La quema de nuestra bandera

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 20 de octubre de 1966.

 

Será porque somos nuevos todavía en el concierto de los odios internacionales, pero nos ha dolido hondamente el ultraje inferido a nuestro tricolor nacional en la ciudad de Georgetown. Más que la afrenta en sí, nos ha lastimado la calumniosa imputación que ella implica, haciéndonos aparecer como si estuviéramos tratando de abusar de una superioridad relativa contra un pueblo más débil que nosotros, recién llegado al goce de una precaria independencia y por cuya libertad, soberanía y progreso hemos blandido más de una vez la lanza del Quijote.

Todo esto aparece como envuelto en una conspiración monstruosa, fraguada contra una nación como Venezuela, que lo dio todo en las jornadas de la independencia al servicio del continente, sin aspirar jamás a un palmo de terreno que no fuera suyo; que vio mutilar su territorio en componendas diplomáticas sin jamás disparar ni un fusil; y que en el siglo y medio transcurrido desde que comenzó el proceso de su emancipación, es el único Estado del hemisferio que no ha estado implicado en un conflicto bélico con ningún otro país americano.

El planteamiento de la devolución del territorio de que fue inicuamente despojada no lo hizo Venezuela contra el vecino pueblo de Guyana, valiéndose de una supuesta superioridad de poder: lo planteó gallardamente a la autora del despojo, que fue la Gran Bretaña, la que buscó los modos de salirse aparentemente del asunto dejando al nuevo país la herencia del despojo para que lo sostenga con el alegato emocional de presentarse como supuesta víctima de una ambición venezolana. Y lo ha llevado por los canales del diálogo, en el cual el respeto y simpatía por todos los venezolanos por sus vecinos de allende el Esequibo han sido mantenidos con solícito esmero. Por ello es por lo que más nos duele el que pretenda presentársenos ante la opinión mundial como agresores, a quienes no hemos representado jamás otro papel que el de agredidos y en la presente ocasión no hemos hecho sino cumplir un acto rutinario de soberanía sobre un islote en el que nuestra posesión no ha sido en ningún momento disputada.

Falsa imagen pretende presentar el señor Burnham cuando desarrolla una amplia campaña de publicidad según la cual una poderosa Venezuela quiere ejercer ambiciones de prepotencia sobre un débil vecino. Todos saben que detrás de él están el poderío de la Gran Bretaña y el de los Estados Unidos, como saben también que detrás de su rival, el señor Jagan, está la potencialidad agresiva  del mundo socialista. Venezuela, frente a los dos bloques, no es sino una voz que reclama justicia; y es necesario que se mueva para que al menos sus hermanas de América Latina le den su solidaridad moral e impidan que un holocausto político –al calificarla de agresora– venga a consumar el holocausto territorial a que la sometieron la fuerza de las armas y el dinero británicos, con la venalidad comprobada del árbitro ruso y la aceptación resignada del árbitro norteamericano.

Está muy caro que el incidente provocado por el primer ministro de Guyana tiene finalidades de política interna. No sólo ha mirado el astuto político las elecciones difíciles que se le acercan, sino la necesidad de un pretexto para pedir a la metrópoli no retirar del territorio guyanés sus tropas de ocupación. Pero, en este caso, Venezuela ha pagado nuevamente los costos de la operación con un precio incomparablemente mayor: el de su prestigio internacional, mantenido sin sombras aun durante los años más oscuros del acontecer nacional.

Por eso creo necesario no restar importancia al incidente. No tanto en cuanto a la política bilateral frente a Guyana, que no debe desviarse de la línea de solidaridad internacional que se ha trazado, sino en cuanto a la política multilateral, en la que es necesario moverse con rapidez y eficacia para frustrar el movimiento tendiente a presentarnos con tintes hostiles, especialmente frente a una comunidad con la cual hemos mantenido tan buenas relaciones como la de los pueblos africanos.

No basta, pues, la protesta –que ha de ser todo lo serena y elevada que se crea conveniente, aunque estimo que ha debido ser más pronta y clara ante lo inusitado y organizado del ultraje– es urgente una intensa labor diplomática de acercamiento, de orientación y de divulgación para que no queden flotando en torno al nombre de nuestra patria las sospechas que la acción política del jefe del Gobierno de Georgetown trata de crear, contra toda verdad y contra toda justicia.

Y no se pierda de vista que sería contrario a los mejores intereses de la solidaridad continental y a nuestro destino impuesto por tan estrecha vecindad, caer en provocaciones para fomentar un clima de hostilidad, como consecuencia del presente estado de tirantez frente a su gobierno, con el pueblo que vive en nuestra frontera esequiba. Sería convertir a ambos pueblos –venezolano y guyanés– en instrumentos de una política de objetivos mezquinos, abrir entre ellos el abismo de un antagonismo destructor. No hay razón para que no seamos verdaderamente amigos; para que no asumamos, juntos, tareas comunes demandadas por el desarrollo de una región privilegiada por la naturaleza.

Con la misma energía que hemos de reclamar la afrenta, debemos al mismo tiempo reafirmar lo que ha sido la línea irrenunciable de nuestra conducta frente a los demás pueblos de este continente, solidaridad en la libertad y en la justicia; compromiso de trabajar juntos unidos por el ideal bolivariano de la grandeza de nuestra América.