Los dos sistemas

Columna Consignas de Rafael Caldera, publicada en el diario El Gráfico, el 21 de mayo de 1950.

Con motivo de la disolución del Partido Comunista, decretada por el Gobierno el 13 de mayo, algunas personas han tenido la ingenuidad de preguntarse si esa disolución significará un retroceso en la protección a la clase obrera. Porque, aunque parezca mentira, todavía hay en el mundo equivocados o ilusos para quienes el comunismo significa redención obrera, así como hay todavía en el mundo egoístas para quienes toda palabra de redención obrera es comunismo.

La verdad es la de que el comunismo enarbola la bandera de la lucha obrera y vive de ella. No lo digo en el sentido mezquino de sostener el partido con las cotizaciones de los sindicatos que controlan. Sino en un sentido más ideológico, más general: esa bandera sirve para alimentar, en los países que no son la Unión Soviética, la ilusión de una revolución mundial, que en último término conduciría a un imperio mundial gobernado despóticamente desde el Kremlin.

Pero esa bandera de la lucha obrera no se orienta, ni puede orientarse, a un mejoramiento inmediato y progresivo del proletariado. Esto pueden admitirlo, y aún necesitarlo, para mantener la ilusión. Pero el sistema rechaza como «paliativos» todas las medidas que van elevando las condiciones de vida y trabajo de los asalariados, limitando las ganancias e influencias del capitalismo e invirtiendo un margen cada vez más ancho de riqueza pública en la asistencia social y obras de protección a los necesitados.

El comunismo es un sistema ideológico. Tiene por base una filosofía. Forja una concepción propia de la vida. La interpretación materialista de la historia, la idea de la lucha de clases como motor de la vida social lo impulsan a un radicalismo doctrinario, para el cual el objetivo de combate está en la destrucción de nuestros valores espirituales y el punto de partida de la reforma social, en el derrocamiento violento del régimen existente, origen de la llamada «dictadura del proletariado» (ejercida en su nombre por los líderes).

Y si estos elementos se consideraban y continúan considerando esenciales en el comunismo marxista o «socialismo científico», la interpretación «leninista-stalinista» ha venido a añadir otro elemento pernicioso: la estimación de medios y fines de la revolución comunista en función de su centro político internacional, ubicado en la Unión Soviética. Así, a más de negador de los valores espirituales (materialismo histórico) y de fomentador sistemático de la lucha de clases (materialismo dialéctico), ha venido a subordinar a los intereses de una potencia imperialista, todas sus actividades y deseos. Y ello se ha hecho claro en Europa, después de la Guerra, donde ha quedado demostrado que el ascenso del comunismo al Gobierno, sólo ha sido posible en aquellos países que han caído en la órbita del Ejército Rojo.

Hoy por hoy, pues, los partidos comunistas del mundo, y especialmente los de América, no tienen ningún objetivo inmediato, como no sea el de preparar y fomentar, por un debilitamiento del frente occidental, un triunfo eventual de la Unión Soviética. Esto no es un misterio para nadie, ni ningún comunista sincero lo puede estimar calumnioso. Quienes más firmes esperanzas tengan en las ideas comunistas, las subordinan hoy a ese factor internacional del cual dependería el triunfo de su sistema. Y ese factor internacional reclama de ellos, no mejorar (ni mucho menos «aliviar», que es lo que un mejoramiento significaría en su vocabulario) la suerte de los trabajadores, sino empeorar la situación, hacerla más tirante, aumentar la atmósfera de descontento para hacer más propicia la penetración ideológica, sentimental y aun militar del bolchevismo.

No son ociosas las consideraciones anteriores, dado que el Gobierno Militar adoptó la trascendental medida de suprimir la vida legal del Partido Comunista de Venezuela. Aunque el Decreto dio la impresión de haber soslayado deliberadamente toda definición anticomunista y calló los argumentos más poderosos que podrían haberse usado (el carácter antidemocrático del comunismo, que usa los medios de lucha que da la democracia para acabar con ella, y su carácter internacional, que subordina los intereses nacionales a los que estima superiores de un país extranjero), puede haber quien crea que esa supresión priva a los obreros de defensa, por silenciar la voz estridente de la demagogia social.

Ese sería un grave peligro y debe afrontarse con decisión. El que trabajadores cayeran en el escepticismo por creer que quien desaparece de la vida legal era el verdadero defensor de sus derechos. El que capitalistas quisieran aprovechar la circunstancia, para negar justas reivindicaciones. Una y otra actitud vendrían del error de confundir la causa del comunismo con la del obrerismo; error al que no han sido inmunes los gobiernos, proclives muchas veces a pactar con los grupos más perniciosos, en la infantil creencia de dar gusto así y satisfacción a las clases laborantes del país.

Pero el remedio más seguro de ese error y la más segura protección contra aquel peligro, nos los ofrece otra fecha muy próxima. Hace pocos días, el 15 de mayo, se cumplieron 59 años de una efemérides trascendental. Desde 1891, Rerum Novarum, la célebre encíclica de León XIII marcó el único camino para lograr en el mundo la justicia social, base insustituible de la paz social. Afirmando el principio del espiritualismo contra el materialismo histórico; el de la solidaridad social contra el dogma ateo de la lucha de clases, echó los fundamentos para una revolución pacífica que transforme la vida de los pueblos, volviéndolos al espíritu de Cristo, el Dios obrero.

Esa es la solución. No la puede ofrecer igual el socialismo (me refiero a la doctrina socialista y a las corrientes que en ella se inspiran) conforme en sus premisas a la filosofía comunista. Minado de contradicciones, impregnado de materialismo y sentido dialéctico, irremisiblemente el socialismo conduce a la misma desintegración, a la misma demagogia, a la misma negación del comunismo. Europa continental es un ejemplo de cómo lo que fueron verdaderos y poderosos partidos socialistas han sido incompetentes para atender a los reclamos de la justicia social y hacer frente, al mismo tiempo, a la avalancha comunista. El caso de Acción Democrática en Venezuela, a pesar de sus declaraciones internacionales de anti-comunismo, no puede ser más elocuente: principios comunes tienen que conducir a un mismo fin.

Ojalá el espíritu cristiano llegue a oponerse, de veras, a la propaganda comunista. Esta no cesará, a pesar de la disolución. Un simple decreto no será capaz de contener lo que en el mundo entero representa hoy la gran amenaza para la humanidad. Frente al comunismo, que no es sino la expresión sincera de un sistema que otros hipócritamente disimulan, no hay sino otro sistema eficaz. Ese otro sistema se llama cristianismo. El único que puede arrancar el egoísmo de los corazones de los hombres y hacer reinar principios de superación y armonía. El único capaz de hacer del sindicato, no un martillo para quebrantar la columna vertebral de las naciones, sino un semillero de justicia, bienestar y paz social.

Hay dos sistemas. Y todos, gobierno y pueblo, patronos y trabajadores, intelectuales y obreros, hemos de pronunciarnos. Las otras vías no ofrecen salida. Hay que escoger entre la filosofía de materialismo y negación que el comunismo y los otros grupos afines representan, y la filosofía de afirmación integral del hombre y de redención constructiva que entraña pensamiento social-católico de las grandes encíclicas.