Cuatro años

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 16 de octubre de 1949.

Cuatro años transcurridos desde el 18 de octubre de 1945 son materia digna de pensar. Suficiente comentario habría con la comparación entre la arrogancia del aniversario pasado y la rápida e incruenta caída un mes más tarde. Pero ello no tiene real importancia ante el análisis de lo que fue el 18 de octubre y de lo que debió ser su fruto.

Para los venezolanos de este siglo, ver caer un gobierno por una sublevación militar, era un hecho nuevo. La historia nos hablaba de viejas sublevaciones: fracasadas todas de 1830 a 1858; triunfantes muchas, casi todas, desde el 58 hasta el 99; derrotadas al principio, inexistentes luego, desde el 99 para acá. Cuando el General Gómez murió, la tesis esgrimida por el General López Contreras fue la de mantener «el hilo constitucional». Ese hilo constitucional se rompió en 1945. Y de que otro hilo nuevo pueda tejerse con la consistencia de las cosas bien hechas, está pendiente Venezuela.

Sonaron unos disparos el mediodía del 18 de octubre. Corrió sangre en la lucha, y en la noche comenzaron a buscar los radio-receptores, la voz fatigosa y anhelante de los primeros improvisados oradores, que anunciaban el golpe revolucionario, antes de que el micrófono pasara a los locutores profesionales.

Estaba planteada, para la medianoche, la idea de un cambio de régimen. Confusa la situación militar; confusa, la significación del golpe; confuso, el desarrollo de los hechos. Una cosa sí parecía aclararse: el régimen del Presidente Medina mostraba la profunda enfermedad que lo mataba. Como el régimen adeco tres años más tarde, a quienes lo tumbaron bastó darle un empujón. Su aparente fortaleza apenas recubría la solidez perdida. La crisis surgió y sin siquiera tener tiempo bastante para meditar la gravedad del caso, la salida inmediata fue entregar, como Emparan.

Algunos pragmatistas del Derecho Penal, no sin su dosis de amarga ironía, razonan de este modo: una rebelión fracasada, es un delito; una rebelión triunfante, una revolución. Pero el razonamiento resulta demasiado simple ante las circunstancias sociológicas: el mero triunfo revolucionario revela muchas veces la existencia de un estado social de disconformidad con lo existente y la necesidad de un cambio.

El 18 y 19 de octubre, antes de que se mencionara un solo nombre a la cabeza de la revolución, se pudo palpar un favorable sentimiento colectivo. Cuando la suerte parecía indecisa, y cuidaban todavía de salvar su responsabilidad quienes después se pondrían a la cabeza de la gestión política, ya la gente miraba con simpatía el giro de los aviones y grupos desorganizados acudían a los sitios de conflicto, como si los embriagara el olor de la pólvora. Del Cuartel San Carlos salió el pueblo en armas, para refrendar su buena índole, disparándolas al aire a la manera de salvar y devolviéndolas (con la sola salvedad de aquellas que obedeciendo cualesquiera instrucciones se quedaron ocultas). El triunfo revolucionario, con la rendición del Presidente, ocasionó un visible sentimiento de simpatía en las calles. La popularidad ficticia del régimen caído no resistió la prueba. Le faltaba confianza en sí mismo y, sobre todo, le faltaba confianza en su propia solución para el problema que lo obsesionaba: el de la elección presidencial.

La verdad es esa y no debe olvidarse. El golpe de octubre, pese a sus peligrosas implicaciones, fue visto con simpatía por una inmensa mayoría de todos los sectores nacionales. Hombres de las más variadas ocupaciones y tendencias no rehusaron mostrarla. Por gruesos sectores se miraba con recelo la mayoría otorgada al Partido Acción Democrática en la Junta de Gobierno: pero se tenía la sensación de que tratándose de un gobierno bipartito, la fuerza militar serviría de contrapeso a los excesos que aquél quisiera cometer, pues se le abonaba en su favor la circunstancia de no haber querido quedarse con un poder adquirido audazmente. Y en esa previsión del contrapeso hubo mucho de cierto: sólo que, en lugar de haberse reflejado en el equilibrio del «fiel», que desde un principio se deseaba, vino a expresarse en el equilibrio del «balancín», que al impulso puesto imprudentemente en un platillo vino a corresponder la acción unilateral de reacción en el otro.

El 18 de octubre de 1945 se rompió la normalidad de un sistema. Allí estaba lo grave del asunto, y por ello, por inusitado en la Venezuela de este siglo, hacía esperar otra inusitada consecuencia: la de que gobernaran bien los hombres a quienes llamaron al poder los vencedores. La experiencia de lo ocurrido con el precedente, hacía esperar que el régimen nacido del golpe mirara más en el equilibrio nacional que en la aspiración de hombres o de grupos. Acción Democrática había pedido elecciones libres y sinceras, gobierno amplio y capaz, sinceridad en el ejercicio de la democracia. Fueran o no sentidas por ellos esas aspiraciones, la forma como recibió el poder les obligaba a satisfacerlas. Olvidarlo fue una de sus más grandes equivocaciones. Cayó con su programa hecho pedazos. Ella misma se había encargado de romperlo.

La simpatía nacional por el golpe de octubre tenía, sin duda, raíces hondas. Era la promesa de poner a andar por claro camino la vida institucional del país. Era el anunciado propósito de hacer cesar el abuso de los dineros públicos y asentar la administración sobre bases de probidad. Era el señuelo de limpiar de camarillas los palacios oficiales. En definitiva, era el anuncio de hacer llegar a su destino la Revolución Venezolana: ese proceso revolucionario de que en ocasión anterior he hablado, iniciado con los estertores de la Dictadura, hacia la conversión del viejo Estado en Estado moderno.

Quebró la visión miope de quienes debieron ver más claro, un gran anhelo nacional. Pero las razones que justificaron lo de octubre, están en pie. Siguen en el alma venezolana los fundados anhelos de una patria más justa y más libre. Cuatro años han traído muchas decepciones. Cuatro años que sirvieron para malbaratar una ocasión regalada a quienes no supieron usarla para el bien.

Hoy a los cuatro años del hecho, es necesario reconocer que él provocó una transformación profunda en la conciencia del país. Es necesario aprovechar de esos cuatro años de historia las mejores enseñanzas, para ver si un compromiso nacional es capaz de salvar lo que en él vio el pueblo venezolano de posibilidades de mejora.

Ojalá que el hecho simbólico de que noviembre viene después de octubre y no antes, dé a lo de ahora la proyección de futuro que la Nación reclama.