La inmigración, una empresa nacional

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 16 de agosto de 1948.

 

Un artículo en apariencia intrascendente, del Proyecto de Ley de Inmigración que se discute en la Cámara de Diputados, sirvió de motivo para una clara definición de principios ante el grave problema de la inmigración. Se pudo poner de relieve la existencia de dos aspiraciones diferentes: la aspiración formulada por COPEI de hacer de la inmigración una empresa nacional (criterio que parece ser compartido por la representación urredista); y la aspiración defendida por Acción Democrática (con el apoyo paladino de la representación comunista) de hacer de la inmigración una empresa exclusivamente oficial.

El debate entre las dos fórmulas, refleja puntos de vista que en otros asuntos han aparecido también. En el fondo, el de la educación nacional es idéntico. O el empeño de interesar a toda la Nación (el «país nacional», que diría Gaitán, y no meramente el «país político») en la resolución de sus grandes cuestiones; o el asfixiante propósito de ponerlo todo en las manos omnisapientes, omnipresentes y omnipotentes del Estado, ese Estado que ya es, como lo reconoció el vocero de la mayoría, el Estado casero, el Estado comerciante, el Estado latifundista.

La polémica ante la inmigración surgió de la proposición copeyana de mantener (con las modificaciones que fueran necesarias) un artículo existente en el Proyecto originalmente introducido por la fracción de AD. El artículo supone que haya personas o entidades interesadas en fomentar la traída de inmigrantes, y estipula que ese interés han de ejercerlo con la autorización del organismo oficial encargado de cuestiones inmigratorias, el cual resolverá lo conducente. La Comisión Especial encargada del estudio del Proyecto introdujo una modificación, apoyada por la mayoría, de eliminar totalmente el artículo. Como complemento de esa supresión habría de introducirse el postulado de que la inmigración es asunto privativo del Estado.

Surgieron consideraciones múltiples alrededor del asunto. Se tergiversó el propósito copeyano de interesar a los particulares en los asuntos inmigratorios (ya en otro artículo había propuesto COPEI que se diera representación en la Comisión Nacional de Inmigración, consultiva y ad honorem, a los grupos sociales aptos para orientar el movimiento inmigratorio) pretendiendo presentarlo como una actitud «liberal» (en el sentido de liberalismo absoluto) y como un deseo de eliminar el control del Estado para dar fácil entrada a elementos de un nivel de vida inferior al del pueblo venezolano con el objeto de permitir su explotación inhumana. Esa tergiversación resultó un simple truco, ya que nuestra moción conservaba el movimiento inmigratorio, sin control del Estado sobre el identificar «control» con «absorción total», y ya que apoyamos las disposiciones restrictivas contra los inmigrantes que pudieran ser considerados inconvenientes y contra la explotación usuraria o tratos injustos de que pudieran ser víctimas los inmigrantes.

Salió a campear en el Parlamento la figura señoril de Alberto Adriani, el malogrado gran estadista joven que entró por la puerta grande de la Administración Pública en los primeros días de 1936. Se le invocó para rechazar la tesis copeyana, y COPEI pudo recoger sus palabras textuales para demostrar que no era otra tesis que la tesis de Adriani la que defendimos con ardor. Resultó demostrado, y los malabarismos verbales no fueron capaces de ocultarlo, que el artículo que sosteníamos provenía sin duda del mismo Dr. Alberto Adriani, quien firmó la Ley de 1936, la cual reflejó punto importante de sus preocupaciones.

Un tremendo contraste se observa entre la preocupación progresista de Adriani, en el sentido de dar impulso audaz y firme al movimiento inmigratorio, y al principio asentado en la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley presentado por Acción Democrática, según el cual la función del Estado debe orientarse hoy principalmente hacia un criterio selectivo, hacia una restricción en la admisión de los inmigrantes. Por el contrario, Adriani sostenía como también afirmación básica la de que «la prosperidad económica y el adelanto social de nuestro país dependen de un aumento de su población».

No fue que ignorara Alberto Adriani los problemas sociales y políticos agitados en la Europa convulsa, causa segura de perturbaciones sobre los países que recibieran un notable caudal inmigratorio. Pero puso la necesidad colectiva por encima de aquello.

«Las perturbaciones políticas recientes de Europa –expresó–, sobre todo la difusión del bolcheviquismo y de sistemas más o menos afines, que tienden a destruir la propiedad y cambiar violentamente el actual orden social es, en la opinión de algunos, un motivo suficiente para impedir toda inmigración europea. Sin embargo, los países de dónde podría venirnos inmigración no son, en manera alguna, revolucionarios bolchevizantes. Por otra parte, tales peligros serán ilusorios entre nosotros, en donde no hay asociaciones obreras de carácter revolucionario ni posibilidad de que se formen porque la industria es escasa. Una gran parte de la inmigración iría a la agricultura, en donde la asociación es casi imposible y la posibilidad de llegar a ser propietario no ha ofrecido gravedad, ni siquiera en países como los Estados Unidos y Canadá, con masas innumerables de inmigrantes, grandes industrias y ciudades populosas. En países agrícolas, con propiedad distribuida, como es el nuestro, no se presentarán nunca revoluciones de carácter comunista. Otros afirman que los inmigrantes europeos representan tentáculos de imperialismos peligrosos y dan lugar a reclamaciones pecuniarias y conflictos diplomáticos de vario orden. Tales peligros son, por lo menos, exagerados… La posibilidad de reclamaciones y conflictos diplomáticos no puede descartarse, ni tampoco otros inconvenientes menores. En la vida social todo es relativo, todo tiene sus lados desfavorables y la sola cuestión que tiene real interés es la de saber si las ventajas superan o no los inconvenientes».

La cita impropia del doctor Adriani, traído equivocadamente para defender con un argumento de autoridad la actitud de AD, al suprimir un artículo de una Ley que sin duda se debe a Alberto Adriani, sirvió para poner de relieve al Adriani verdadero, en talla previsiva y creadora de estadista. Pueden verse quizás con reserva algunas de sus concepciones, pero en su pensamiento resalta una gran madurez científica y un profundo sentido patriótico. Mal podía invocarse el nombre de Adriani para apoyar un criterio timorato y restrictivo en materia inmigratoria, él que estaba llamado a ser «el Alberdi de Venezuela (Picón-Salas), administrador de Sarmiento y de Alberdi, que habían conocido circunstancias de nosotros tuvieron la decisión de vencerlas».

El hombre convencido de que «con ciertas modificaciones podría proponerse para Venezuela el mismo plan de reformas y de medidas que Sarmiento y Alberdi proponían para la Argentina bárbara del 50 y tantos», no podía apoyar el criterio menguado de hacer de la inmigración una mera empresa oficial. Él habló de intervención frente al liberalismo: intervención, no absorción estatista. El inspirador de la Ley del 1936 estaba inspirado en el modelo del famoso «gobernar es poblar» y por eso, la lectura de sus párrafos, que no dejaron de levantar ampollas en muchas epidermis, vino a ser el más autorizado respaldo para la tesis de hacer, con el control del Estado y las restricciones indispensables de la inmigración, una empresa nacional, no del Gobierno solo, sino de todos los venezolanos.