La terrible prueba

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 4 de agosto de 1967.

 

Hemos pasado una terrible prueba. Después de la tremenda sacudida, con los corazones lacerados, sentimos orgullo de nuestra ciudad.

67 años transcurrieron desde el terremoto anterior. Ahora se trataba de una metrópoli de casi dos millones. Extendida hacia el Este, «donde se ensancha el valle de Chacao, en una llanura tendida y como nivelada por la permanencia de las aguas», lugar preferido por Humboldt, pues dijo era «de sentirse que la ciudad de Caracas no haya sido fundada ahí», fue precisamente en aquel sitio donde recibió la herida más profunda. En vez de viejas construcciones de tapias había monstruos audaces de hormigón armado, levantados largo trecho del suelo, desafiantes de la naturaleza. La prueba fue muy dura, pero la amada y amable metrópoli la superó serenamente.

Cuando el bramido trepidante pasó, la conmovida población se echó a la calle y tendió la vista por sobre su escenario de todos los días. Al localizar, cual árboles caídos, los edificios desplomados en aquel bosque de concreto, la dolorida emoción colectiva se volcó sobre ellos. Pero, en medio del duelo, un himno mudo de acción de gracias a la Providencia salió de los pechos jadeantes, por cuanto la dolorosa tragedia hubiera podido revestir una magnitud diez veces, cien veces, muchas veces mayor. Frente a los hechos, todos cumplieron su deber. Hubo actos de verdadero heroísmo. Los bomberos, los oficiales y soldados de los batallones de ingenieros, las autoridades y agentes, la población civil, las organizaciones de ayuda social se mostraron dignos de la responsabilidad de vivir en una gran ciudad.

Todos los habitantes de Caracas estamos profundamente adoloridos. Apesadumbrados por la pérdida de vidas apreciadas, de vidas útiles, de vidas promisoras. Hemos padecido el calvario de padres y madres, de esposos, hermanos, parientes o amigos, en la espera interminable por los seres queridos. Hemos sentido con ellos el sarcasmo punzante de las ilusiones frustradas durante la tarea laboriosa del rescate. Sufrimos con las familias que no tienen hogar, con los que han perdido el fruto íntegro de largos años de esfuerzos, con los que han dejado abandonados al acaso objetos estimados, tal vez privados de valor venal, pero inapreciables en el tesoro de los afectos.

Pero ya, pasada la prueba, tiene que imponerse de nuevo la voluntad de acción, el impulso creador, el sentido de solidaridad. Los que recibieron más directamente el efecto del terremoto deben ver abrírseles de una vez vías francas para la recuperación. El Gobierno ha prometido ayuda: nadie sería capaz de negarle todo el respaldo necesario para que la preste eficazmente. Esa ayuda debe tomar formas prácticas. Los créditos a muy largo plazo y sin interés o con un interés simbólico, pueden servir para enderezar de nuevo el aliento de los damnificados, pero tal vez no basten. La comunidad entera, representada por el Gobierno Nacional y los diversos sectores sociales, han de absorber parte directa de los daños, a través de algún tipo de subsidio en favor de quienes soportan pérdidas demasiado cuantiosas para sus posibilidades. Ofrecerle al que perdió su vivienda –quizás lo único que tenía– un préstamo para conseguir otra, cuando quizás le quedaron de la anterior severos compromisos, es insuficiente en muchos casos. El daño sufrido no puede soportarlo solo. Es preciso reconocerle al menos parte de lo que había invertido, como aporte inicial para obtener otra habitación o para reconstruir la anterior.

¿De dónde ha de salir ese subsidio? El Ejecutivo ha anunciado partidas importantes y el Congreso expresó la voluntad de autorizarlas. Felizmente, son pocos los edificios públicos dañados, y ni las calles ni las instalaciones de servicios han sufrido, por lo menos en forma ostensible. Los empresarios parecen dispuestos a una contribución extraordinaria. Los trabajadores prometen algo de sus salarios. Una empresa ensambladora de automóviles acaba de dar un significativo ejemplo. Las ofertas de colaboración extranjera podrían canalizarse de manera eficaz.

Pero hay otras medidas de urgencia impostergable. Es preciso garantizar sin demora ni ambigüedad la estabilidad del mercado de cédulas hipotecarias. Una acción rápida al respecto podría cortar en seco efectos peligrosos. Por otra parte, hay que facilitar a la gente que salió en la noche del sábado de sus hogares, la recuperación de sus muebles y otras pertenencias, aun en el caso de edificios seriamente dañados, adoptando las debidas precauciones.

Todas las construcciones resentidas deben apuntalarse de inmediato: aun aquellas que deban demolerse, para que la demolición se haga bien y para proteger la vida de los trabajadores que hayan de realizarla.

Obrar presto y con humana comprensión es la mejor manera de corresponder a la actitud ejemplar de los habitantes de Caracas. Cada familia debe sentir que se vuelve con paso firme a la normalidad. Y la terrible prueba obliga a prevenir, hasta donde sea humanamente posible, cualquier emergencia futura a la que toda gran ciudad está expuesta. La mejor recompensa para los caraqueños será dotar a Caracas de aquello que la daña; organizar servicios idóneos, en alerta siempre a toda contingencia; estimular las posibilidades latentes para mirar con confianza el porvenir y fortalecer su fe en sí misma, para ser siempre digna de la gran tarea de dirigir a un gran país a la conquista de un destino mejor.