La familia no es una entelequia

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 8 de septiembre de 1966.

 

Uno de los hechos más importantes de nuestro tiempo, en el campo de las instituciones sociales, es el movimiento universal hacia el fortalecimiento de la familia. Ya no es una consigna limitada a determinados círculos ideológicos, ya no se trata de una aspiración circunscrita a determinados credos religiosos: el reconocimiento de la familia como célula social fundamental, el reclamo de que se la fortalezca, tienen alcance general.

Característico del pensamiento social de este siglo es esa unánime coincidencia. En el siglo pasado, como observa Leclercq, todo lo que iba contra la familia parecía a la moda: el romanticismo individualista del pensamiento liberal orientaba hacia la «libertad de amar» sus preocupaciones sobre las relaciones entre hombre y mujer; el socialismo científico expresado en el pensamiento ortodoxo de Marx y Engels, ponía como meta de la revolución, en lo pertinente a la familia, aquella concepción del amor libre en que la vinculación de los esposos sólo debía mantenerse «mientras el amor dure» y por tanto debía disolverse por la simple manifestación de voluntad de uno sólo de ellos «sin patalear en el estéril fango de un pleito de divorcio». Ambos extremos, como suele suceder, se tocaban.

Si alguien hubiera propuesto, a fines del siglo XIX o comienzos del XX, que en una constitución política se consagrara el valor fundamental de la familia, el deber del Estado de ampararla, el reconocimiento del matrimonio como institución, cuyo fomento y amparo es obligación de la sociedad, habría parecido un predicador de sermones abstrusos. Hoy, la unanimidad se logra no sólo en el seno de un mismo país, como ocurrió en Venezuela al redactarse la Constitución que entró en vigor el 23 de enero de 1961, sino por sobre todas las fronteras: en países donde priva una democracia liberal, como Suiza, lo mismo que en aquellos donde existe una democracia social, como Suecia; donde reina la libertad, como Francia, Italia, Alemania o Bélgica, que donde manda un gobierno autoritario, como España, Portugal o Egipto; donde la creencia religiosa es fuente primordial de inspiración, como Irlanda, que donde el ateísmo es norma oficial del Estado, como los países comunistas, la política oficial se declara cada vez más comprometida a hacer de la familia un verdadero pilar sobre el que se levante, sólidamente, toda la arquitectura social.

En el desarrollo constitucional del mundo de post-guerra, un hecho sintomático es la coincidencia de declaraciones constitucionales en favor del núcleo familiar en la República Federal Alemana, vanguardia del mundo occidental, y en la Zona Alemana del Este, que bajo el nombre de República Democrática le opone a aquélla las ideas e intereses del bloque de países ocupados en la guerra por las armas soviéticas. Y produce una profunda impresión el curso que de treinta años para acá, y después del previo intento de expresar en las leyes el pensamiento ortodoxo de Marx y Engels, ha ido tomando en la propia Unión Soviética la política de protección familiar: hasta el punto de que ya hoy se diga que es más difícil obtener un divorcio inmotivado ante un Tribunal Popular en la URSS que en algunos países de la llamada civilización cristiana.

Penetrarse de la importancia de la unidad familiar, conocer sus problemas, estudiarlos a fondo para proponer soluciones correctas y empeñarse en una acción positiva para solucionarlos, es hoy de primerísima importancia; especialmente en estos países de América Latina, donde la necesidad del desarrollo corre pareja con la urgencia de lograr una eficiente organización social. De ahí que las palabras del presidente Leoni, al saludar a los participantes en el IV Encuentro Latinoamericano del Movimiento Familiar Cristiano, cuyas sesiones se celebran actualmente en Caracas, no nos parezca una simple expresión de cortesía, sino el reconocimiento por parte del Jefe del Estado, de la obligación insoslayable de las autoridades de prestar estímulo a quienes se interesen de buena fe en concurrir a la gran cruzada necesaria para hacer que esa célula social fundamental se desarrolle sana y fuerte.

Las estadísticas familiares en América Latina son alarmantes. No es Venezuela la única poseedora del triste privilegio de que la mitad de los niños que nacen no provengan de una unión constituida regularmente según el ordenamiento jurídico. Y aunque ello no quiere decir que esa mitad sea fruto de uniones todas casuales, porque hay muchos matrimonios de hecho en los cuales los deberes de la vida familiar se cumplen como si el vínculo hubiera sido formalizado legalmente, lo cierto es que ese alejamiento del matrimonio, y la proliferación de encuentros casuales que hacen que muchas madres tengan sus hijos de diversos padres, revela un mal profundo cuyas causas es preciso desentrañar y cuyas raíces es urgente curar.

Que un nutrido y brillante grupo de matrimonios cristianos no se contente con mejorar su propia vida para hacerla un reflejo cada vez más puro del espíritu evangélico, sino que se ocupe también activamente del problema como lo afrontan los demás –sin adoptar poses soberbias, sin adolecer de complejos de superioridad y sobre todo sin encerrarse en torres de marfil por un absurdo miedo a la contaminación del ambiente, sino proyectándose en forma generosa para irradiar una idea en que se cree y conforme a la cual se vive– merece aplauso y reconocimiento por parte de todos, sin distingo de credos. Los demócratas cristianos no podemos negarles ese aplauso: se los damos con sinceridad, acompañado por una atenta observación de sus deliberaciones.

Sabemos que el problema familiar tiene causas morales de las cuales en mucho dependen; pero también causas materiales, dificultades económicas, situaciones inaceptables por injustas e inhumanas. Si hemos sido campeones en la lucha por la vivienda popular, ello es, en parte, porque nos parece lírico –y hasta necio– predicar la renovación de la familia sin hacer que ésta tenga un techo humilde pero decente donde albergarse. Si defendemos la necesidad del cambio de las actuales estructuras, ello lo hacemos, entre otras cosas, porque esas estructuras viciadas privan a centenares de miles de familias de la posibilidad de ganar el sustento con alguna seguridad económica; del acceso a la propiedad de los bienes que el Creador puso sobre la tierra y el hombre multiplica con su esfuerzo; de la perspectiva de progresar, aprovechando la movilidad vertical que nuestras jóvenes sociedades todavía permiten y que es preciso convertir en hecho real y dinámico, para empujar a sus hijos hacia posiciones de mayor influencia y responsabilidad.

Estamos seguros de que los matrimonios cristianos que se encuentran ahora en Caracas, saturados de espíritu conciliar, no se quedarán en el terreno de las especulaciones; no se limitarán a la interpretación teológica, a la ascética purificadora y a la liturgia renovada, por importantes que ellas sean. Que abrirán sus ojos hacia la realidad social de las clases desposeídas y le darán al Movimiento Familiar Cristiano un sentido apostólico cada vez más audaz. No sólo para hacer mejores a los que ya viven habitualmente una vida ordenada, sino para proyectar en las clases humildes el sentido de la vida familiar y para luchar por la reforma de las estructuras sociales, cuyo anquilosamiento impide lograr las condiciones indispensables para que la familia se fortalezca y prospere.