La agitación universitaria

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 3 de marzo de 1967.

 

Con motivo del derrumbe de la cerca que separa el Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria y de la suspensión de clases en la Universidad, la opinión vuelve los ojos con creciente angustia hacia la situación de nuestro máximo instituto. Comienza hasta a hablarse de éxodo de estudiantes. Se oyen frases que recuerdan la diáspora 1951-52, cuando, por cierto, fueron muy contados los estudiantes que se decidieron a soportar hasta el fin la pérdida de su año como consecuencia de una actitud.

Estoy seguro de que la mayoría de los padres y representantes, preocupados por el problema universitario, no ven con ojos egoístas el problema. Naturalmente, tiene que inquietarlos el daño que se concrete en sus hijos, pero su alarma se extiende al perjuicio que puede sufrir la colectividad si más de veinte mil estudiantes de carreras importantes pierden el año, y, más aún, si la agitación se extiende a los liceos y en el próximo curso se abarrotan las aulas con los cursantes actuales más los egresados de bachillerato que soliciten cupo en la educación superior.

La cerca derribada es un hecho más que todo simbólico. No cabe duda de que entre los promotores del acto hubo quienes deliberadamente querían realizar una provocación, en la esperanza de llevar las cosas a un grado de estallido general. Pero tampoco puede dudarse de que muchos jóvenes participaron por razones diversas: por la exaltación propia de la edad, por necesidad de desahogo, por ingenua creencia de que rompiendo una valla material expresaban su rebeldía contra un estado de cosas injusto que vieron representado en la malla ciclón. Objetivamente, se trata de una acción censurable: menos mal que el Gobierno, incurso en tan larga sucesión de errores en la crisis universitaria, tuvo en este caso la sensatez de no enviar fuerza pública a enfrentarse con los grupos estudiantiles entregados a la actividad demoledora.

Lo cierto es que lo ocurrido ha servido de alerta y debe promover a reflexiones importantes para el futuro de la comunidad universitaria. En primer lugar, para que los profesores, que son el esqueleto de la Universidad, y los estudiantes que concurren a las aulas a formarse para servir al país, que son la mayoría, asuman la responsabilidad de defender la institución: de defender lo suyo, que es al mismo tiempo patrimonio de todos los venezolanos. En segundo lugar, para que la lucha contra lo que vulnere la dignidad universitaria no se deje derivar hacia una agitación estéril y contraproducente.

Porque está muy claro que hay grupos interesados en arrastrar la Universidad a la violencia, que no tienen afecto por ella ni le han guardado respeto. Que no reparan en el daño que al país pueden causar –a un país urgido de vigoroso impulso de desarrollo y carente de suficientes profesionales– cuando buscan lo que creen convenir a sus planes insurreccionales. Que no creen en la autonomía como valor permanente ni la respetarían un solo día si llegaran alguna vez a gobernar. Esos aspiran a cumplir una operación de escalada, quemando etapas hacia fines que no están ocultos, porque los pregonan abiertamente. Es algo patente; y si pretendieran desmentirlo, no creo se atrevan a hacerlo cuando lo afirma una persona como el antiguo Rector De Venanzi, quien acaba de declarar: «Esta situación ha sido provocada en mi criterio por grupos aislados que siguen manteniendo la tesis errónea de que creando una situación como la presente van a desquiciar la estabilidad del gobierno y preparar acontecimientos que propicien la revolución».

Cuando una justa irritación colectiva es manejada por agitadores profesionales, se producen contagios, se compite a ver quién es el que más grita, surge en todos los sectores la presencia del exaltado emotivo, a quien se hace difícil controlar. Esto explica lo sucedido. Según lo reconoce en columna editorial el propio diario del Gobierno, el Reglamento ha recibido decisivo rechazo. De allí la gran fuerza motora de los acontecimientos. Pero es urgente marchar con clara orientación en el rescate de la Universidad. En ello asiste un gran deber a los estudiantes y profesores independientes y a los que militan en fracciones democráticas de cualquier membrete: su posición no puede ser la de agredir injustamente a quienes han dado ejemplo de lucha por los principios, o atacar por igual a todos los partidos, sino contribuir a la suma de fuerzas genuinamente universitarias y verdaderamente democráticas, con militancia o sin ella en partidos políticos para salvar a la Universidad. No para volverla a hacer guarida de la insurrección, sino para lograr que sea cuna y crisol de la cultura superior venezolana.

La dirección nacional de COPEI está sumamente preocupada por la cuestión universitaria y decididamente dispuesta a contribuir para que se supere dignamente esta grave crisis. Ha ordenado a su militancia que la lucha contra el Reglamento –en todo aquello que vulnera la autonomía y el decoro de la Universidad– se canalice por cauces democráticos y constructivos. Está dispuesta a mantener esa línea con inquebrantable firmeza. Los copeyanos no acatarán órdenes adoptadas por organismos de dirección estudiantil en cuyas decisiones no hayan participado sus representantes. Queremos salvar la Universidad para el país, no para el extremismo. No podemos olvidar que son los extremistas los primeros responsables de la tragedia que vive el Alma Máter.