Vivienda popular: clamor de angustia

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 13 de febrero de 1949.

Rancho, casa de vecindad, dolor punzante de la ciudad que crece y del campo que muere. Cartón y latas sobre la tierra ruda, sobre el pedacito de tierra que ni siquiera se posee y contra el cual acecha sin descanso el tractor inclemente. Aislamiento trágico o hacinamiento pavoroso, vivienda insalubre e inhóspita, caldo de cultivo de las enfermedades más agotadoras, disolvente poderoso de los más fuertes vínculos morales de la organización social.

En la danza de los millones fiscales, en el alza incesante de los números estadísticos, se va creando un panorama de prosperidad aparente que encubre la realidad social. Si se comparan los salarios nominales con los de hace algunos años claro está que se pueden formular afirmaciones satisfechas. Pero cuando se llega más abajo; cuando se palpa cómo viven las familias obreras, células de la patria, se concluye que muy poco se ha hecho y que todavía continúan sin resolverse, pese a los discursos demagógicos, a los mensajes que miden metros de puente y suman kilogramos de trigo, los problemas que plantea para el venezolano el mínimo requerimiento de una vida humana, sana y decente.

Entre las necesidades nacionales (cuyo catálogo ha sido muchas veces formulado en documentos públicos desde hace más de una década), la vivienda popular reviste caracteres de inaplazable urgencia. No es un decir cualquiera. No se trata de algo que puede serenamente contemplarse o remediarse con la simple inclusión de una partida presupuestaria todos los años en el capítulo del Banco Obrero. Por cada cien casas que se entregan, hay listas interminables de gente que implora vivienda. No se inscriben allí por ver qué sacan. Están vegetando, contra todas las leyes de la higiene y del más elemental confort, en sitios que serían juzgados impropios para alojar caballos de carrera o de paseo, vacas lecheras o perros medianamente finos.

No se trata de especular filosóficamente o políticamente con el tema. Se trata simplemente de pensar que con tales viviendas no podrá haber hogares. No existe ese requisito elemental para que la familia se integre, se unifique, conviva. El tiempo libre del padre irá, y su dinero ganado con sudor, a derrocharlo en la taberna o el burdel. El aguardiente que destruye el individuo, los vicios que destruyen la raza, ocuparán la vida del trabajador en horas que podría dedicar a su hogar si tuviera una vivienda modesta pero confortable y atrayente. La madre será insensiblemente empujada a la calle. La calle será para los hijos la escuela de los hábitos malsanos, ya que no hay un hogar que le sirva de escuela, de hábitos sociales.

Y el problema no es puro y simple de impotencia económica. Hombres hay que ganan un salario más o menos normal y no pueden, sin embargo, aspirar siquiera a la posibilidad de tener un hogar. Los ranchos de Ciudad Tablitas no están ocupados por vagos ni maleantes: en la mayoría de los casos están habitados por trabajadores. Por gente que durante ocho horas cada día suma su esfuerzo a las labores de la producción y cuando percibe el fruto de ese esfuerzo se encuentra con que no le sirve para otorgar a su familia el mínimum de seguridad material que ésta necesita.

La cuestión es inaplazable. Un plan de gran envergadura debe concebirse y realizarse. Sin hogar no hay familia. Sin familia no hay patria. La célula social debe alojarse con cierto grado indispensable de comodidad. Escribamos, hablemos, actuemos sobre todo. Sumemos esfuerzos y energías.

Vivienda popular, clamor de angustia. Vivienda popular, programa hermoso para ser realizado con decisión y audacia.