El cambio de las estructuras políticas

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 4 de agosto de 1966.

 

La reciente crisis ocurrida en el seno del Congreso, con motivo de la convocatoria a sesiones extraordinarias para conocer de la llamada «reforma tributaria», ha puesto de manifiesto la necesidad de enfocar a fondo el funcionamiento de las ramas del Poder Público. Mucha gente, cuando los socialcristianos hablamos de «cambio de estructuras», se alarman, como si estuviéramos pidiendo que lloviera del cielo fuego y azufre para destruir la civilización existente. Otros, con mayor disposición al diálogo, aunque con alguna aprensión, nos piden que aclaremos lo que queremos decir con aquella expresión. Para responder, hemos ido tratando de señalar cómo las estructuras existentes no corresponden a la dinámica de los tiempos, a los avances de la tecnología y a la necesidad de salvar y fortalecer, adecuándolas a las exigencias del cambio social, las instituciones fundamentales. Como lo he tratado de repetir en variadas circunstancias y ocasiones, nosotros creemos que es necesario cambiar las estructuras, precisamente para defender las instituciones. Las estructuras políticas constituyen un ejemplo elocuente.

Entre las instituciones políticas, consideramos que urge fortalecer las reglas y órganos fundamentales de la democracia. Somos demócratas, no sólo por teoría, sino por experiencia. No solamente creemos en la democracia como el sistema de gobierno más conforme con la libertad y dignidad del hombre, con la igualdad fundamental de los seres humanos, con los derechos esenciales de cada uno, sino, por la experiencia vivida, sabemos que los sistemas antidemocráticos no resuelven ninguno de los problemas y agravan en definitiva todos los desajustes sociales. Pues bien, la defensa de las instituciones democráticas –entre ellas el parlamento, el sufragio, la distribución del poder público– reclama un cambio profundo en sus estructuras, cuyos defectos desprestigian al régimen y amenazan con perjudicar seriamente a las instituciones mismas.

El Congreso pierde posibilidades de acción y sufre menoscabo en su prestigio en la medida en que no se adecúe su funcionamiento a las características del Estado moderno. Y ese menoscabo repercute en el régimen, cuya es en gran parte la responsabilidad de su mal funcionamiento.

La iniciativa de las leyes no puede ser una actividad parcelada, o competida, entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Las Cámaras no tienen a su servicio los equipos, los consultores nacionales y extranjeros, ni siquiera el personal subalterno y la maquinaria electrónica de que dispone el Gobierno; y a veces ocurre, como en el caso del Mercadeo Agrícola, que la oposición presenta un proyecto equilibrado y justo y la mayoría lo engaveta para que el Gobierno envíe el suyo, muchas de cuyas disposiciones tienen alarmada a la opinión. Lo cierto es que la marcha del Gobierno, por su lado, sin tomar debidamente en cuenta el papel de las Cámaras, y éstas por el suyo, conduce a situaciones como la provocada por la mal planteada «reforma tributaria», en la que más de una cuestión incidental –la falta de quórum sólido para discutir los proyectos– se ha revelado una situación estructural de crisis en la marcha del Estado.

Si en la elaboración de los proyectos intervinieran armónicamente Gobierno y Congreso –representado éste a través, no sólo de los sectores afectos al Ejecutivo, sino de los que forman la «leal oposición»– el paso de los textos a las Cámaras tendría el sentido de una culminación en debate final, de algo en lo cual se ha hecho un previo análisis conjunto. En cambio, el descoyuntamiento existente entre ambos poderes se muestra hasta en el hecho extremo de que el Presidente de la República cuando anuncia una invitación al diálogo, pide a los sectores privados entrar en contacto con una Comisión del Ministerio de Hacienda, siendo lo cierto que al someter a discusión las pretendidas leyes ya salieron de la jurisdicción ministerial.

La reforma del Parlamento supone muchas cosas más. Supone el acoplamiento normal entre el Congreso y la Contraloría, que es su órgano permanente, para los efectos del control. Supone la incorporación –en alguna forma– de las fuerzas vivas del país, en lo económico, cultural y moral, al proceso de consulta y estudio de las leyes: si se ha temido abordar la organización de un Senado funcional (por miedo a reminiscencias corporativas, aunque los proyectistas del título respectivo anunciaron simpatía por ese cambio en el seno de la Comisión que elaboró la Constitución), por lo menos podría establecerse un sistema permanente de consulta, o la reorganización del Consejo de Economía Nacional y de otros Consejos de alto nivel (de Educación, por ejemplo) y su efectiva utilización por el Gobierno y por el Congreso para que intervengan con la exposición de sus calificados puntos de vista y éstos se procesen debidamente antes de que una regla propuesta se convierta en disposición imperativa.

La propuesta Ley sobre Inversión del Situado Constitucional (que el Senado aprobó a mansalva mientras Comisiones de Gobierno y Oposición discutían sobre la vuelta de ésta al Congreso) ha venido a poner de manifiesto la necesidad de otra reforma: la de los cuerpos deliberantes a nivel regional y municipal. Hay que vigorizar el municipio; hay que vigorizar sanamente las autonomías estatales. El proyecto aludido, en vez del de vigorizarlas escoge el camino simplista de asfixiarlas. La Constitución prevé una legislación municipal nueva, que debe traer profundas reformas al sistema actual. Es inconcebible que después de cinco años no se haya dictado aún. Hoy los Municipios son apenas demarcaciones territoriales, uniformes y simplistas. Deben convertirse en comunidades de vida propia, con adecuada forma a la realidad concreta de cada una.

En cuanto a los Estados, éstos sucumben ante un centralismo cada vez más absorbente: está bien que se diga que las Legislaturas no son quizás hoy los órganos más apropiados para su fortalecimiento, pero el camino para lograr que las comunidades regionales cobren fuerza y manejen sus propios intereses no es el de quitarles las pocas funciones y la escasa vida que tienen, sino abrir camino para que sean cuerpos cada vez más representativos de la voluntad, de las necesidades y de las preocupaciones de las colectividades regionales.

Todo esto requiere estudio, pero estudio rápido y atento. La vida democrática del país correrá cada vez más riesgos mientras las estructuras que deberían agilizar su funcionamiento pierden terreno en la opinión y en la confianza colectiva. Y únicamente he mencionado ahora el aspecto estrictamente político. Hay otro, posiblemente de mayor urgencia, la reforma administrativa, es decir, el cambio de estructuras de la Administración, es un clamor nacional.

El Estado arrastra con una estructura administrativa anacrónica. Apenas ha cambiado de tamaño el mismo mecanismo establecido cincuenta años atrás, que podía conservar vigencia hasta 1936, cuando Venezuela tenía todavía tres millones y medio de habitantes y el Presupuesto Nacional alcanzaba a 160 millones de bolívares. Hoy, con una población de 9 millones, que crece a razón de un millón cada tres años, y sobre todo, con un presupuesto de 8.000 millones, no puede aplazarse más una revisión total de la Administración Pública, que utilice los sistemas puestos al alcance del hombre por la tecnología moderna.

Indudablemente, sólo una ceguedad rabiosa y terca puede negar la urgencia de un cambio de estructuras. Cada problema que surge pone de relieve en carne viva, con ejemplos sonoros, el reclamo inaplazable de ese cambio.