La lección del 7 de septiembre

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitido por Radio Caracas Televisión los jueves a las 10 pm.

Ningún tema podía ser más adecuado para esta charla semanal que el análisis de las lecciones que los acontecimientos del 7 dejaron o debieron dejar en el ánimo de todos los venezolanos. Fue un día azaroso, ingrato, incómodo y doloroso, porque a diferencia de lo ocurrido en otros episodios anteriores, corrió sangre inocente.

La crisis se conjuró con relativa rapidez, pero olvidarnos de ella sería absurdo; enfocarla con criterio simplista, peligroso; debemos analizarla con criterio nacional y patriótico si es que estamos efectivamente empeñados en salvar esta coyuntura histórica y poner a andar la democracia en Venezuela sobre bases seguras, sobre bases firmes de estabilidad y de orden, donde cada uno se siente garantizado en sus libertades personales y donde haya campo para la expresión de todas las ideas y garantías seguras para el desarrollo económico, cultural y social de toda la nación.

Una de las primeras lecciones de este incidente del 7 (resulta un poco duro recordar la fecha, porque ya nos estábamos acostumbrando a que debían ser los 23, de tal manera que la gente no habla del 22 de julio, que fue cuando se planteó la última crisis, sino del 23), lección que es necesario recordar y ratificar y que la oficialidad de las Fuerzas Armadas es sin duda la primera en reconocer, es la de lo insensato, imposible, que resulta un golpe de estado dentro de la vida venezolana actual. Es una locura y acarrea una grave responsabilidad, una culpa muy grave sobre quienes la emprendan, la de pretender a través de un movimiento más o menos sorpresivo, a través de una serie de factores más o menos aprovechados, torcer el rumbo institucional y democrático que el pueblo de Venezuela quiere darse.

Si se quiere, la ejecución de un golpe, desde el punto de vista de la estrategia militar, puede ser una cosa relativamente simple. Lo hemos visto, por ejemplo, en el incidente de la toma de un cuartel del destacamento de la Policía Militar número 2, la toma de la sede del Ministerio de la Defensa en La Planicie y de una radioemisora, en la madrugada del 7 de septiembre, y el anuncio al país de que había cambiado el régimen político. Pero si esto de la ejecución puede resultar más o menos sencillo, cuando se coordina la audacia, la sorpresa y un poco de buena suerte, estructurar un gobierno a raíz de un golpe de fuerza es prácticamente imposible mientras la voluntad unitaria unánime de los venezolanos no quiera aceptarlo. Un gobierno surgido de una circunstancia como aquella, tendría una vida muy precaria, se sostendría un tiempo breve, para lo cual tendría forzosamente, aun cuando no quisiera, que ejercer terribles crueldades: se llenarían las cárceles y para que las cárceles amedrentaran tendrían que ser cada vez más duras; tendría que utilizarse el atropello físico y moral, y en esta pendiente, la maquinaria de represión y de crueldad no se podría detener.

Mientras exista unidad será muy difícil que prospere un golpe

Mientras exista la unidad es imposible que contra esa unidad se logre imponer una situación de fuerza. Ahora, debemos repetir, la unidad no significa uniformidad ni monotonía; recordemos aquel concepto tan interesante de Don Fermín Toro que aludimos en la charla pasada: la unidad y la variedad se oponen, pero «no con oposición que excluye sino con oposición que limita». Se trata, pues, de unidad entre cosas diferentes. Nuestro partido tiene puntos de vista, ideas distintas de los otros partidos, respecto a una serie de aspectos de la vida nacional, pero sí coincidimos todos, los partidos, los independientes, profesionales, patronos y obreros, dentro de la idea de que debemos salvar el régimen democrático y debemos conservarlo dentro de cierto mínimum de ambiente limpio para que todos podamos desarrollar nuestras ideas.

