Política nueva y distinta

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 7 de abril de 1967.

 

No cabe duda de que el sistema democrático atraviesa en Venezuela su momento más difícil desde 1958. El país está en trance de dejarse arropar por una marea de desengaño. Esperó mucho de la democracia, que a lo largo de su historia había sido una especie de novia imposible: creyó que bastaba conquistar las libertades públicas, instaurar un gobierno civil, poner a funcionar los partidos, para que se resolvieran como por arte de magia las tremendas necesidades nacionales; echara a andar veloz la maquinaria del progreso y reinaran la paz y la justicia en las relaciones humanas.

Gran parte de las frustraciones sufridas se explican porque estamos viviendo tiempos difíciles, en los cuales se mezclan factores exógenos y endógenos para agravar los problemas. No cabe ya la imagen decimonónica de que gobernar bien es hacer unos cuantos puentes, arreglar unos kilómetros de carretera, hermosear las plazas de los pueblos y lograr unas cuantas gacetillas en «loa» del régimen. Los tiempos reclaman gobiernos dinámicos, renovadores, penetrados de la mística del desarrollo, entregados con pasión a la creación de nuevas condiciones, a la formación de nuevas estructuras, capaces de realizar el hombre nuevo, de incorporar los sectores marginados a la participación en la vida social, de promover a los sectores populares al ascenso que la democracia supone en todos los órdenes, de coordinar el esfuerzo constructivo del sector público y de los sectores privados para la conquista de una vida mejor.

Pero la propia democracia tiene en sí mecanismos para remediar sus fallas. Si un partido demuestra en el poder su incapacidad de responder a las exigencias de un momento histórico, los electores tienen en la mano el arma para conceder la alternativa a otro que se muestre más calificado para la empresa. Lo serio en Venezuela es que el sistema de remiendos puesto en boga, tiende a dañar, no sólo la imagen de un partido que ya cumplió su ciclo histórico y no satisface los requerimientos actuales, sino la imagen general de los partidos, que empiezan a ser vistos como simples comanditas de intereses, enredadas en la defensa de posiciones grupales, incapaces de levantarse sobre el espeso lago de turbulencias que invade más y más nuestra vida política y administrativa.

No es sano para el país ver de la noche a la mañana a un partido cualquiera diciendo blanco y radiante a lo que ayer llamaba negro y tenebroso. No sirve a los altos intereses de la democracia halagar como a un potencial baluarte de una empresa de redención nacional, a cualquier grupo señalado como corresponsable de gravísimas culpas, por el simple hecho de que cambie de posición y quede modificada la correlación de fuerzas. Mucho menos coadyuva al saneamiento de la administración, mirar con indiferencia la extensión de corruptelas, el comercio de licencias emanadas de dependencias gubernamentales, la exigencia o aceptación de comisiones, la participación de personeros oficiales en negocios lucrativos.

Venezuela reclama urgentemente una política nueva y distinta. En otros países se hizo la prueba volcando el respaldo de los votos a figuras nuevas, mesiánicas, en las que se pusieron grandes esperanzas: tal fue el caso del General Ibáñez en Chile o de Janio Quadros en Brasil. El símbolo electoral de éste era una escoba, con la que se proponía limpiar el gobierno. Esas aventuras culminaron en fracasos explicables: el cambio requerido no podían hacerlo figuras aisladas, prisioneras de las combinaciones políticas o desasistidas de equipos eficientes. Las maquinarias partidistas no se improvisan, los equipos de trabajo no se crean de la noche a la mañana, la moral política no resiste si no se ha fraguado en un largo combate. El partido construido por Ibáñez (Padena) conserva hoy apenas un dos por ciento de los electores chilenos, y la aventura de Quadros terminó en la espectacular tragi-comedia de su renuncia, que inició una nueva estación en el calvario político de su país.

Los venezolanos que miran con angustia hacia el 68 sienten la urgencia de que un grupo penetrado de fe, lleno de mística, organizado con eficiencia, dedicado a estudiar los problemas nacionales y a formar un equipo capaz de afrontarlos, proyecte un nuevo horizonte, forje la imagen de un partido distinto, deseche el politiqueo maniobrero y se lance por un camino claro, sin reparar en las asperezas que se le opongan, a intentar la recuperación del destino nacional. Si ese equipo no se perfila, el país experimentará un tremendo vacío de conducción, que lo pondrá en peligro de caer en un funesto escepticismo o de entregarse en las manos de un aventurero cualquiera.

La Convención Nacional del Partido Social Cristiano COPEI, que se instala hoy en Caracas, tiene la excepcional oportunidad de llenar ese vacío. Muchos y complejos intereses han tratado de presionar al partido en toda forma, para que renuncie a la aspiración de orientar la vida nacional por un rumbo diferente. La dirección nacional ha sorteado con firmeza esos escollos. La Convención va a dirimir este dilema: o plegarse ante el arrullo de las complacencias o lanzarse valerosamente a ofrecer una política nueva y distinta. De optar por este último camino le dará al país nacional, colocado ante una clara alternativa, la oportunidad de abrir el camino de su verdadera grandeza. El partido pondrá en las manos del pueblo la posibilidad de tomar una decisión histórica.