El espejismo de la violencia

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 16 de junio de 1967.

 

El rápido sucederse de las operaciones bélicas en el Medio Oriente, la sensación de que el alto al fuego no significa paz, las inquietantes interrogaciones sobre el desenvolvimiento futuro del conflicto, han acaparado justamente la atención general; pero no alcanzan a borrar las preocupaciones crecientes sobre la extensión del clima de violencia en la América Latina.

Diariamente continúan las noticias. Las de Bolivia se destacan, con la circunstancia de que el origen del régimen actual y del que lo precedió en aquel país hermano aumentan la confusión de los espíritus, hasta el punto de que ánimos no comprometidos lleguen a inclinarse por legitimar la acción armada. En Guatemala, donde estuve por unas horas la semana pasada, encontré su bella capital conmovida por una contienda violenta entre grupos clandestinos, que plantea perspectivas angustiosas: a los atentados de la extrema izquierda han venido a suceder los de la extrema derecha, con manifestaciones no menos absurdas y crueles. Las referencias podrían seguir; y las declaraciones cubanas de estímulo y apoyo a las actividades insurreccionales en otros países no pueden tomarse como fanfarronada.

El hecho debe enfrentarse con una estrategia global, basada en una concepción integral del problema. Dentro de ella, es necesario estar alerta contra todo tipo de propaganda que tienda a provocar una predisposición a la violencia en el ánimo de sectores juveniles.

Los pueblos latinoamericanos han sido víctimas de continuas frustraciones a lo largo de su historia. En las guerras civiles se consumieron sus mejores energías, desviadas hacia la destrucción aun en los casos en que tuvieron objetivos nobles. Hoy sobran ejemplos en el mundo para recordar la infecundidad de la violencia. Cuba no ha alcanzado ni libertad ni bienestar, al precio de terribles sacrificios, y sólo ve en el horizonte posibilidades sombrías. China confronta el estado de anarquía y desorientación más espantoso que pudiera atravesar ninguna porción de la humanidad, y sobre las falanges juveniles que anunciaron su «revolución cultural» quedarán manchas imborrables, como el monstruoso atentado de haber saqueado la casa de Confucio.

Pero se está tratando de sembrar en la inquietud de nuestros jóvenes una filosofía de la violencia. La situación establecida en algunas naciones aumenta el combustible para el fuego. Impermeabilidades esclerosantes por parte de capas dirigentes exasperan la sensibilidad social, y el recurso a la acción directa se insinúa como salida a la impaciencia. Por ello se levantan voces autorizadas, para recordar –como algunas lo han hecho en el Congreso de Cáritas que se clausura hoy en Caracas– que si no se hace una revolución pacífica quedarían actuando a sus anchas factores destructivos que podrían sumir a la humanidad en un terrible caos.

A principios del siglo, en Europa, la propaganda de la violencia desencadenó las epidemias comunista y fascista y condujo a la segunda guerra mundial. En América Latina, debemos mantenernos atentos a conjurar cualquier síntoma que pudiera anunciar ese proceso. No es posible dejar olvidar que, en nuestro continente, la violencia fue «la devoradora de hombres» que simbólicamente describió Gallegos en la mejor de sus novelas.

La tarea del desarrollo es ardua. La construcción de grandes partidos populares, capaces de mantenerse fieles a una concepción nueva de la vida, firmes en el cumplimiento insobornable de su misión histórica, supone una consagración heroica. Es hacia allá hacia donde se endereza nuestra preocupación. Inflama a los jóvenes con una mística creadora, y recordarles que la violencia, según lo expresa la insospechable palabra de Pablo VI en su más importante encíclica, «engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor».

Grande es la responsabilidad de los actuales dirigentes de nuestras naciones. Su indiferencia ante las graves trasgresiones del orden actual a la justicia y a la caridad sería funesta. Por otra parte, la vacilación en condenar la violencia podría contribuir a la formación de un estado de conciencia proclive a que ella se enseñoreara de estas tierras hermosas y condenara al fracaso las aspiraciones de nuestros pueblos. Muchos de los jóvenes que se volvieron guerrilleros y aprendieron a matar y morir en las fauces de una violencia sin sentido fueron víctimas de los teorizantes. El caso de Camilo Torres en Colombia es un ejemplo de dolorosa frustración: un hombre generoso, impulsado por un deseo de bien y sacudido por íntima vocación mesiánica, terminó frustrado, con una ametralladora entre sus manos –que no estaban hechas para matar sino para bendecir–, tirado en un zanjón anónimo, con los ojos vidriados buscando penetrar una verdad que no logró alcanzar.

Ese no es el ejemplo a seguir. La violencia es un espejismo. En ella se han hundido nobles intenciones de generaciones valiosas. El mundo de hoy, del que formamos parte, nos exige en cada una de nuestras patrias una visión real de los hechos y una voluntad indeclinable de trabajo y redención, de perseverancia y de fe.