revolución Francesa; el hombre que fue recibido en las Cortes de la Gran Bretaña y de la Rusia y de todos los grandes países del mundo, y que a Venezuela fue a consumirse en la más hermosa y la más temeraria de sus aventuras. He invocado el nombre de Sucre, el inmaculado, el Mariscal glorioso, que hizo una personalidad y una figura mucho más allá de nuestra tierra, cuyos restos son venerados en Quito y cuyo nombre en la ciudad de Chuquisaca, recuerda que fue el primero y el más Ilustre Presidente de la República de Bolivia. Y voy a invocar el nombre de Andrés Bello: 30 años formándose en la vieja Universidad de Caracas; 20 años sufriendo y forjando su espíritu en las dificultades londinenses; sirviendo, después en Chile, pero teniendo desde el gran país austral cables de acercamiento; escribiendo, pensando, legislando, no para los contornos de una patria chica, sino para los destinos de la patria grande; porque cuando Bello legislaba en Chile pensaba en Venezuela; cuando Bello escribía sobre filosofía, sobre gramática escribía para los americanos. 

Su gramática castellana, reconocida todavía como la mejor que existe en nuestra lengua, no fue un documento teórico, sino un mensaje para conservar en la unidad del idioma de los pueblos hispanoamericanos, el mejor vínculo de solidaridad. Esos nombres están vigentes, esas figuras están de pie, nos invocan, nos llaman. En cada uno de nuestros países, una pléyade de hombres ilustres surgen no para hablarnos de mezquindades, sino para recordarnos el gran destino de nuestra familia latinoamericana. 

Señores Embajadores: el momento es realmente crucial. A veces, cuando se dice esto, se piensa en el lado peligroso del camino; pero cuando se afirma, como lo ha afirmado el señor Presidente del Consejo, es para recordar que si los caminos se cruzan, hay unos que nos pueden llevar a ninguna parte, al principio, a la pérdida de todas las iniciativas; pero hay otros que nos pueden conducir a la afirmación, a la consolidación y a la grandeza. Tomar este camino es responsabilidad de nuestra generación. Si afirmamos aquí, en todo nuestro hemisferio, la personalidad robusta, consciente y optimista de la familia latinoamericana, y encontramos las fórmulas para una amistad sin sombras con los Estados Unidos de América, como base de la vida de este hemisferio, entonces dejarán de decir 

otros pueblos, quizás con una piadosa sonrisa, que somos «el continente de la esperanza» y habrán de decir que somo el continente de la verdadera contribución al logro de la paz y del progreso de la humanidad. Muchas gracias.