La fe del pueblo

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 1 de septiembre de 1967.

 

Si algo ha mantenido en Venezuela la viabilidad del sistema democrático, en las horas de mayor incertidumbre y entre las rachas continentales de mayor escepticismo, ha sido la actitud del pueblo. La democracia, sería grave olvidarlo, es gobierno del pueblo. Si el pueblo no cree en ella, si no tiene la voluntad activa de ejercerla, cae por su base. El fascismo en Europa fue fruto más de una crisis de fe democrática que de la lucha de sus fundadores. El caso actual de Argentina o Brasil es aleccionador: no se trata de que sus pueblos crean que la solución de fuerza sea mejor, sino de que no creían ya en las combinaciones infecundas que la precedieron.

Para nuestro pueblo, la democracia fue siempre una como novia imposible. Oculta entre los velos de la lejanía, desdibujada entre los nimbos de la imaginación, era algo así como la panacea remota, la amada inalcanzable, la fórmula cuyas mágicas virtudes eran tanto más maravillosas cuanto más distante se veía su encuentro. Del 58 para acá, la novia lejana se convirtió en la compañera diaria. Ya va a llevar diez años de vivir con ella, teniéndola a su lado, en carne y hueso. No es la figura imprecisa, perdida entre las nubes; es la realidad, a veces áspera, que come y suda, que grita y se incomoda. Sus gracias no llegan hasta el punto de resolverlo todo con su encanto: el pueblo sigue teniendo hambre, se han deteriorado la seguridad personal y la eficiencia gubernativa. Sin embargo, él todavía la quiere; más aún, la ha hecho inseparable de su vida: se siente capaz de cualquier hazaña o de cualquier sacrificio para no perderla.

Es la fe del pueblo, esa fe duradera y resistente, que renace después de cada desengaño, el factor fundamental para conquistar nuevos rumbos e impulsar al país a un proceso de desarrollo. Todo lo que tienda a amenguar esa fe es un crimen: un crimen de lesa democracia, un crimen de leso porvenir, un crimen de lesa patria. Sin contar con el pueblo, no puede pretenderse ningún cambio.

¡Hay que ver cómo responde el pueblo venezolano a la invocación de una política nueva y distinta! La experiencia de mi campaña electoral, en las más variadas regiones del país, me autoriza a afirmarlo. La semana pasada, por ejemplo, visité la parte oriental del Guárico. Recorrí ciudades y pueblos, algunos de los cuales habían sido antes hostiles, o, por lo menos, fríos. ¡Milagro de la fe del pueblo, que resucita cuando más golpeada está! Muchedumbres entusiastas, como si se estuviera clausurando ya la campaña; decisión clara y firme, actitud receptiva, disposición a vibrar al señalarle caminos inequívocos de lucha. Sin estímulos artificiales; casi sin que los medios de comunicación de masas les hicieran partícipes de la preparación de los eventos, muchedumbres formadas por gente de todos los sectores sociales, habitantes de todos los barrios y de todas las demarcaciones se echaban a las calles, como si en sus saludos entusiastas y en sus manifestaciones fervorosas quisieran volcar su esperanza. Pueblos olvidados y engañados, no se refugian en el escepticismo. El hecho es tan impresionante que un distinguido político guariqueño, que no milita en nuestras toldas, lo comparó con la espontánea movilización popular que cristalizó –para sorpresa de sus propios líderes– en el desperdiciado triunfo urredista de 1952.

No falta, sin embargo, en el diálogo que sostenemos con gente de todos los sectores sociales, el reproche que la gente formula a quienes han comerciado con su fe y la han maltratado con su conducta. En el hogar más pobre como en la casa más confortable es frecuente escucharlo: «por Dios, no vaya a engañarnos como otros nos engañaron antes». Con vocablos variados, en tono culto o simple, con acento rústico o con modulaciones refinadas, la idea se repite en todas partes: es un ruego, un clamor que sale del alma nacional para que no se siga jugando con su fe y no se le arranque definitivamente ese tesoro, que es su mayor fuerza para enfrentarse a la consecución de su destino.

Esta fe reanimada –resurrecta, podríamos decir– nos obliga tremendamente a quienes pretendemos abrirle nuevos rumbos al país. Hay que canalizar la voluntad del pueblo para que llegue a metas claras: apoyarla en una maquinaria eficaz, para lograr el triunfo electoral; pero, además (y, podría decirse, por encima de todo), hay que salvar su fe dándole un gobierno que no se reduzca al papel de árbitro entre ambiciones de grupos dispares, sino que se eche encima la tarea de ejecutar un gran programa, de enfrentar con energía y con mística los tremendos problemas nacionales. Para salvar la fe del pueblo hay que mostrarse digno de ella; lograrlo, es asegurar las nobles aspiraciones comunes que van envueltas en el deseo de cambio.