1959. Julio. V Congreso Latinoamericano de Sociología del Trabajo, en Montevideo, Uruguay.

Rafael Caldera durante el V Congreso Latinoamericano de Sociología del Trabajo. Montevideo, Uruguay, julio de 1959.

Reflexiones sobre la Guerra Federal

Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política» del 19 de febrero de 1959, transmitido por Radio Caracas Televisión los jueves a las 10 pm.

El tema obligado de la charla de esta noche es el centenario de la Guerra Federal. Estas charlas se llaman de «actualidad política» y este centenario no deja de tener gran actualidad. Si algo ha de servir de lección, de ejemplo y fuente de reflexiones para los venezolanos de esta hora nacional, es el estudio de las causas y lineamientos principales del proceso que condujo a la Revolución Federal y de las consecuencias que esta Revolución dejó en Venezuela. Naturalmente, es una charla rápida. Sólo pueden señalarse algunos rasgos muy marcados, pero de bastante importancia como para suscitar temas de reflexión para los venezolanos preocupados.

Como saben ustedes, apreciados televidentes, la Revolución de Marzo, de la que se cumplió un centenario cuando justamente Venezuela celebraba su nueva etapa de liberación, se había iniciado bajo magníficos auspicios. Los dos partidos tradicionalmente rivales, el Partido Conservador y el Partido Liberal, se unieron para poner fin a la tiranía de los Monagas, y bajo la conducción de un militar hasta entonces oscuro y poco conocido –y que resultó después tener una personalidad precaria- el General Julián Castro, se ensayó un gobierno de unidad, se estableció un gabinete conjunto de coalición entre los dos partidos, se comenzó a vivir una experiencia diferente que parecía encausar para aquel momento definitivamente la vida de la República.

El fracaso de la Revolución de Marzo

Es algo que no deja de mortificar a los venezolanos de la hora actual: el fracaso de la Revolución de Marzo. Apenas la Convención de Valencia, amparada por la figura brillante de Fermín Toro, hubiera acabado de mostrar caminos definitivos a la nueva época de Venezuela, el brote revolucionario del 20 de febrero de 1859 iniciaba un proceso violento que había de durar cinco años y que habría de costar muchos miles de vidas humanas y que habría de tener, dentro de su significación venezolana, caracteres dramáticos: con saldos –como sucede en estas cosas- positivos y negativos, favorables y desfavorables, pero que en todo caso representaron la solución violenta, cruenta, de un proceso que parecía encauzado hacia una solución pacífica.

¿Cuál es la razón, el motivo, de que los venezolanos no hubiéramos podido en 1858 lograr el encauzamiento de nuestra vida y obtener los ideales que iban subyacentes dentro del movimiento de la Revolución Federal, por el mismo proceso iniciado por la Revolución de Marzo? Es una de las cuestiones más inquietantes de la Historia de Venezuela en el siglo pasado. Sin duda, muchos factores coincidieron. Por una parte, Julián Castro, la figura a la que se rodeó para reemplazar a la de Monagas, no correspondió a las necesidades de la hora. En más de una ocasión apeló al ardid político, trató de jugar una carta u otra, dio sensación de falta de rumbo que tendía a desorientar los ánimos y provoco una inestabilidad dentro de la organización del Estado que hizo más fácil y hasta casi más inevitable el camino de la guerra.

Por otra parte, los grupos políticos contendientes no supieron encontrar el camino exacto y fecundo de la convivencia. La unidad que entre ellos se vivió fue superficial: parecían ejércitos en pie de guerra que estaban ensayando una tregua, más que factores de responsabilidad solidaria dentro de la organización del país. Hubo grandes valores, eminentes valores. La figura de Toro aparece nimbada en la historia contemporánea de Venezuela con caracteres excepcionales. Desgraciadamente, el mismo Toro careció o de la posibilidad o de las inmensas dotes de estadista necesarias para haber podido plasmar en un hecho definitivo, aquel movimiento que lo cuenta como su figura más brillante.

