El voto de los analfabetas

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 4 de diciembre de 1949.

Hay personas, aquí y en todas partes, que se llenan de angustia cuando se habla de elecciones. No les falta su parte de razón, por lo que de agitación envuelve un proceso electoral y lo que de incertidumbre ofrece su resultado; pero, los que así piensen, reflexionen sobre el extremo opuesto, observen los riesgos y peligros que ofrece la otra alternativa y convendrán en que vale la pena afrontar con valor y optimismo la emergencia de una consulta electoral.

No se me oculta que las elecciones no han sido en Iberoamérica lo que son en Suiza, Inglaterra o los Estados Unidos. En aquellos países, la suerte de la Nación se juega con la envidiable serenidad con que un hombre de mundo es capaz de jugarse toda su fortuna en una mesa de sociedad. Además, cualquiera que sea el resultado, la posibilidad de rectificación no se pierde: se sabe que, al cabo de uno o más períodos, el pueblo será consultado nuevamente y habrá el «chance» de que la colectividad se aparte de un camino que puede conducirla hacia el fracaso. En nuestros pueblos, la cosa es más drástica: la propaganda se hace con ansia destructiva, el debate suele trasladar su violencia verbal al campo de los hechos, y hay contendores a quienes no los anima el deseo de hacer honesto juego democrático sino que quieren llegar al poder para acabar con los demás. Pero, así y todo, el camino que la experiencia ofrece es el del ensayo electoral reiterado, hasta lograr que los mandatarios se elijan pacíficamente y que todos convengan en que la fórmula de la alternabilidad electoral es, pese a sus defectos, la menos mala que se ha ensayado y que se ofrece.

Ese ha sido el drama de nuestra generación, y ese el valor del ejemplo ofrecido por los partidos demócrata-cristianos de Europa. Es dramática la inquietud de ver cómo la democracia deriva por cauces de atropello, la libertad cede su paso al alboroto, la acción directa aspira a reemplazar al sufragio, y la justicia social se convierte muchas veces en antifaz del odio negativo. Pero es ejemplar, el que en países atormentados por la guerra y maltratados por ensayos totalitarios, un grupo de líderes honestos, conscientes y audaces, afrontaron la responsabilidad de ir al pueblo y de confiar a las urnas electorales la decisión suprema. De ese drama y ese ejemplo, dejando siempre a salvo la convicción de que más que el sistema importa el hombre y de que en la estructura humana de los directores reside la clave primordial del resultado, ha llegado nuestra generación a un resultado claro, cada vez más claro: el de que para solucionar los problemas actuales, han fracasado los métodos de fuerza, y el de que para curar los propios males que han hecho al mundo desconfiar en los sistemas democráticos, la verdadera solución reside en los métodos de la democracia, sirviéndose de ellos como el mejor instrumento para salvar la verdadera y noble esencia de los principios democráticos.

No es, pues locura impulsar un nuevo proceso electoral. Locura sería entorpecerlo. Inconcebible error sería hacerse a la trágica idea de que el pueblo tiene que estar con quienes representan su ruina, su destrucción, su atraso. Hay que ir al pueblo y ganar allí la batalla. De no hacerlo, se vivirá siempre con la mentalidad de no poder hacer planes duraderos ni enfocar con ideas definitivas la solución de los más graves problemas nacionales. El resultado sería, no el de un «paréntesis de facto» en la vida institucional de la República, sino, uno o pocos «paréntesis de orden» en medio de disolvente anarquía.

El asunto del voto a los analfabetas, tiene estrecha relación con el planteamiento que precede. Porque no faltan quienes –con la más sana y patriótica intención– contemplan el asunto a la luz de un solo razonamiento y juzgan precipitadamente sobre tan delicada cuestión. Dicen, por ello, que el voto del analfabeta representa el triunfo de la ignorancia: y que reconocerlo es demagogia o irresponsabilidad.

El problema no es tan simple. En teoría, el que no sabe leer no sabe votar; en la práctica, ese voto tiene también sus dificultades, que obligan a utilizar un mecanismo cuyas imperfecciones es arduo vencer. Pero esos argumentos hostiles, teóricos y prácticos, tienen mucho reverso. Saber leer y saber votar no significan lo mismo. El sentido común está ausente de muchos alfabetos y es envidiable el que tienen muchos analfabetos. La responsabilidad tampoco es un atributo de la facultad de leer y escribir: ¡cuántos irresponsables que apenas medio leen o escriben vendrían, en un sistema de sufragio restringido, a jugar con la suerte de la mayoría de sus compatriotas!

¿Qué significaría, en una ley electoral, el requisito de saber leer y escribir? Hay gente que sólo pone su firma y magulla algunas palabras al ver un texto impreso. Esa gente representaría un peligro social más grande que el analfabeto por tener la desgracia de creer como dogma de fe lo que vaya en letras de imprenta. Por otra parte, ya se sabe que donde este requisito existe, es fácil realizar fraudes incontrolables, en cuanto que los partidos y grupos políticos enseñan a los electores a escribir, nada más, el nombre de los candidatos. Los medio ponen entre garabatos, y vaya usted a juzgar sobre la anulación de esos votos.

El argumento de que el analfabeto no debe tener el mismo voto que el alfabeto conduciría, en última instancia, a negar el sufragio universal. Porque, si sólo pudieran votar aquellos a quienes en conciencia se reconoce la apreciación exacta de los grandes asuntos de la vida colectiva, el número de electores vendría a ser una limitadísima minoría. Volveríamos al sistema censitario de épocas pasadas, para lo cual sería necesario hacer caso omiso del tiempo y de la historia. Eso es imposible. Y como lo es, pretender dejar el sufragio en manos de quienes puedan «decorar» (y no digerir) alguno que otro artículo escrito en algún periódico de partido, resultaría, además de inconveniente, injusto.

El remedio no está, por consiguiente, en que el analfabeto no vote. El remedio está en lograr que vote bien, orientándolo, ilustrándolo, entusiasmándolo; haciéndole «sentir» la verdad y la justicia de la causa por la cual va a depositar su voto. La llamada opinión pública es más un «sentimiento» que un pensamiento. Los campesinos de los Andes –alfabetos o analfabetos– por ejemplo, demostraron en tres elecciones consecutivas que eran capaces de comprender y de sentir un ideal: y votaron por COPEI con conciencia, sin hacer mella en sus ánimos el halago o la coacción del gobierno adeco.

Si pudo o no írseles dando en forma progresiva el derecho de voto, en vez de atribuírseles de repente, es clavo pasado. La verdad es que se les dio. Lo ejercieron, unos bien otros mal. Quitárselos sería marcar el resultado de toda nueva elección con la mácula de una sospecha. Sería dejar en manos de los apóstoles de la subversión, la bandera del número minoritario de sufragios. La inmensa mayoría de nuestros ciudadanos son analfabetos, generalmente más trabajadores que los semi-analfabetizados. Más en contacto con nuestra realidad y menos deseosos de parasitar en las ciudades.

Esa es la convicción que me ha movido a defender, como lo dispuso el Directorio de COPEI tras madura reflexión, el voto de los analfabetas. Y a quien diga que lo hacemos por demagogia, piense que estas líneas no van escritas para quienes, por no saber hacerlo, no podrán leer su contenido.