El prestigio del Congreso

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 7 de julio de 1967.

 

Nuevamente llega el día previsto para terminar el principal período anual del Congreso, sin que la labor legislativa haya correspondido a las expectativas del país. Se decide otra vez prorrogar las sesiones por algunas semanas, con el objeto de festinar la aprobación de proyectos que no fueron presentados con tiempo suficiente para el análisis parlamentario y el debate público. Mientras tanto, el prestigio del Congreso baja en la estimación general.

Esto es muy grave para el sistema democrático, porque la representatividad de las instituciones tiene en el Parlamento su máxima posibilidad. Es un dispositivo permanente para conjugar las corrientes de opinión y expresar los diversos intereses que concurren en la vida social; es la expresión más tangible de la representación nacional.

Pero sería injusto cargar a la democracia, o al Congreso mismo, la cuenta de sus deficiencias. No hay, en realidad, tres poderes: hay un solo poder público, cuyas ramas ejecutiva, legislativa y judicial se condicionan recíprocamente, dentro de la autonomía relativa de que gozan para los fines específicos que les competen. El más brillante de nuestros parlamentos, la Convención de Valencia de 1858, no llegó a nada positivo para el país porque éste tenía su destino en manos de un gobierno incapaz. Ya pasó aquella interpretación exagerada del pensamiento montesquiano según la cual cada una de las tres manifestaciones clásicas del poder estatal tenía una vida propia y distinta. La teoría constitucional se reajusta y prevalecen los dictados de la experiencia. Por ello, nuestra Constitución vigente dispone: «Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias; pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado».

El desprestigio del Congreso no es culpa solamente suya. «Las dos principales instituciones del Estado –dice Mendes France en La République Moderne, han sido creadas para cooperar. Su vinculación es ineluctable; ellas actúan y reactúan constantemente la una sobre la otra. Algunos dominios no pueden pertenecer en propiedad a una u otra, sino, por el contrario, están inevitablemente compartidos de hecho entre ellas». En verdad, ¿qué puede hacer el Congreso, si el Gobierno al iniciarse cada período de sesiones no tiene preparado un paquete bien estudiado de proyectos, elaborados y coordinados, conformes con un plan sistemático y puestos oportunamente en conocimiento de la opinión pública? ¿Qué camino queda a los parlamentarios, si la representación del Gobierno en las Cámaras no pone de su parte el esfuerzo necesario para que los proyectos se tramiten a tiempo? ¿Qué pueden hacer los senadores y diputados si sus iniciativas se engavetan, y hasta se sustituyen por apresurados decretos –como ocurrió con el proyecto copeyano sobre distribución gratuita de textos y material escolar–; o si son negadas sistemáticamente las mociones tendientes a hacer que se discutan aspectos fundamentales de política y administración, como sucede con las memorias ministeriales?

Durante los últimos años, al instalarse las Cámaras no se ha previsto nada para aprovechar eficazmente sus labores. Poco llevan preparado los incontables cuerpos, comisiones y asesores que a costos elevados sostienen los diversos despachos. Si llega un texto importante, como el Proyecto de Ley Electoral elaborado por el Consejo Supremo, no se ve en los sectores gubernamentales, que controlan la marcha del Congreso, el sincero deseo de darle curso. A los sectores no gubernamentales no se les ofrece otra posibilidad que la de pronunciar de vez en cuando algún discurso que obligue a dedicar unas horas a discutir algún tema nacional, pero el resultado del debate queda en nada. Cuando terminan las sesiones, el balance es desalentador.

De este quinquenio parlamentario, sólo quedan en 1967 los dos meses destinados principalmente a discutir el presupuesto (octubre y noviembre) y las sesiones del 68, que es definitivamente un año electoral. En total, el período constitucional está virtualmente perdido en cuanto a la inmensa tarea legislativa que la Constitución de 1961 exigía para que sus inspiraciones tomaran vida real en la transformación de la República. Sería injusto echar la responsabilidad principal de esta falla a la institución parlamentaria. Sencillamente, es característico del régimen actual renunciar a la fecunda actividad creadora, limitarse a la hipertrofia progresiva de la ineptitud burocrática y a sorpresivas medidas de naturaleza espasmódica, que en el orden legislativo se cumplen durante prórrogas y sesiones extraordinarias. Un gobierno que programara sus actividades permitiría el rescate automático del prestigio del Congreso, ofreciéndoles interés por sus tareas y dándole oportunamente materia sobre qué trabajar.