Aparecían, además, en el panorama, aquellas dos figuras propicias sin duda a la admiración. Una de ellas, heroica y gloriosa en los anales de nuestra independencia, la figura de Páez; otra, impresionante en su vigor dialéctico, en su elocuencia tribunicia y en su infatigable espíritu revolucionario, que fue Antonio Leocadio Guzmán, pero que complicaban el momento. Páez aparecía como la sombra protectora en la cual necesariamente iba a caer el movimiento revolucionario de marzo. El viejo caudillo, cargado de gloria, había gobernado el país con bastante eficacia a pesar de las insuficiencias de su época. El período de los Monagas había ayudado a rehabilitarlo y muchos pensaban, sin darse cuenta de que la historia había andado adelante y no podía volver atrás, que una reaparición de Páez como figura dominante en el escenario de nuestra vida política podía ser la solución del problema nacional. Antonio Leocadio Guzmán, por otro lado, inquieto, activo, inestable dentro de sus reacciones emotivas y personales, pero al mismo tiempo constante dentro de la predicación de una idea y de la plasmación de una intención política, no podía encontrarse satisfecho dentro del cuadro de transacción que la Revolución de Marzo significaba.

En la sombra estaban todavía otras figuras, de los que habrían de ser después los corifeos de la Revolución Liberal. Lo cierto del caso es que la guerra estalló. Sus alternativas fueron muy variadas. La suerte de los ejércitos cambiaba de acuerdo con la circunstancias. Pero el equilibrio del país estaba roto y esa ruptura duró cinco años. El Tratado de Coche, celebrado en 1863, más que una concesión, más que una claudicación, más que una traición, como algunos han dicho, a los ideales de la Revolución, fue el resultado de un cansancio nacional. El país se sintió cansado del derramamiento de sangre. La guerra había sido feroz y, por una parte, el respeto que se le tenía todavía al General Páez, a pesar de las manchas que sobre su figura echaron los años de la dictadura, y por otra, la bondad de Falcón y la habilidad de Guzmán Blanco, vinieron a contribuir a aquella negociación, de la cual salió una Convención Federal que habría de producir la Constitución de 1864, y que tampoco habría de poder restablecer el equilibrio roto. El resultado, al cabo de cuarenta años, habría de ser la implantación del más férreo sistema de dictadura y tiranía que ha vivido Venezuela.

Preocupa recordar las peripecias marcadas de la lucha. Aparte de los numerosos conflictos revolucionarios que Venezuela vivió de 1859 a 1899, tenemos como hitos marcados: la vuelta de los Monagas a través de una nueva fusión de conservadores y liberales con la Revolución Azul en 1868, apenas cuatro años después de promulgada la Constitución Federal; la vuelta de los federales con Guzmán, con la Revolución de Abril de 1870 y el periodo de predominancia de Guzmán, el dominio de su voluntad férrea y de su habilidad política en medio de circunstancias variadas durante unos veinte años; la Revolución Legalista de Crespo, en 1892, que fue en cierto modo, aunque más breve, una especie de repetición de los episodios de la Federación, y la Revolución Restauradora de Castro, de 1899, que dio comienzo a un sistema férreo, cruel e inclemente que se cerró el 17 de diciembre de 1935 con la muerte del General Juan Vicente Gómez.

El saldo político y social de la Revolución Federal

Desde el punto de vista, pues, de la organización del Estado venezolano, la Revolución Federal no pudo darnos el equilibrio político que se rompió definitivamente con ella, a partir del 20 de febrero de 1859. Podemos decirlo hoy con serenidad y sin acrimonia, los mismos que somos descendientes quizá de muchos de los caudillos de la Federación. Esos caudillos de la Federación, que en la literatura política venezolana aparecen todos como unos facinerosos y unos bárbaros, pero que, si evidentemente hubo facinerosos y bárbaros (que también los hubo de ambos lados, porque las crueldades que se relatan de la guerra son terribles) no todos fueron esto, porque hubo también figuras eminentes, nobles, generosas, muchas de las cuales actuaron con brillo; hubo episodios caballerescos dentro del proceso revolucionario y hubo gente más caracterizada por su bonhomía, por su espíritu de colaboración, que por esa crueldad férrea y arrogante que se les atribuye. Yo pudiera recordar el caso de mi bisabuelo materno, don Agustín Rivero, prócer de la Federación, amigo de Falcón, primer Presidente del Estado Yaracuy con la Constitución Federal de 1864, y de cuyas tendencias naturales y de cuya manera de ser da fe la circunstancia de que terminara como Delegado de Instrucción de aquel Estado durante los años posteriores.

