Deber con la universidad

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 26 de mayo de 1967.

 

En una democracia orgánica, las universidades son comunidades cuya vida se mueve por propia decisión, dentro del marco de la ley. En Venezuela estamos aprendiendo, en la vida, después de tanto leerla en los libros, la experiencia de la democracia. Este aprendizaje lo hacemos también dentro de cada universidad. Como Bolívar en la Carta de Jamaica, podríamos decir, al cabo de más de cien años, que hemos subido «sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad». Pero esa práctica se adquiere solamente ejerciéndola. Los que pretenden cercenar autonomías porque no funcionan a satisfacción, en definitiva vienen a negar el único camino trajinable para lograr que marche a cabalidad.

La universidad es una comunidad de profesores y alumnos a los cuales hay que añadir los empleados y obreros que coadyuvan en la realización de sus funciones. Los alumnos constituyen un número mayor pero menos estable, porque su paso por el instituto es transitorio y les incumbe una menor responsabilidad, porque su papel es formarse, mientras que el profesorado tiene la obligación de formarlos. La responsabilidad profesoral es muy alta. No se limita al cumplimiento, más o menos brillante, más o menos eficaz, de una tarea explicativa, expositiva, ejercitadora y examinadora. La misión de educar está inmersa dentro de la obligación solidaria de contribuir a formar un ambiente apto para la promoción humana de los educandos, dentro del deber irrenunciable de escoger para la dirección de la vida universitaria a quienes sean más aptos y ofrecerles opinión y respaldo para que puedan cumplir con éxito la conducción de la comunidad universitaria.

El deber con la Universidad se hace más patente en el momento de elegir su equipo rectoral. Sobre todo, si la elección reviste la trascendencia de la que ha sido convocada para el próximo mes. La Universidad Central, especialmente, está convaleciendo de una terrible crisis; no hay elementos suficientes para afirmar que la haya superado; muchos de los factores que la provocaron están presentes; apenas si se han sorteado situaciones –en forma no siempre elegante– y los ojos angustiados del país se proyectan sobre su máximo instituto docente sin que alcance a ver despejado el horizonte.

Si el profesorado que de veras quiere a la universidad, apoyado por el estudiantado que de veras está dispuesto a servirla, toma conciencia de ese deber, tendrá que hacer un esfuerzo decidido por superar cuestiones capaces de crear o profundizar desavenencias y lograr la concurrencia indispensable a la salvación del Alma Mater. Así lo hemos entendido los socialcristianos; y firmes en nuestro propósito de demostrar que la fuerza de arrastre del partido es para servir los altos fines de la comunidad universitaria y no para obtener ventajas, no hemos querido lanzar postulaciones, ni aun precipitarnos en hacer nuestras, candidaturas ya lanzadas (por más que reconozcamos los altísimos méritos académicos y ciudadanos de algunas que tienen sobradas credenciales para un fervoroso respaldo), sino que nos hemos dado a la tarea de insistir en la necesidad de que vayan unidos en esta elección todos los que comprendan lo que la Universidad debe ser, en torno a la figura que por sus cualidades, por sus ejecutorias y por la posibilidad de reunir en torno suyo a un más numeroso consenso, tenga derecho a que se le dé el respaldo adicional que asegure su triunfo.

No se busque en esta última afirmación un nombre propio entre líneas. No trato de sugerir a ninguna persona determinada. Ni se incurra en la falsedad y en la injusticia de negar que el socialcristianismo se ha abstenido de adoptar una posición partidista (y quizás por ello mismo se ha demorado la clarificación de la situación electoral). Tampoco vamos a adoptar el cómodo expediente de estimular posiciones dispares, porque ello contribuiría a aumentar la confusión, con daño del organismo institucional. No lanzamos candidato, menos aún pretendemos imponer alguno: pero recomendamos no dispersar los efectivos y trataremos de sumar los votos sobre los cuales podamos influir, a la plancha que en definitiva resulte más viable y más apta de enrumbar positivamente la Universidad.

Estamos convencidos de que si las nuevas autoridades son electas con respaldo de las mismas fuerzas que dieron el triunfo a las actuales, el drama seguirá repitiéndose. Quedarán pendiendo por el cordón umbilical de grupos que no creen en la autonomía, ni la mantendrían si algún día gobernaran, sino que se valen de ella como una bandera para lograr fines específicos, contrarios al ordenamiento constitucional. Este peligro se debe y se puede impedir. Para ello es necesario un momento fecundo de reflexión por parte de la mayoría de los integrantes de una genuina comunidad universitaria, aunque estén separados entre sí por otras razones o motivos. Para obtenerlo, ofrecemos lealmente nuestra actitud; ojalá podamos ver cómo los demás elementos del cuerpo docente se disponen también a cumplir este deber con la Universidad.