La victoria del 68

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 1 de septiembre de 1966. 

 

El sentimiento adverso en todos los sectores contra el modo de gobernar de Acción Democrática es una realidad palpable. Los hechos se han encargado de patentizarlo. Está a la vista la decadencia de la fuerza de arrastre del partido que fuera un tiempo portavoz de las grandes mayorías nacionales. Cuando hemos dicho que sus días en el gobierno están contados; cuando les hemos aplicado la frase que en otras circunstancias pronunciara su líder máximo y afirmamos que no estarán en Miraflores «ni un día más, ni un día menos» del actual período constitucional, no hemos hecho sino expresar una rotunda convicción general.

Precisamente, para negarnos a participar en el gobierno en el actual período constitucional, una de las poderosas razones que nos movieron fue la de asegurarle al país una alternativa democrática. En la discusión de enero de 1964 pudimos verificar que la otra parte no tenía ante los ojos la visión de un gran programa cuya ejecución reclamaría un vigoroso esfuerzo mancomunado, ajeno a suspicacias y a pequeñas rivalidades electoreras. Nos dimos cuenta de que no se cumpliría con el pueblo en la medida que el momento reclama. Pensábamos que si no cortábamos nexos, el fracaso político y administrativo del actual gobierno nos arrastraría y podría empujar al país hacia soluciones extremas acechantes desde la derecha como desde la izquierda. Consideramos un deber patriótico fortalecer nuestro partido fuera de los cuadros gubernamentales: con ello respondemos al clamor nacional por un partido popular, coherente, dinámico, penetrado de una mística revolucionaria de transformación constructiva, capaz de trasmitir un mensaje de aliento a los campesinos y obreros, a las generaciones juveniles, a las crecientes clases medias; dispuesto a reunir en forma eficaz los mejores contingentes de técnicos e inflamarlos del ideal de poner esa técnica al servicio de los intereses nacionales y de las necesidades del pueblo. Eso hemos estado haciendo; y si al conocerse los resultados del 1º de diciembre de 1963, el comentario unánime de los observadores venezolanos y foráneos fue el de que si seguía creciendo en los años subsiguientes, la Democracia Cristiana vencería gallardamente a Acción Democrática en las elecciones de 1968, lo cierto es que los hechos han venido ratificando, una a una, las predicciones formuladas.

El terreno conquistado por COPEI lo ha ido ganando palmo a palmo, con sinceridad en su acción, con firmeza en sus convicciones. En las elecciones sindicales hechas conforme al reglamento electoral aprobado por el III Congreso Venezolano de Trabajadores; en las elecciones para los colegios profesionales, que reúnen lo más calificado de los egresados universitarios; en las elecciones estudiantiles, donde la vitalidad democristiana ha ido creciendo con pujanza a todo lo largo y ancho del país, el rumbo ascendente se ha pronunciado cada vez con mayor firmeza. En zonas del país donde mostramos anteriormente cierta debilidad electoral, el crecimiento de COPEI es notorio. Hemos ido ganando el acceso de mucha gente valiosa que no estuvo antes con nosotros; y en el centro de la República es incontable el número de quienes se acercan espontáneamente a manifestarnos que, si no nos dieron el voto por una u otra razón en oportunidades anteriores, están hoy convencidos de que en este momento nos incumbe la responsabilidad de abrirle al país la nueva etapa de su vida.

En otras circunstancias, la decadencia de Acción Democrática y su próxima salida del gobierno dejarían en Venezuela un vacío de liderato político. Cualquier análisis atento revela que la estabilidad del sistema y el rumbo firme hacia el futuro reclaman que otra fuerza adquiera el suficiente arrastre como para que sus mayorías le den el aval necesario para dirigirlas, aún dentro de las inevitables contradicciones y reservas que son a un tiempo la fuerza y la debilidad del gobierno democrático.

Nosotros entendemos que para cumplir ese rol tenemos que ser amplios. Representar cada vez más el anchuroso sentimiento de todos, y no prejuicios menudos de secta. Abrir perspectivas sinceras para el concurso de otras fuerzas convencidas también de las exigencias del momento, aunque con ellas podamos mantener diferencias importantes. Presentar un programa concreto, sin malabarismos verbales, expresado en fórmulas precisas; y trasmitirle a toda la nación la seguridad de que ese programa se va a realizar.