Entonces será muy difícil, prácticamente imposible, que una maniobra golpista pueda prosperar, y es loco el que pretenda, a través de una maniobra afortunada, ganarse el apoyo de alguno o algunos partidos políticos para un golpe de semejante naturaleza. No creo que haya un partido político en la Venezuela de hoy que quiera asumir ante la historia la responsabilidad terrible de auspiciar un sistema condenado definitivamente al fracaso. Sería su propia y definitiva liquidación.

Ahora, partiendo de esta afirmación, debemos reconocer por la misma circunstancia de que se hayan repetido las situaciones de alarma, que el peligro de un golpe no se conjura en unos días, ni en unas semanas, ni en un mes. Es una cuestión honda y trascendental. De ella depende, casi en definitiva, el futuro democrático del país. No se puede pensar que el país se va a curar, que los factores reales se van a transformar en momentos. Siempre habrá gente e intereses dispuestos a susurrar en el oído de los hombres de armas, la idea de que los civiles somos incapaces para gobernar el país, incapaces para darle paz a los que trabajan, incapaces para garantizar la seguridad de cada uno, y de cada incidente y de cada error que se cometa en el campo del gobierno democrático, surgirán argumentos fáciles de prender en el ánimo de algunos, por ambición, y de otros porque en realidad no han presenciado todavía un ensayo de vida civil y democrática satisfactoria.

Las purgas injustas e indiscriminadas

El hacerle frente al problema no es por tanto una cuestión fácil, sencilla; no se remedia con hacer listas para purgas de oficiales. Desde luego, los responsables de un hecho semejante deben ser castigados y en ello va envuelto el prestigio del gobierno y de las instituciones, pero sería el error más grave comenzar a hacer listas de sospechosos, comenzar a realizar amenazas indiscriminadas, comenzar a lanzar rumores de que habrá sanciones populares contra tales o cuales elementos que por opinión o por razones que no son suficientemente aclaradas, o por noticias llegadas por conductos más o menos secretos, algún o algunos grupos puedan considerar como hostiles al movimiento democrático.

Es muy peligroso para la democracia, este sistema. Eso de que a la misma oficialidad se le diga –y esto lo aprovechan perfectamente los sembradores de golpes– que los elementos civiles, los partidos, el gobierno, están acechando la oportunidad para destrozarlos, para destruirlos, para atentar contra ellos, que no van a estar seguros ni en sus personas ni en sus hogares; hacer del pueblo una especie de hidra cuyas cabezas están en actitud devoradora para aniquilar todos los valores, lejos de contribuir a la resolución del problema, contribuiría a crear un clima peligroso y fatal. La experiencia de otros pueblos lo dice. La revolución francesa no se salvó porque cayeren cabezas: comenzaron las proscripciones, aumentaron las persecuciones, hubo que inventar una máquina especial para poder escalar el ritmo de las ejecuciones y mientras más cabezas caían en la guillotina, aumentaba el descontento popular. Robespierre, el incorruptible, el paladín del terror, vino a terminar con la misma suerte que había impuesto a sus adversarios, y el desenlace de la revolución fue, del seno de la misma revolución, el surgimiento del tirano.

No podemos nosotros, no debemos, caer en semejante error. Sería fatal para nuestra democracia el que se pensara, por ejemplo, que los partidos políticos vamos a realizar una especie de Macarthysmo en el seno del Ejército, que cada uno de nosotros va a ver cuál es el militar que antipatiza con el respectivo partido para señalarlo como enemigo de la democracia y pretender así, aprovechando la ocasión, una liquidación de elementos que nos son adversos en el seno del Ejército.

Repito, civiles o militares, todos los que hayan faltado, deben ser castigados, pero la democracia, que debe ser fuerte y debe ser severa, debe ser también justa. La justicia se pone en peligro cuando a la averiguación real y efectiva de los hechos y a la adopción de las medidas que corresponden a hechos comprobados se les reemplaza por la denuncia poco averiguada o por movimientos populares que traten de suplantar la norma inflexible de la justicia.

