El 24

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 20 de noviembre de 1949.

Hace un año, en días como éstos, vivió el país momentos de inmensa tensión. Se había planteado la divergencia entre el Ejército y el Gobierno. El planteamiento era dilemático. De un lado, la acción de las Fuerzas Armadas significaba la ruptura del orden constitucional; del otro, la resistencia amenazaba entrañar la ruptura del orden social. Para mantener la legalidad formal, con lo que amenazaban los sectores gubernamentales era con una huelga general, con la paralización económica, con la formación de milicias irregulares. Ya se voceaba la existencia de listas negras, de todos los que habíamos hecho oposición al régimen, aunque fuera dentro del más puro civismo. «Ni una polea se movería, ni un camión transitaría, ni una gota de petróleo saldría de las entrañas de la tierra», según la consigna voceada pocos meses antes por el presidente del Partido Acción Democrática. Lejos de presentar el asunto como la divergencia entre la fuerza y el derecho, quisieron amedrentar con alardes de fuerza. Su equivocación fue fatal para ellos, y el 24 de noviembre se consumó –sin un solo intento de resistencia– la transformación que tan difícil se creía.

Nadie ignora que la estrepitosa e incruenta caída fue consecuencia de un derrumbe moral. El régimen no tenía fe en sí mismo, y era lógico que la hubieran perdido en él sus simpatizantes y aún sus adherentes. En el momento de la crisis se olvidaron los gestos destemplados y el partido no tuvo estructura, no tuvo comando, porque había perdido, en la lucha de la opinión, la seguridad de la conciencia.

Cayó fácilmente Acción Democrática: como llegó al poder, en forma súbita, así salió de él. Pero, lógicamente, las dificultades para el Gobierno provisorio debían empezar en el mismo instante de su constitución. La creación de un gobierno de facto conduce a una serie de medidas restrictivas, de actividades policiales, de acciones que no tienen otra medida que la discrecionalidad y son propensas por ello a caer en el acto arbitrario. Para los desplazados era más fácil molestar al nuevo gobierno que lo fue organizar y defender el que tuvieron y perdieron. Para el Interinato, el orden público viene a convertirse en obsesión; una obsesión que amenaza con frecuencia oscurecer los otros objetivos que a todo gobierno han de orientar.

Vencido un año, es tiempo ya más que suficiente para que esos objetivos tomen rango fundamental. Porque, para que el mismo orden público no tenga base frágil, hay que asentarlo en una ancha opinión nacional y la opinión nacional tiende a buscar lo permanente, lo regular, lo estable. El país, se dice a diario, estaba cansado de la vociferación demagógica, y ello es verdad. Pero es verdad también que a ese cansancio lo precedió el deseo de que se le gobernara en forma realmente democrática y que si llegó a repudiar la demagogia fue precisamente porque ésta no le dio lo que aspiraba entonces y continúa aspirando ahora. Por otra parte, no es un secreto para nadie el que la recuperación económica y el progreso social exigen, para florecer un concepto más amplio que el de orden público: el concepto de orden social.

Oportunidad que sería aventurado perder, la da el aniversario, para que se ofrezca a la Nación en términos más o menos precisos, el programa de la provisionalidad. Ese programa debe representar un aspecto político, un aspecto administrativo y económico, y un aspecto social. En lo social hay problemas que no admiten espera. El alto costo de la vida vuelve ilusorios los progresos en los salarios nominales y en las prestaciones sociales. La vivienda popular –urbana y rural– es el primero de los «derechos humanos» que importa consagrar en la realidad de los hechos. En lo económico y administrativo, es necesario conjurar amenazas, inyectar optimismo, entender la economía del gasto público, no como la negación a engrosar los canales circulatorios con la riqueza presupuestaria, sino como la ordenación del gasto hacia el drástico abandono de lo superfluo y hacia la inversión en lo efectivamente constructivo. Pero, todo ello supone la edificación de bases sólidas y el trazado de líneas armónicas en el edificio político.

Grave sería dejar pasar el 24 sin iniciar con paso firme el proceso de reconocimiento de las libertades públicas y de enrumbamiento hacia un orden constitucional. Es una verdad elemental, difícil de olvidar o de desconocer: la estabilidad política es condición indispensable para el afianzamiento económico y para el mejoramiento de vida de los pueblos.

No sería justo negar que en el año transcurrido, el Gobierno interino ha desarrollado actividades que revelan eficacia administrativa. El rápido acondicionamiento de las carreteras más importantes del país, por ejemplo, o el intenso trabajo de reurbanización de Caracas en las avenidas que llevan los nombres de Bolívar, Sucre y de Bello, están a la vista de todos para demostrar que hacer las obras está en querer hacerlas. Medidas convenientes, audaces algunas, se han tomado en diversos ramos de la Administración; si bien en otros aspectos se deja sentir la necesidad de corregir males inveterados, los cuales en ocasiones, ofrecen la sensación de haberse agravado, cuando debían dejarse atrás.

Pero la acción administrativa es impotente hasta para sanearse a sí misma y para sanear la economía, mientras la cuestión política no esté en vías de resolverse. Todo gobierno «de facto», por la concentración de poderes y la falta de planificación y término, se hace proclive al personalismo y a la incertidumbre.

Nuestra situación económica sufre efectos funestos de imprevisión y despilfarro, pero esos motivos no serían suficientes para determinar una crisis sin el factor psicológico. Es cierto que este factor es parcialmente la repercusión de una campaña mundial del bolchevismo, que necesita una crisis económica para quebrantar el mundo occidental y lanzarse contra él en busca de la «revolución mundial». Pero, dentro del campo nacional, el resorte psicológico reposa sobre todo, en la incertidumbre del momento político. Mientras no se obtenga la plena sensación general de una normalidad política, será difícil lograr que se acometan nuevas iniciativas y empresas. Reducirse, «sanearse», en espera de lo imprevisible, es actitud que tiende y tenderá a propagarse en productores y comerciantes. Y constituye otra razón muy valiosa para acelerar el retorno a la institucionalidad.

El año pasado, el 24 de noviembre, la sensación dominante en Venezuela fue la de descansar de un forzado maratón, en el cual lo que pudiera haber de buenas intenciones se perdió entre la ineptitud y la insinceridad. Aquella actitud nacional ha cambiado para este nuevo 24. Ni tanto, ni tan poco. Ahora se aguarda en actitud de expectativa. Expectativa forjada por el deseo de que se adelante definitivamente el camino hacia la patria más libre, más justa, que todos anhelamos. Una patria donde la libertad no sea bochinche, ni la justicia farsa, ni el orden opresión. Una patria donde haya estímulo para trabajar y crear, y una fecunda paz repose sobre el derecho de cada uno para pensar y hablar, para educar sus hijos y rendir culto a Dios, para comer con seguridad en un hogar confortable e higiénico, el pan ganado con decoro.