A propósito de la clase media

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 21 de julio de 1966.

 

El anuncio de la impropiamente denominada «reforma tributaria» ha traído al panorama político un personaje aparentemente nuevo: la clase media. Su sola mención ha tenido repercusiones mágicas. Ha sido la expresión de una voz, la de los que no son muy ricos ni muy pobres, de los que –en escala más amplia o más estrecha– viven «al día»; de los que sostienen un nivel más o menos alto de gastos y sienten sobre sus espaldas el peso creciente del costo de las subsistencias.

El hombre de clase media reclama que para educar sus hijos en el plantel de su preferencia deba soportar fuerte carga económica. Que para tratarse con el médico que le recomiendan, para operarse en la Clínica u Hospital que le conviene, tenga que desequilibrar su angustiado presupuesto. Que para desenvolverse  en su atmósfera, haya de satisfacer un cúmulo de compromisos sociales que lo aprisionan y, a veces, lo asfixian. Para él no hay Seguro Social (quizás le cobren una cotización, pero no le ofrecen un servicio satisfactorio); para él no existen –o no son eficaces– otras formas de protección social. Invierte todo el producto del esfuerzo de su vida en proporcionarse una vivienda confortable (con frecuencia, por encima de sus posibilidades reales), y cuando la acaba de pagar tiene probablemente que venderla; cuando muere, su aparente posición se derrumba. De él puede decirse lo que del diplomático: vive como rico y muere como pobre.

¿Cuál es, en realidad, la clase media? Aplicando la terminología marxista, divulgada por todo el mundo, viene a ser la que ni es «burguesa» ni «proletaria», o sea, la que no es «capitalista» ni «trabajadora», es decir, la que ni posee el capital ni vive exclusivamente del trabajo asalariado. La «pequeña burguesía», menospreciada por los materialistas dialécticos, sería en definitiva una clase ficticia, sin conciencia de clase, llamada a desaparecer, ya por ponerse en parte al servicio del capital, ya por proletarizarse, para venir a ser –en el mejor de los casos– la vanguardia de la lucha del proletariado.

Pero verla con la misma sencillez con que Aristóteles describía a quienes «no desean los bienes ajenos como los pobres ni son objeto de envidia como los ricos», no corresponde a la complejidad creciente de la organización social. No hay, en verdad, una sino muchas clases medias. «Las clases medias», según los sociólogos modernos, pueden definirse apelando a los más variados criterios. Los autores los clasifican entre altas y bajas clases medias, entre «viejas» clases medias (las que sobreviven al capitalismo) y «nuevas» clases medias (las que han nacido como consecuencia del propio capitalismo).

El criterio de clasificación no puede limitarse al papel que juegan en la producción; tampoco, al nivel de ingresos que obtengan. Fijar un criterio cuantitativo puede resultar totalmente arbitrario. El grado de influencia que ejerzan en la sociedad tampoco determina enteramente la estratificación: hay dirigentes políticos, culturales y religiosos con gran influencia social, y nadie los puede ubicar en la clase alta, formada por empresarios de gran riqueza, aunque éstos quizás no alcancen la misma importancia en la comunidad. Los criterios, pues, tienen que ser cruzados, hay que combinarlos para definir, y sobre todo, saber qué es lo que se quiere con la definición: si fijar una normativa económica –simplemente económica– o fiscal, o una valoración social.

En todo caso, en la clase media se siguen ubicando por exclusión. Quienes no se consideran ni capitalistas ni proletarios experimentan, aquí y en todas partes, una sensación de orfandad. Tienen la impresión de que los capitalistas se defienden por sí mismos, y los proletarios, además de organizarse para su autodefensa, son el objeto preferente –al menos, en teoría– del Estado moderno. La clase media no se siente beneficiaria de la lucha librada por los grandes intereses, ni amparada por el intervencionismo estatal. No es halagada por los reformadores, por los estadistas, por los economistas, por los políticos… a pesar de que, en purísima verdad, todos ellos son generalmente gente de clase media.

Hace algunos años se originó en Francia un movimiento político cuyo único objetivo era la lucha contra los impuestos. Su líder, Poujade, alcanzó rápidamente una extraordinaria popularidad. El poujadismo, en cierto modo, apareció como el movimiento de la clase media, destinado a sustituir a los partidos políticos. Comenzó con buena estrella y aumentó sus efectivos  en sucesivas elecciones en forma impresionante. Impresionante fue también su descenso. Los votantes poujadistas descubrieron rápidamente que luchar contra los impuestos no era, ni podía ser, el único objetivo de una organización política. Hoy nadie menciona el poujadismo entre las fuerzas importantes de Francia.

Es justo defender los derechos e intereses de las clases medias, y su fortalecimiento constituye para la nación un objetivo de importancia. Pero ¿ello reclamará organizaciones permanentes específicas de la clase media? ¿Serían éstas viables y sólidas? Porque, es cierto, las clases medias tienen intereses comunes y pueden reaccionar unidas ante determinadas amenazas. Las alzas de impuestos, por ejemplo. Pero hay otras infinitas, graves y apasionantes cuestiones que preocupan a los hombres: ellas provocan respuestas diversas, y dentro de las propias clases medias suscitan controversias terribles.

Las organizaciones de la clase media para determinados fines son fuertes mientras se mantienen firmemente ceñidas a esos fines exclusivos. Secundariamente, producen el positivo efecto de reactivar en muchos profesionales, altos empleados, burócratas, pequeños y medianos comerciantes, artesanos e industriales, su responsabilidad cívica y urgirles la importancia de preocuparse por los asuntos políticos, que en fin de fines nos atañen a todos. La propuesta «reforma tributaria» ha servido para recordarles a muchos venezolanos que en la vida democrática la indiferencia equivale a suicidio.

Pero, en una sociedad policlasista, los partidos y organizaciones políticas tienen que ser policlasistas. Los partidos modernos, en una democracia moderna, deben actuar en provecho armónico de todos los grupos y sectores sociales, deben ser reflejo vivo y orgánico de la sociedad. Crear partidos u organizaciones de una sola clase sería agravar las contradicciones económicas con antagonismos políticos. Los obreros lo han comprendido así, y por ello han preferido militar aguerridamente en partidos policlasistas, antes que en pretendidos partidos de la clase trabajadora.

Dentro de los partidos policlasistas, los elementos de clase media juegan un papel preponderante. A través de ellos pueden lograr mucho más de lo que obtendrían formando partidos exclusivos, donde únicamente militaran personas consideradas como de clase media.