Un proceso de reajuste

El país está atravesando un momento difícil. Muchos culpan de esto a la democracia. Yo culpo de esto a la dictadura, esta es la herencia de la dictadura. Las dictaduras desquician, distorsionan en tal forma la vida social, que no dejan que ella funcione con regularidad cuando desaparecen. Hay un proceso de reajuste, un proceso de reacomodación, y ese proceso es sumamente difícil. Cuando los pueblos han pasado años sin utilizar las libertades hay el peligro de que, si no todo el pueblo, por lo menos sectores del pueblo no tengan un concepto claro de las libertades y de sus límites. Hay generaciones que no han pasado por la experiencia por la que atravesó la generación nuestra, quienes vivimos en Venezuela el año 36 tenemos el recuerdo de los errores que se cometieron, podemos pensar que evidentemente no había madurez, la madurez necesaria para aprovechar aquel momento histórico, pero que el destino del país haría sido distinto si las cosas hubieran transcurrido en diferente forma. No podemos juzgar las cosas de la misma manera que las juzgan ciudadanos que no atravesaron por aquella experiencia.

Yo veo, por ejemplo, a veces, la emoción con que un niño de la Universidad toma un fusil para defender el orden democrático. Elogio su decisión, su coraje, su espíritu de defensa. Pero ese fusil no está bien allí: el estudiante es más fuerte cuando no lleva el arma, porque el arma del estudiante es el espíritu, la palabra, es la presencia, es el pecho abierto ante la responsabilidad. Cuando el estudiante pone un fusil en su hombro, deja de ser estudiante para convertirse en miliciano.

La petición de armas para el pueblo la entiendo perfectamente en momentos en que se puede creer la situación perdida, pero el pueblo también entiende que sus dirigentes tienen que hacerle frente a esta demanda, porque las armas tienen que estar en manos sujetas a una disciplina, a un control minucioso, que estén entrenadas en cierta forma para que el manejo de esas armas entrañe una responsabilidad mayor.

La huelga general

Los sucesos del 7 traen consigo una serie de lecciones que todos los venezolanos, especialmente los que tenemos funciones dirigentes en el país, dirigentes de grupos, dirigentes de gobierno, dirigentes de corporaciones, debemos analizar, si es posible exhaustivamente. Está demostrado, por ejemplo, el poder de un arma de enorme potencialidad, pero sumamente delicada por lo mismo de su poder, que es el arma de la huelga general. La huelga general es la manifestación de una voluntad colectiva que dice no cuando se la quiere llevar por un camino que no es el suyo. Ahora, esa arma, para ser eficaz como lo ha sido, tiene que corresponder a un estado unánime de conciencia.

No olvidemos la situación de la hermana República de Cuba y de cómo el conato de huelga general en La Habana fracasó porque no se logró esta unidad. Y tiene que ser la unanimidad, no solamente de los patronos y de los obreros (porque los obreros solos, sin la colaboración de los sectores patronales encontrarían serias dificultades para implantarla), sino también la unanimidad de los partidos políticos, que en definitiva son los llamados a decidir en una cuestión como ésta, porque no es una cuestión propiamente sindical sino una cuestión política, llamada a paralizar la vida nacional. Y se necesita también la colaboración de los profesionales y de todos los demás sectores, aún de la gente que se queda en sus casas, que tiene que soportar necesariamente la privación de una serie de comodidades para hacer frente a una amenaza definitiva.

La medida sobre la huelga, el domingo, estaba justificada, desde luego que en las primeras horas de la mañana se creyó que había caído totalmente en manos de los facciosos, a través de las primeras trasmisiones radiales. Ahora, es necesario que todas las fuerzas políticas, absolutamente todas: el Comité Sindical Unificado, lo mismo que la Federación de Cámaras, los partidos políticos, las corporaciones profesionales, estemos preparados para pensar que un recurso de semejante naturaleza tendrá que ser resultado de una deliberación unánime, tendrá que realizarse dentro de un número de requisitos fundamentales. Porque, así como el pueblo ha hecho acto de presencia responsable y madura, dando manifestaciones de una serenidad ejemplar, es necesario prever la posibilidad que ya apuntó dentro de los acontecimientos de la semana pasada, de que pequeños grupos entre los cuales se filtran hampones y quizás provocadores que quieren la anarquía, traten de aprovechar la circunstancia para hacer acto de presencia y coaccionar las voluntades y crear en la población civil un sentimiento de repulsa, porque el ciudadano pacífico que va en su automóvil y es molestado por una pequeña banda de provocadores, si no tiene suficiente criterio de las cosas, no reacciona contra ese pequeño grupo sino contra la huelga y el movimiento democrático en general.