Debemos juzgar los hechos con objetividad. Ha pasado bastante tiempo y estos cien años nos deben servir para analizar la objetividad de la Revolución Federal como un fenómeno histórico, y no caer en la tentación en que algunos parecen proclives a caer, de hacer de la Federación una especie de bandera de lucha para revivir contiendas, y ni siquiera revivirlas sino presentarlas condimentadas con la salsa de nuestra época como para tratar que aparezcan como una especie de mote de combate de determinada preocupación social.

A la Federación le animó un ideal político y un ideal social. El ideal político federal, que en realidad quizás nunca llegó cabalmente a aspirar, convertir la unidad de Venezuela en una estructura federal de la misma índole de los Estados Unidos de Norteamérica, a pesar de que esta fue la orientación más o menos genérica de los federales, que por eso le dieron al país el nombre de «Estados Unidos de Venezuela» (como los mexicanos adoptaron el nombre de Estados Unidos Mexicanos y como los brasileros adoptaron después el nombre de Estados Unidos de El Brasil), pero que quizá nunca llegó a desear hacer del país una unión de entidades completamente autárquicas sino más bien realizar el viejo ideal autonomista que tomaba un carácter federativo.

La idea de municipio y la idea de provincia vinieron con los españoles y encontraron una raíz fuerte entre nosotros por nuestra misma organización indígena, que no había conocido nunca un poder centralizado sino que estaba integrado por diversas comunidades separadas; y se desarrollaron a través de nuestro mismo proceso de conquista, que no se realizó con una sola invasión planificada ni un solo conquistador que llegara a dominar el centro vital de la nación, sino que se cumplió a través de expediciones sucesivas que fueron viniendo irregularmente, por diversos lugares, por diversos sitios del territorio nacional, hasta llegar a constituir la unidad que el 8 de septiembre de 1877 integró la Gran Capitanía General de Venezuela. Es decir, que integró, por primera vez, lo que hoy es la República de Venezuela, excepción hecha de la Isla de Trinidad, perdida por los españoles después, en la guerra con Inglaterra.

Existía, pues, ese sentimiento autonomista, ese deseo local, perfectamente explicable dentro de las circunstancias históricas y que durante la guerra llegó a tomar caracteres radicales con el surgimiento de caudillos locales que eran verdaderos soberanos absolutos dentro de sus respectivas regiones. En el fondo había una orientación que subsiste en el corazón de los venezolanos, especialmente en muchos lugares de provincia que tienen suficiente vigor y suficiente estructura, como sucede con el Estado Zulia, donde la idea federativa, donde el recuerdo del mote de la federación, implica, efectivamente, una aspiración a una autonomía estatal, a una autonomía provincial, a una autonomía municipal cónsona con el desarrollo vigoroso de aquella región.

Pero desde el punto de vista social, sin duda, alimentó el movimiento de la Guerra Federal la ascensión de las clases populares y la destrucción de los grupos privilegiados que habían empezado durante la parte más cruenta de nuestra guerra de Independencia; y en este sentido podemos decir que el proceso se había venido cumpliendo y que el propio gobierno de los Monagas había visto, aunque fuera como medida política o lo que se quisiera, la abolición total de la esclavitud, realizada en nuestra patria antes que en otros países de América; cumplida en 1854 y que se realizó cuando ya apenas algunas decenas de miles de esclavos quedaban en el territorio de Venezuela.

Había, pues, un proceso de ascensión social de las clases populares y de destrucción de los grupos privilegiados, de las castas oligárquicas, como se las ha denominado, quién sabe si no con mucha propiedad, las cuales desaparecieron definitivamente en el turbión arrollador de la Guerra Federal.

