El voto como deber

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 11 de diciembre de 1949.

No pueden negarse aspectos favorables al interés demostrado en la prensa por el próximo Estatuto Electoral. Nada más grave hubiera sido que una conspiración de silencio contra algo que representa el primer paso hacia la dotación de un orden jurídico al país, indispensable para gozar de sólida y efectiva paz y para propiciar una ambiciosa obra de recuperación social y económica.

Del lado de las fuerzas desplazadas, el ataque representa una explicable, aunque miope posición. Para ellas, las únicas elecciones perfectas son y serán las que se realicen bajo su control gubernativo. Ya lo he dicho en un artículo anterior. Para ellas, lo más grave sería la realización de elecciones correctas. Un régimen de fuerza sería más fácil de atacar, para conservar siempre en las manos la bandera de la subversión. Y esto les preocupa más que el interés nacional. Desde otro ángulo político opuesto, también se ha atacado el proyectado Estatuto, en cuanto a que se quisiera un sufragio restringido. En consciente de que el voto de los analfabetas conduciría a un triunfo de las fuerzas de extrema, con su cortejo de inquietud, de rencor. Se parte del prejuicio de que saber votar es lo mismo que saber leer. Y se expresan las preocupaciones que en todas partes ha suscitado el mecanismo del sufragio; olvidándose, quizás, de que hasta ahora, los remedios ensayados han resultado peores que la enfermedad.

También de estas últimas razones me he ocupado con anterioridad. Pero hoy quisiera expresar una idea que, consecuente con la actitud sostenida por mi partido en 1946 y con un punto comprendido en su programa, puede contribuir a hacer del proceso electoral una jornada más genuinamente demostrativa de la voluntad nacional. Se trata de hacer más democrática la consulta electoral; es decir, se trata de lograr que el sufragio universal –al cual hay que recurrir mientras no se invente algo más cónsono con las aspiraciones humanas de mejoramiento político– sea verdaderamente universal, llevando a la urna electoral a todo ciudadano. Haciendo votar a aquellos ciudadanos que no aman la lucha política; que no tienen pasión enconada en el debate, pero que representan por ello un factor de moderación, de reflexión y de apartamiento de banderías extremas. Se trata de la obligatoriedad del voto.

Que el voto no es simplemente un derecho individual (el derecho de votar por este o aquel candidato, o de expresar su rechazo a todos votando por cualquier otro o por ninguno) sino un deber y una función social, lo reconocen hoy casi todos los buenos tratadistas de Derecho Político. Ese derecho implica profunda responsabilidad. Si queremos salvar la democracia debemos impedir que con el nombre de voluntad popular se cubra la expresión del querer sectario de minorías agresivas. ¿Cómo? Mejor que con medidas restrictivas, con disposiciones positivas: haciendo votar a la Nación entera.

La experiencia del sufragio obligatorio, su eficacia a través de sanciones adecuadas, ofreció resultados elocuentes en la Argentina, inspirada a su vez en la experiencia belga. La obligatoriedad del empadronamiento y del voto se está consagrando en casi todas las Constituciones de América. La de Brasil de 1946 (art. 133); la de Ecuador de 1946 (aunque en forma parcial, art. 22); la de Uruguay de 1942 (art. 68); la de Paraguay de 1940 (art. 39); la de Cuba de 1940 (art. 97); las de Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, la del Perú, de 1933, en su texto vigente en 1947, están entre las muchas que consagran ese deber. La Constitución italiana de 1947 afirma explícitamente que el ejercicio del voto es «deber cívico y moral», es decir, que no se mantiene en el plano de lo puramente ético. Y la eficacia del principio residen en que se establezcan, aprovechando los ensayos hechos en otros países, sanciones convenientes y un procedimiento expeditivo para aplicarlas.

Nosotros en 1946 nos pronunciamos por la obligatoriedad del sufragio. No fue aceptada la iniciativa. Ratificando su firme criterio al respecto, COPEI incluyó en su programa esta aspiración como una conquista genuinamente democrática. Hoy creemos que se ofrece una oportunidad para luchar por ella.

Precisamente, en los editoriales de «La Esfera», donde más duramente se ha atacado la idea de mantener el voto a la mujer en igualdad de derechos con el hombre, al mayor de 18 años y al analfabeta, se ofrece campo propicio a una amplia zona de convergencia que puede conducir a que el Estatuto Electoral de 1950 tenga el respaldo de todos –aún los más divergentes– sectores de opinión. «Es la única manera de hacer en Venezuela una función efectiva del sufragio, y de compensar la concesión de la facultad de sufragar para los venezolanos de ambos sexos, aun para los analfabetos que hayan cumplido los diez y ocho años», dice uno de esos editoriales; y expresa otro: «Si por imposiciones del momento el voto ha de ser concedido a quienes apenas acaban de cumplir los diez y ocho años, convirtiendo así los torneos electorales en fiestas escolares, debe, al menos, promulgarse en la misma ley una contrapartida, la del sufragio obligatorio, a fin de que la forzosa participación en los procesos políticos de los ciudadanos de madurez mental y fisiológica compense el atolondramiento y la impreparación juvenil de las grandes masas de venezolanos que concurrirán a las urnas prematuramente en virtud del nuevo Estatuto… A la obligatoriedad del voto compensaría, como dijimos, la participación de los menores y de los analfabetos, equilibrando los factores sociales en la lucha política» (véase «La Esfera», del 8 de diciembre de 1949).

El voto universal, como obligación jurídica y moral a la vez que derecho del ciudadano, viene a resultar, así, una de las conquistas más democráticas y de mayor alcance nacional que podría contener el nuevo Estatuto. Al proponerlo, tenemos la firme convicción de que él contribuiría a hacer más sólida y sincera la participación de la Nación entera en la determinación de su destino.

Quienes hacen bandera de la democracia, no podrían rechazarlo sin poner al descubierto una falta de sinceridad democrática. Y si, por otro lado, esta institución se aprecia como una compensación razonable por quienes se han opuesto al voto de la mujer, del mayor de 18 años y del analfabeto, podría llegarse a la conclusión de que allí está la clave más segura para obtener el amplio apoyo nacional, necesario para el feliz desarrollo del próximo proceso.