1947. Noviembre - Diciembre. Acto en El Tocuyo, en la campaña electoral presidencial.

Rafael Caldera en El Tocuyo durante un acto de la campaña electoral de 1947.

El Tocuyo

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 9 de agosto de 1950.

No puede liberarse el alma de una opresión silente, al recorrer las calles de El Tocuyo. La primera sensación recibida es la del cadáver de una ciudad. Ruinas y escombros van marcando de hito en hito el paisaje, interrumpido por paredes y techos que se encuentran todavía levantados pero con marcas de grietas y destrozos cuyas consecuencias no es posible todavía precisar.

Hay, sin embargo, un contraste entre el muerto paisaje urbano y la doliente, pero valerosa y cristiana actitud de su paisaje humano. Los tocuyanos no ofrecen la sensación de pánico, ni tampoco el fatalismo de la desesperanza. Reciamente golpeados en lo que ha sido a un mismo tiempo su fortuna, su amor y su orgullo, no se encuentra sino por rareza la actitud de derrota y por ninguna parte asoma el hervor de la desesperación.

No sé qué me impresionó más. Si la realidad de una destrucción material que no puede medirse sin verse, o la otra realidad de una estructura humana erguida en la lucha con la dificultad y admirable en una conformidad cristiana que se hermana con cristiano optimismo.

A Don Teolindo Giménez, excelente amigo, gran ciudadano, luchador incansable de días buenos y malos por la causa de Venezuela, le encontramos frente a los escombros de su farmacia y de su casa de familia. Sobrecoge pensar cuán pocos segundos bastaron para convertirse en terrones lo que fueron negocio y hogar, polos del eje de la clase media. Pero llena de humana satisfacción encontrar en las expresiones del amigo, al recibir el abrazo de la solidaridad, las gracias a la Providencia por las vidas que el sismo se hubiera podido llevar y el tenaz esfuerzo por rescatar de los escombros los pocos frascos y cajas de medicinas que puedan ponerse otra vez al servicio de los tocuyanos.

Se podrá decir que en don Teolindo, el saber vivos a los familiares, a sus nietecitas que pudieron ser fácil pasto del terremoto, al verse vivo él mismo que soportó debajo de una lumbre la sacudida y salió de allí cubierto con el polvo de lo que era el fruto de largos años de trabajo, bien puede agradecer a Dios tener a salvo lo irreparable y entregarse por ello con voluntad a renovar la obra de su vida.

Pero como él, muchos reflejaban esa misma voluntad de rehacer, de reconstruir, de edificar. No hay una sola persona en El Tocuyo –rica ni pobre, de cualquiera ocupación o clase social– que no haya sido damnificada. A todos ha alcanzado la catástrofe. Unos hablan de demolerlo todo, pero para empezar de inmediato a levantar una moderna ciudad sobre las ruinas de la centenaria urbe. Hay quienes se expresan de El Tocuyo como de algo que ha muerto, pero en cuya resurrección existe una firme confianza, fe segura en Dios y en la humana voluntad.

El caso de don Juan Reynoso me conmovió profundamente. No podré olvidar la breve entrevista de la Concentración Escolar. Al abrazarme fuertemente, el hombre que vio perder una nietecita –rescatada al día siguiente del siniestro mediante máquinas que pudieron remover las ruinas– y una sobrinita, que perdió además unas pocas casas y los otros modestos bienes que tenía, dijo con un profundo acento de amor a la tierra y de responsabilidad social: «yo de El Tocuyo no me iría aunque me lo ordenara el gobierno». Y añadió en frase penetrada de inmenso contenido: «después de todo, soy joven todavía… no tengo sino ¡68 años!».

Del mismo señor Reynoso es la expresión de que si con El Tocuyo estuvieron sus hijos a la hora de la satisfacción, no era posible abandonarlo en la desgracia. Y es ese sentimiento el que toda Venezuela debe respetar y estimular, enviando sin reservas de ninguna clase sus esfuerzos de colaboración a los compatriotas a quienes tocó la siniestra lotería del terremoto.

El problema inminente de El Tocuyo es el restablecimiento inmediato de una vida más o menos normal. Hermoso es el propósito de reconstruir y hasta modernizar la población, y todos estamos obligados a secundarlo. Pero la reconstrucción supone el forzoso transcurso de un tiempo durante el cual pueda estudiarse, planificarse y ejecutarse el ambicioso plan del nuevo Tocuyo.

Mientras tanto, es necesario pensar que existen relaciones ecológicas cuya interrupción supondría largo e incalculable daño. El Tocuyo no era solamente un lugar donde vivían algunos millares de personas. Era –y tiene que seguir siéndolo sin solución de continuidad– el centro vital de una zona rural densamente poblada y de gran actividad económica. Las haciendas de la región tocuyana han sido ejemplo de rendimiento y de trabajo en la agricultura venezolana. Muchas de esas haciendas han sufrido la interrupción de los daños percibidos por sus instalaciones mecánicas, pero dentro de poco tiempo estarán produciendo de nuevo. Desplazar su centro hacia otros lugares, provocaría distorsiones gravosas, que sería más tarde muy difícil corregir.

La empresa de reconstruir una ciudad es ardua, pero hermosa. Ningún mejor ejemplo de patriotismo constructivo. Mas para reconstruirla, para que tenga vida, hay que mantenerla en su valor humano, en su significación económica y social. De otro modo, la restauración de las casas se encontraría con el vacío de la vida humana que ha de llenarlas. Es indispensable habilitar en seguida la vivienda provisional de El Tocuyo. Se está trabajando con interés, pero en tiendas de campaña y aun en barracas no podría permanecer un pueblo durante varios meses y mucho menos durante uno o varios años. Todas las casas de El Tocuyo están dañadas. Dos o tres aparecen firmes, a pesar de las grietas, pero en las restantes (en más del 99% del área urbana de El Tocuyo) nadie se atreve a entrar siquiera, porque ninguna ofrece apariencias de habitabilidad. Urge un examen minucioso de esas casas, para demoler lo que ofrezca serios peligros y acomodar como vivienda provisional aquellas partes que a pesar de las fisuras y desplazamientos ofrezca albergue más o menos seguro. Desde el Hospital hasta el último rancho, en todos se necesita saber si es posible despachar, atender cuestiones urgentes, removiendo los demás escombros. En la gente tocuyana hay buena madera. Esta labor urgentísima de reacondicionamiento facilitaría conservar este indispensable elemento para la tarea de reconstrucción en que se halla comprometida el honor nacional.

Lo que se dice de El Tocuyo, eso mismo debe poder decirse de Chabasquén, Guárico, Humocaro Alto y demás poblaciones fuertemente afectadas. No me fue posible llegar hasta allá, porque el aislamiento era total. Pero quienes después tuvieron acceso han encontrado, al parecer, un panorama idéntico. El Tocuyo era el centro de mayor importancia en el movimiento. Pero, desde el punto de vista ecológico, cada uno de esos pueblos era un sub-centro, muy difícil de eliminar o sustituir.

Hace años que Venezuela no presenciaba una calamidad semejante. Nosotros, tan dispuestos a ayudar a pueblos hermanos en oportunidades análogas, debemos ratificar ese humano sentimiento de solidaridad haciendo llegar nuestra fraternal identidad hasta cada hogar herido por la mano del suceso.