Mi pueblo tiene Obispo

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 24 de febrero de 1967.

 

No se crea que es vanidad pueblerina. El júbilo con que se apresta el Yaracuy a recibir mañana al primer Obispo de San Felipe tiene una razón mucho mayor. Gente de todo el Estado afluirá sobre su capital; cada uno dará su propia versión para justificar su entusiasmo; en el fondo, todos tienen la intuición de que el hecho reviste significación de presente y proyección de porvenir.

Los yaracuyanos no fueron nunca demasiado devotos. En su origen, el «Agregado de españoles y canarios del Cerrito de Cocorote», que después debió convertirse en ciudad de San Felipe El Fuerte, fue objeto de graves planteamientos ante la Corona de España, porque muchos vecinos de Barquisimeto dejaban la ciudad y se iban allá a buscar objetivos non sanctos: vivir en amancebamiento y traficar de contrabando por Tucacas. En una ocasión, aprovechando que el Cabildo de Caracas había arrestado al Gobernador de la Provincia, el Cabildo de la Nueva Segovia armó una expedición y destruyó el Agregado del Cerrito; los vecinos buscaron protección en los misioneros, pero después de hallarla, pusieron pleito de jurisdicciones a su protector, Fray Marcelino de San Vicente; y dice la leyenda que, cuando el capuchino partió, lavó sus sandalias en el río Yurubí para no llevar el polvo de aquella tierra y lanzó en un quejido su amargo reproche, que para algunos tuvo signo de maldición cumplida en el terremoto de 1812.

En el Yaracuy hubo plétora de liberales y masones. Al decir de Ambrosio Perera, en su territorio se cumplió el primer acto de la Revolución Federal. En sus cementerios no escasean signos masónicos que adornan pomposas tumbas, y en una de las calles de su capital se destaca la alta fachada de la Logia «Tolerancia No. 15». Por largos años –a excepción de Nirgua, que estaba un poco mejor atendida por su cercanía a Valencia- su feligresía sólo contaba dos o tres sacerdotes; los sanfelipeños de mi generación apenas recordamos el largo ministerio del Vicario Fidel R. Tovar.

Pero, así y todo, la fe cristiana subsistió con fuerza insospechada. De una manera muy venezolana, los bautizos eran las fiestas más sonadas; las semanas santas, las procesiones, las misas de aguinaldo, rompían la monotonía del ambiente por el esfuerzo conjugado de muchos creyentes; sus fiestas patronales combinaban la alegría profana con respetada tradición litúrgica. Cuántos vecinos habrán celebrado el día de las Angustias, en Cocorote; o de la Inmaculada, en Chivacoa; o de Santa Lucía, en Yaritagua; o de la Virgen del Rosario, en Guama; San Juan, en Urachiche; Nuestra Señora de la Victoria, en Nirgua; San Miguel Arcángel, en Aroa, y es mejor parar de contar. Espaciadas en el curso del año, sin apartar las granes fiestas de mayo en San Felipe, o las de San Rafael en el barrio de la Independencia, renovaban un fondo de religiosidad mezclado con manifestaciones folklóricas y tomaban un contorno de leyenda devociones como la del Jesús en la Columna de origen colonial, o el Nazareno que ganó su capilla en la avenida 19 de abril. Y como la escasez del clero no daba abasto a las ceremonias rituales, personajes famosos como el señor José Manuel Cariño acompañaban los entierros, rezaban los responsos, presidían –entre latines- los rosarios mortuorios, o echaban el agua a los recién nacidos, en espera de una ocasión más solemne para completar canónicamente el bautismo.

Se dirá que eran signos externos, más o menos impuros, pero revelaban una fe que seguía inconmovible en el alma del pueblo. Tener su Obispo es para el Yaracuy, en cierto modo, una recompensa de su fe. De la fe con que esperó mejores tiempos, en los que ha visto florecer parroquias nuevas, y colegios, y comunidades de misión. Es, además, un como complemento del proceso autonómico que hizo del Yaracuy un Estado, y que todavía en el terreno espiritual no se había consumado, dividido como estaba en dos áreas, dependientes de Lara y Carabobo. Es, en fin, un testimonio de que merece plenitud de vida propia una comunidad que ya debe contar más de 200.000 habitantes, con una capital que seguramente pasa de 30.000.

Hay una legítima satisfacción en tener ya su Obispo, una emoción que, salvadas las distancias, podría compararse con la que todos los venezolanos sentimos cuando la nación recibió a su primer Cardenal. Pero, aparte de todos estos motivos indicados, hay la intuición, que en muchos puede ser la convicción razonada, de que la presencia de un pastor propio es garantía de mayor y más directa preocupación y acción. Obra inmensa hicieron sus predecesores, hay que reconocerlo; mas el nuevo Obispo tiene que ocuparse preferente y casi exclusivamente de la ciudad que le sirve de sede y del territorio que le está encomendado. Un Obispo, sobre todo en esta era post-conciliar, no es una figura de ornato, sino un trabajador de la caridad, un obrero calificado a quien el prestigio de su rango sirve como instrumento para procurar más ayuda, para obtener mayor colaboración al servicio del pueblo, y especialmente al servicio de los más necesitados.

El primer Obispo de San Felipe, Monseñor Tomás Márquez Gómez, va precedido de merecida fama. Tiene sólidas credenciales como párroco, como obispo auxiliar, como periodista, como maestro, como servidor público en la mejor acepción de este término. Está justificada la esperanza de los yaracuyanos de que la erección de su Diócesis será, por ello, factor de positivo aliento de progreso, desarrollo espiritual y superación social para sus pueblos.