Siendo de observar, como me decía en estos días un compañero de partido, que es tal la necesidad social de gobierno, que cuando el gobierno desaparece, aunque sea por un momento, cuando deja de ejercer su acción sobre una colectividad, ese vacío tiende a llenarse en cualquier forma. Y la ciudadanía está presta a responder al ejercicio de la autoridad hasta el extremo de que se presta a obedecer a esos grupos difíciles de controlar cuando no hay una organización previamente establecida con carácter unitario, y se somete a esos grupos, aceptando sus requisiciones aun cuando resulten muchas veces arbitrarias.

No debemos olvidar que todo aquello que pueda tender a fomentar un clima de intranquilidad o de anarquía no favorece a la democracia, favorece a la tiranía. La tiranía es un remedio heroico que engendra la ambición, pero que los pueblos toleran cuando se ven amenazados por la anarquía.

Nosotros tenemos que salvar y fortalecer nuestra democracia. Y es un hecho muy curioso y muy interesante, y una de las lecciones ejemplares del 7 de septiembre, el reclamo unánime de parte de la nación para que haya un gobierno fuerte, es decir, para que el gobierno gobierne. La colectividad necesita tener la sensación de que el gobierno asume la responsabilidad plena de sus actos y de que si hay un hecho que tienda a perturbar el orden colectivo, el pueblo responde, pero el papel fundamental lo asume aquel a quien le toca, es decir, el gobierno. Es el mismo pueblo el que proclama que tiene que haber una autoridad dispuesta siempre a ser autoridad, eso sí, con el respaldo general y con el consenso de la nación.

Necesitamos crear una atmósfera de confianza

Tengo la profunda impresión de que en el momento actual de Venezuela, el requerimiento básico de la nación es confianza. Necesitamos crear una atmósfera de confianza. Alguna vez he dicho que las cuestiones económicas, aparentemente realistas, reposan sobre una cuestión psicológica: la confianza, que es la que anima nuevas actividades, la que ensancha el radio de los negocios.

Dentro de la vida política sucede lo mismo. Tenemos que crear confianza en el pueblo, en el Ejército y en el Gobierno. Debemos lograr que el Ejército tenga confianza en que ni el pueblo busca su destrucción ni el gobierno es capaz de valerse de maniobras impropias, que castiga a aquellos que falten y que a los que no falten les garantiza el respeto que corresponde a su función profesional.

Pero, al mismo tiempo, es necesario imprimirle esa sensación de confianza al pueblo; que el pueblo se sienta garantizado y respaldado, que no ceda en modo alguno a la tentación de suplir por medios artificiales aquello que no se le da desde donde debe dársele. En este sentido la lección no es solamente para el pueblo, ni solamente para los dirigentes políticos, ni solamente para el Ejército: es lección para el Gobierno, como lo es para las Fuerzas Armadas, para el pueblo y para los grupos políticos.

Tenemos que conjurar a tiempo los peligros que afortunadamente hemos ido venciendo en el desarrollo de estos meses, pero que asomaron en forma que a algunos han impresionado mucho en los acontecimientos del 7 de septiembre. Para conjurar esos peligros, tenemos, una vez más, que hacer esfuerzos sobrehumanos, poner al país a andar sobre el cauce recto que le corresponde. Y si ganamos la necesaria confianza, la revitalización de la economía, lo mismo que el restablecimiento total de la vida política es relativamente fácil de obtener.