El círculo vicioso

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 21 de agosto de 1949.

Cansada estaba, sin duda, la colectividad, del ajetreo demagógico del régimen adeco, cuando ocurrió el golpe militar del 24 de noviembre. Ya hoy, trascurridos nueve meses de relativa calma, se siente cada vez más la necesidad de un debate político de altura, de una orientación clara y precisa, formada a través de una honesta clarificación de perspectivas y compartida por gruesos a la par que conscientes sectores de la opinión pública.

Es posible que hasta el oído de los gobernantes tratan de insinuarse voces en el sentido de que se prolonguen el silencio y la aparente calma y que se deje «para después» la definición de un rumbo. Esas voces, expresivas unas de timidez y las otras de ambición, representan una escuálida minoría. Quienes andamos por la calle, metidos entre el pueblo, escuchamos, por lo contrario, un sincero y unánime clamor: el de que empiece la búsqueda de la fórmula justa y salvadora para ganar la institucionalidad.

Esa es la conversación del obrero, del chofer, del pequeño o del menos pequeño empleado de comercio, del industrial o empresario. Sin que sea necesario nombrar a los intelectuales, periodistas, profesionales o estudiantes. Cuando hablan con quienes hemos actuado en la vida política en cumplimiento de un deber patriótico, con quienes hemos venido reclamando desde años atrás el que Venezuela se gobierne bien, aflora la pregunta, teñida de inquietud: ¿adónde vamos? Hay la ansiosa demanda de que se les señale un rumbo. Un rumbo claro que ofrezca a todos la indispensable confianza para trabajar con optimismo y ganar el destino de justicia y progreso a que tiene derecho nuestro pueblo.

Nuestro pueblo sí tiene derecho a vivir en paz, con justicia y progreso. Víctima de los peores calificativos, él ha hecho a veces acto de presencia, airada y destructora, en momentos terribles. Pero éstos han sido excepción. Con absoluta sinceridad lo he defendido y lo defiendo de los cargos que le hacen muchos pretendidos voceros de sus clases dirigentes. El pueblo nuestro ha sido noble, bueno y dócil. Nunca pueblo alguno fue objeto de más venenosa y sistemática propaganda que la que desde el poder se le ha hecho en los últimos años. Rara ha sido la voz que le ha indicado el camino del deber. Rara la ocasión en la que se le ha querido dar orientación honrada. Los asuntos más graves y delicados –educación, trabajo–, han estado casi siempre mayoritariamente en manos de la demagogia. El pueblo pudo gozar de impunidad, a voz en cuello prometida desde los círculos trazados alrededor del mando, para arrasar vidas y propiedades. Al pueblo se le incitó a menospreciar y atropellar. Casos hubo de atentados impunes, como para alentar con el ejemplo. Y si el pueblo venezolano prefirió no convertir su patria en una inmensa hoguera, es a él a quien debe agradecérsele.

Tengo por ello la firme convicción de que del dolor nacional venezolano, mucha más culpa que su pueblo han tenido sus clases dirigentes. Es a ellas a quienes precisamente hay que hablar ahora. En momentos en que no existe la esfervescencia bulliciosa que lleva las palabras hasta las capas más densas de la población, las columnas de la prensa se dirigen especialmente a quienes por temperamento, por responsabilidad o aun meramente por ubicación social, tienen el deber de mantener viva su preocupación política. A ellas, con esta defensa del pueblo, va un llamado sincero, para que se piense en la patria, no en función de nombres propios, personales, sino en función de valores eternos; no en función de presente mezquino, sino en función de futuro generoso.

No dejemos, pues, que una filosofía barata encierre el futuro nacional en círculo vicioso. Tal harían quienes infundieron al Gobierno un temor, que no debe tener, frente a las fuerzas derrocadas el 24 de noviembre. Los adecos salieron del poder sin pena ni gloria, cuando tenían todos los recursos en la mano. ¿Por qué? Porque el pueblo no tenía ya fe en ellos. Piense cada uno en el sector de pueblo dentro del cual actúa y convendrá en que los males sufridos por Venezuela no han estado en el pueblo, sino en los agentes que lo tratan de envenenar y corromper. El agente demagógico ha sido el instrumento pernicioso; pero su derrota no se logra cuando se mantienen sus actividades en la clandestinidad. Como los gérmenes nocivos, los demagogos no infectan el corazón popular sino cuando la oscuridad protege sus maniobras. ¡No resisten el sol!

Un círculo vicioso envolvería la idea derrotista de que el pueblo no puede tener libertades porque se va a las toldas marxistas. Tal idea lleva a entregar el alma popular en manos del marxismo. Pero aquella impresión se disipa con facilidad. Es la libertad, la palabra serena y clara que oriente, la que forma en el corazón del pueblo la mejor resistencia a la disolución social y al mismo tiempo, la base de la grandeza nacional.

El pesimismo provoca a veces reacciones inmediatas de energía, pero a la larga conduce al derrotismo. En los últimos días, se empiezan a notar algunos saludables síntomas del propósito de reconocer a la prensa mayor amplitud para enfocar cuestiones nacionales. Sin timidez debe adelantarse ese camino. Ya ese sería el comienzo. Y si somos muchos todavía los venezolanos que creemos en la sinceridad y patriotismo del movimiento efectuado en noviembre, a pesar de la infiltración solapada del susurro clandestino que va de oído en oído vertiendo desconfianza e invocando pretendidas razones sociológicas, estoy seguro de que seremos muchos más, con el solo hecho de que se comiencen a dar pasos firmes hacia la instauración de un régimen institucional.