El 23

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 27 de noviembre de 1949.

No esperó la Junta Militar al 24 para resolver las conjeturas circulantes sobre lo que anunciaría con ocasión del aniversario. El 23 ya la gente supo a qué atenerse. No se obtuvo todo lo que se había solicitado; pero quedaron sin efecto las predicciones de los negativistas. Porque la propaganda voceada por quienes afirman «conocer mucho a su país», era la de que no se nombraría la palabra elecciones, ni se reconocería la necesidad de los partidos, ni se daría el menor paso en el sentido de las garantías políticas. Para esos, para los que cantaban la canción del silencio perpetuo, para los que decían que los partidos debían ser liquidados y serían liquidados por la Junta, para quienes afirmaban que elecciones no habría en Venezuela más nunca, el 23 constituyó una desilusión. Se habló de elecciones; se ensanchó, aunque tímidamente, el radio de los derechos garantizados; y sobre todo, se ratificó la promesa de transitoriedad. Y esto era lo esencial.

Podrán creer algunos que es pecar de optimista atribuir gran importancia al Decreto creador de la Comisión Especial que habrá de redactar el Estatuto Electoral. Pero, tal juicio sería demasiado gratuito. La verdad es la de que, para ir a la constitucionalidad, ese era el primer paso indispensable. No existiendo una sola norma constitucional vigente era necesario dictar un Estatuto para la elección del Poder Constituyente. Sobre todo, si se toma en cuenta que la Constitución de 1945 -mandada a aplicar por el Acta de Constitución del Gobierno Provisorio- establecía un sistema indirecto y restringido de sufragio, cuya aplicación habría significado un grave retroceso.

Reconocer, pues, la necesidad de un Estatuto Electoral para un Poder Constituyente, es algo que despeja notablemente el confuso horizonte político. Ya, por ese solo hecho, han quedado descartadas innumerables fórmulas que de boca en boca corrían, acerca de elecciones indirectas y de fórmulas amañadas para darle visos de legalidad a una situación irregular. La Junta ha señalado la salida normal, a través de un Poder Constituyente, de este «paréntesis de facto», y al encomendar la elaboración de un Estatuto Electoral a una Comisión Especial, se ha comprometido más a impulsar ese camino.

Por otra parte, la designación adicional de dos personas más, fuera de los integrantes de la Comisión Consultiva de Leyes, debe tener algún sentido. Y ese no puede ser otro que el reconocimiento del respeto que en el futuro Estatuto han de merecer las opiniones de las fuerzas políticas que aquellas representan, y la manifestación de sinceridad en el deseo de que el Estatuto se elabore sin tardanzas.

Si la Junta Militar hubiera querido un Estatuto «acomodado» a maniobras incorrectas, no nos habría llamado a quienes estamos comprometidos con el pueblo a defender el derecho de sufragio en su mayor amplitud. Si la Junta Militar hubiera querido «salirse de la suerte» dando largas al asunto, ordenando elaborar un proyecto para quién sabe cuándo, tampoco nos habría exigido formar parte de la Comisión.

Yo por mi parte puedo decir que cuando se me llamó a la Presidencia de la Junta Militar para invitarme a formar parte de la Comisión se me expresó el más amplio deseo de que el Estatuto por elaborarse no signifique un retroceso en la concesión del derecho de sufragio; y supongo que lo mismo se le manifestó al doctor Villalba cuando fue llamado para obtener su previa aceptación con el proyectado Decreto. Y creo tener derecho a afirmar que, si la Comisión hubiera sido nombrada con el deseo de que dé largas al asunto, no se me habría llamado a participar en ella.

Ya he visto los panfletos semi-clandestinos –expresión de una eterna actitud rencorosa que ha sido igual en la oposición o en el gobierno, en «El País» o en la clandestinidad- llamándonos a Villalba y a mí «cómplices de una farsa socarrona». Ello, aun antes de que hubiéramos comenzado nuestra labor y dado motivo para que se juzgue la actitud que sostengamos en la Comisión. Pero, ya se sabe que para cierta gente, las elecciones son «libres y limpias» sólo cuando las ganan, con el atributo del poder; toda elección que se haya hecho, o se haga, o se vaya a hacer sin tener el poder en la mano, no es otra cosa que una farsa. Si en el propio Congreso trataron de presentar como viciado («por la intervención de propaganda religiosa») nuestro triunfo electoral en Táchira y Mérida, porque a pesar de sus maniobras y atropellos no pudieron ganárnoslas. Las hojitas, pues, son un indicio interesante de que no tienen esperanzas de ganar las próximas: si las tuvieran, su actitud sería otra; tratarían de asegurar nuestra promesa de luchar por la mayor amplitud del sufragio; tratarían de comprometer más y más nuestra palabra ya empeñada, no con ellos sino con el pueblo venezolano. Al fin y al cabo, será el pueblo venezolano el que dará su veredicto; y el deber patriótico (así lo entiendo yo) estaba en no restarle solemnidad al compromiso de la Junta Militar de abrir paso a la constitucionalidad.

El 23 no faltaron decretos de orden social y administrativo. De orden social es la cuestión de la vivienda popular, aunque poco fue sin duda lo decretado. Esperemos el nombramiento de la Comisión que ha de estudiar el problema, para requerirla a presentar a la brevedad posible un plan positivo y ambicioso. De orden administrativo fueron los más numerosos y no puede negarse que en este campo se está en camino de valiosas realizaciones. Pero, lo más importante, ha sido lo de orden político. La disposición de terminar medidas de arresto y confinamiento ofrece terreno al ideal de la regularización de la lucha política.

El Decreto sobre Garantías –el menos preciso y menos amplio- marca no obstante un signo distinto en el proceso: debe conducir en plazo lo más corto posible al goce integral y efectivo de aquéllas.

El Decreto sobre restablecimiento de sus atribuciones a los cuerpos municipales, responde a una necesidad nacional a la que dediqué en meses pasados uno de estos artículos dominicales: su éxito depende de que para la designación de los concejales con se siga un criterio mezquino, ni se pretenda integrar los nuevos cuerpos con elementos sin personalidad ni independencia para desempeñar las funciones municipales. Porque, si ocurriera tal cosa, ridículo e innecesario sería dar facultades a quienes no podrían ni sabrían ejercerlas.

De todo el panorama presentado el 23, lo esencial es recordar la transitoriedad del régimen de facto y reconocer el anhelo nacional de institucionalidad. Se ha iniciado el proceso e ordenación jurídica de la vida nacional, y al próximo año no podría llegarse con las manos vacías. Ya las promesas, ineludiblemente, tendrían que ceder paso a una palpable realidad.