Precisamente, si nos hemos esforzado en cultivar dentro de la vida política una credencial a la que atribuimos el valor de palanca insustituible del futuro, ha sido la de nuestra fidelidad al compromiso. La palabra empeñada la hemos considerado sagrada. En nuestra trayectoria, más que en nuestros discursos, el país entero puede encontrar la garantía de que haremos de nuestra parte lo indecible para cumplir aquello que nos comprometamos a hacer.

Esto que aquí decimos tiene especial significación para la población independiente. No comprometidos con ningún partido ni grupo, los independientes también han adquirido experiencia. Saben que su poderosa fuerza no conduce a resultados tangibles si la emplean en alimentar entusiasmos que no reposen sobre una estructura sólida. Que ellos pueden y deben ser determinantes en la formación del gobierno y en el ejercicio del poder, sirviendo de respaldo y de freno, de orientación y estímulo, de control y de impulso, a la fuerza que en la oportunidad histórica sea más apta para encarnar los anhelos colectivos. Esto ocurrió en Italia, a través de De Gásperi; esto en Alemania, a través de Adenauer: entre los millones de votantes italianos y alemanes de la Democracia Cristiana hay muchos que no son demócratas cristianos, muchos que quizás no son ni siquiera cristianos, muchos que cultivan ideologías diversas, pero que saben que la fuerza a la que dan su voto representa en el momento la mejor posibilidad de expresión de los intereses y exigencias de sus respectivas comunidades nacionales.

No significa esta convicción rehusar la hermosa idea de una alianza de fuerzas diversas, de la coordinación de esfuerzos para asegurar mejor la victoria del 68 y para hacer más firme la acción del futuro gobierno. Pero, eso sí, en la medida en que contribuya a ese fin necesario. Tenemos aprensión contra la repetición de las «mesas redondas», cuyo único resultado fue, en otras ocasiones, forjar ilusiones que dieron después a la opinión pública desengaños rudos. Tenemos sobre todo un gran temor a repetir la historia de las últimas coaliciones gubernamentales, incapaces de afrontar de lleno las exigencias de un país en proceso de desarrollo, cargado de problemas, como el nuestro. No creemos que los venezolanos deseen nada que se parezca a un nuevo reparto burocrático. El reciente gobierno de «ancha base» demostró que la superficie de sustentación no es la que da a un gobierno posibilidades de eficacia, sino la solidez formada alrededor de propósitos claros y específicos.

La peor desgracia que podría ocurrir sería que a la derrota de Acción Democrática se estableciera un gobierno incoherente, fragmentario y, por ende, ineficaz y débil. El gobierno que suceda a AD tendrá que emprender vigorosas rectificaciones, ejecutar planes ambiciosos, dar la cara a angustiosos problemas; para ello debe gozar de una fuerza poderosa, compacta y decidida, dispuesta a acompañarlo en las situaciones más graves. No se trata de escoger un árbitro para un partido de fútbol. Se trata de poner un equipo a la vanguardia de un pueblo que quiere conquistar su porvenir.

Fórmulas están asomando para allanar caminos hacia una alianza de partidos. Ellas demuestran, al menos, que hay el deseo de lograr armonías y de aminorar disidencias. Pero, mientras tanto, no debemos olvidar que AD trabaja afanosamente para recobrar, a fuerza de instrumentos de poder y de acción, el ascendiente que ha perdido. Para derrotarla hay que trabajar sin descanso. Organizar los sectores populares. Llegar cada día a un número mayor de trabajadores y campesinos y de gente de clase media; hacerlos activos, coordinarlos, ponerlos a difundir en forma sistematizada la consigna del cambio que el país espera. Esto lo estamos tratando de hacer con nuestra maquinaria partidista, construida en veinte años de fe perseverante, rica en voluntad y en fuerza humana, aunque pobre en dinero y en instrumentos materiales. Con ella y con la comprensión de los sectores no alineados, verdaderamente independientes, el triunfo puede asegurarse. Sin ella, nada se lograría. Aunque el país esté cansado del gobierno y aunque se converse mucho por arriba.