La autonomía maltrecha

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 17 de febrero de 1967.

 

Sigue hiriendo el tema de la Universidad Central el alma de la patria. ¡Cómo no sentir lacerado el espíritu quienes nos formamos en ella y la queremos seguir viendo como «alma mater», «madre sustentadora» de nuestra cultura!

Parece como si hubiera sido una maldición de la riqueza. Con sus opulentas construcciones de hormigón armado, con su alumnado de decenas de miles, con su presupuesto de millones –quizás tantos como los que hace 30 años componían el presupuesto total de la República–, cómo echamos de menos la sobria dignidad, el decoroso respeto por sí misma con que salvaba su concepto ante el país. Nunca tuvo antes un estatuto jurídico tan destinado a enaltecerla, pero tampoco llegó nunca a caer como ahora su imagen en el ánimo público. No es culpa de la Universidad, pero carga con ella. Reconocemos los aislados esfuerzos que se hacen por reivindicarla; pero, hasta ahora, toda nueva información sobre la crisis universitaria constituye una como nueva estación del calvario de la Universidad. El país nacional no la entiende. Aunque debía pensar que, siendo ella el espejo bruñido que refleja el ambiente, sus males son un toque de alarma que obliga a ver a fondo los males de la comunidad.

El proceso se venía cumpliendo, cuando se precipitó la crisis. Llegó el allanamiento, que no fue allanamiento sino verdadera ocupación. Desde millares de vehículos en tránsito por las vías adyacentes, los transeúntes miraron con impasibilidad el despliegue de fuerza, como si lo hubieran esperado desde hacía mucho tiempo. Hasta los enfermos tuvieron que evacuar el hospital. Médicos, científicos, investigadores, amén del común de profesores y estudiantes, quedaron largas semanas sin acceso a las instalaciones universitarias; y no hubo rubor en publicar, en comunicados oficiales, que el Rector hacía «gestiones» con el juez para obtener que fueran dejando entrar a algunas de las autoridades del Instituto o auxiliares administrativos. ¡Se anunció como un triunfo de esa gestión diplomática del dueño de casa el que obtuviera el acceso de algunos familiares al hogar! Y ahora se titula casi como de un final victorioso la noticia de que ya los universitarios pueden volver a la Universidad.

Con la frialdad escueta de los hechos, informaciones periodísticas han revelado aspectos dolorosos, que por sí solos bastarían para emplazar, unas veces al gobierno universitario, otras al gobierno nacional. Asesinatos alevosos, decretados, planeados y hasta ejecutados en el recinto universitario son un baldón de esos que en la liturgia medieval habrían reclamado largas ceremonias para borrar la profanación. Esto lo hacían con descaro grupos extremistas a los que no se quiso dar el frente ni todavía muchos se atreven –porque los asusta o porque no les conviene– a llamar por su nombre. Y ocurría precisamente cuando las autoridades universitarias anunciaban –como lo reiteran todavía– que la vida del instituto estaba «a punto de normalizarse» porque «ya no se perdían días de clase por huelgas o conflictos estudiantiles». En cuanto a la intervención del gobierno, el alegato más duro contra la ocupación lo constituyen las fotografías de algunas partes del recinto universitario después de la devolución: en ningún país civilizado será comprensible que el poder público entrara a cumplir una misión judicial en las dependencias de una institución académica y tolerara el que se diera a una actuación tan delicada el aspecto de una operación punitiva.

Maltrecha entre girones va quedando entretanto, la tan discutida y defendida autonomía. Porque autonomía es, sobre todo, autogobierno, y lo triste es que en la Universidad no se ha cumplido a cabalidad la función de su propio gobierno. ¿Ignoraban las autoridades universitarias que el recinto, como lo han manifestado ahora oficialmente ellas mismas, se había convertido en base de actividades delictivas? Denuncias hubo para que hicieran frente a la situación con el coraje que la gravedad de los hechos exigía: la respuesta fue siempre evasiva y hasta se pretendió imputar a quienes reclamaban el rescate de la Universidad, que sus afirmaciones eran calumnias deliberadas para indisponer a la institución, en cuya defensa se pretendía salir.

Ahora, después de ver al poder público aparentemente dispuesto a no ceder, aceptan como natural lo que un mes atrás parecía inconcebible. Con la misma debilidad con que antes se dejaba hacer al extremismo, ahora se nota la disposición de dejar hacer al Gobierno. Hasta frente a la reglamentación de la Ley de Universidades se adopta una posición desvaída. Reparos teóricos de tipo general, para salvar la cara, y eufemismos para proponer transacciones en los puntos en que más se contraponen el concepto autonomista y el concepto ejecutivista.

Cada nueva noticia sobre la Universidad es un nuevo desgarrón en el alma de quienes le mantenemos nuestro culto. Estudiantes y padres de familia tienen legítima preocupación por salvar el año. El país debe tenerla por salvar la esencia de la Universidad. Seguimos pensando que la solución es clara. No se trata de levantar o derribar vallas ni de abrir autopistas en el corazón de la Ciudad Universitaria. La autonomía, más que una fórmula legal, es un atributo de la dignidad universitaria. Pongámonos de acuerdo los universitarios de todo género que creamos en la universidad y no querramos colocarla al servicio de intereses bastardos, y llevemos a su frente, por los medios legales, a quienes puedan hablar en voz alta, representarla en forma auténtica, hacerse y hacerla respetar. La cuestión universitaria no es una cuestión de policía. Su solución reside en el rescate del espíritu universitario.