Ese, es el saldo de la Guerra Federal desde el punto de vista social, como aspecto favorable y positivo: la igualdad social como quizá no la existe en ningún otro país de la América. Ningún otro país de la América ha pasado en su integridad por el proceso que pasó Venezuela hace cien años y que nos dejó con un sentido tan igualitario que es todavía nuestra mejor valla contra las grandes conmociones, el mejor contenido de homogeneización, de solidarización de la vida nacional.

Logramos, pues, a través del proceso este contenido positivo: en Venezuela desaparecieron para siempre los grupos privilegiados. El Partido Conservador no volvió a existir más nunca. Un periodista europeo que estuvo en Caracas hace algunos meses no podía salir de su asombro cuando todos los venezolanos le decíamos que en Venezuela no existe un Partido Conservador. Se le atribuye al General Guzmán Blanco la frase de que «acabaría con los godos hasta como núcleo social». Lo cierto es que después, los partidos que lucharon contra la unidad del Partido Liberal Histórico sentían la necesidad de tomar el nombre de liberales para poder tener una gran actuación nacional. El partido del «Mocho Hernández», por ejemplo, se llamaba Partido Liberal Nacionalista y el partido que organizó el General Castro en su llegada autocrática al poder tomó el nombre de Partido Liberal Restaurador.

Se cumplió, pues, un proceso; y en Venezuela contamos, como resultado positivo de la Guerra Federal, el de poder empezar a construir sin que una estructura arcaica estratificada y consolidada oponga resistencia a la obra de renovación de la vida venezolana. Esta es, en el concepto de mucha gente, la manifestación más favorable de la Revolución Federal.

Una revolución sin sangre

Desde el punto de vista político, la Revolución Federal constituye para nosotros un gran ejemplo. Hay el peligro, como sucede dentro de toda época de conmoción, de que en Venezuela haya quienes hoy traten de alentar la idea de que una revolución no puede transformar un país si no derrama sangre. De que sólo la violencia y la sangre son capaces de cumplir un proceso revolucionario. En este sentido me pareció muy positiva la frase que dijo Fidel Castro cuando nos visitó en la Cámara de Diputados: «Las revoluciones pueden hacerse sin sangre y hoy por hoy el gran factor revolucionario en Venezuela está en el Parlamento, surgido de la propia deliberación popular». Allí está la responsabilidad de renovar íntegramente la vida de la nación.

La Revolución Federal engendró, como resultado inmediato y transitorio, la reacción monaguense a través de la Revolución Azul. ¿Quién iba a pensar que el General Monagas, derrocado como tirano e infamado como ladrón, apenas diez años atrás, iba a morir investido del poder presidencial, y no sabemos de qué nos libró la Providencia cuando dispuso de la vida de José Tadeo Monagas, que falleció en El Valle y dejó acéfalo el movimiento de la llamada Revolución Azul?

Pero el resultado más directo de la Revolución Federal vino a ser, como sucede con muchas revoluciones sangrientas, el gobierno personal y autocrático del General Guzmán Blanco. El General Guzmán Blanco fue (y perdóneseme la comparación, que en historia no deben hacerse), salvando las distancias, el Bonaparte de la Revolución Francesa o el Stalin de la Revolución Rusa: el hombre fuerte surgido de la revolución, que a través de un poder personal ultimó muchos detalles del proceso revolucionario, pero deformó los ideales políticos que movían la misma revolución.

Esos cuarenta años de proceso que rematan en la autocracia de Cipriano Castro, constituyen un hecho digno para la meditación. En estos momentos, en que los venezolanos estamos viendo con curiosidad, con interés, el proceso de la Revolución Federal, creo que nuestra actitud debe ser muy clara: honrar a los valientes contendores que participaron en el proceso de la Guerra Federal, aprovechar el saldo positivo que la Revolución Federal cumplió y encausar a la luz de la experiencia el proceso histórico, para ultimar aquellos aspectos no realizados todavía, al cabo de cien años, en la vida venezolana; pero, al mismo tiempo, evadir los escollos que hicieron encallar las mejores aspiraciones, los mejores deseos, el instintivo movimiento del pueblo venezolano hacia una meta de superación.

En verdad, es mucho lo que puede hacernos meditar el estudio de la guerra de cinco años, que hoy conocemos con el nombre de Revolución Federal y que se inició el 20 de febrero de 1859.

Buenas noches.