Alma mater

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 19 de enero de 1968.

Renovada actualidad toma la angustia perenne de los venezolanos por la Universidad Central. Después de los lacerantes acontecimientos de diciembre de 1966, la inquietud general por la situación universitaria se ha centrado en la cuestión del destino inmediato y futuro del Alma Mater.

Aun cuando ya existen en el país seis universidades oficiales y dos privadas, la Central sigue siendo el polo más importante de educación universitaria en Venezuela. Por su población, representa cerca de la mitad de todo el alumnado que en el país asiste a aulas de nivel universitario; por su presupuesto, alcanza a lo que hace treinta años era el total de los ingresos y egresos fiscales de toda la nación; por su historia, por su ubicación y por su influencia, sigue siendo el instituto docente de mayor significación actual y potencial en el proceso educativo.

Nada de raro, pues, que la preocupación despertada por su situación y perspectivas desborde los medios culturales y el área metropolitana para alcanzar a todos los sectores y a todo el territorio de la República, Puedo afirmar que en casi todos los diálogos que he mantenido durante nueve meses de campaña electoral con venezolanos de todas partes y de todas las actividades o posturas, ha aflorado a los labios de alguno de los participantes  la pregunta acerca de qué se va a hacer con la Universidad y qué va a ser de ella. Y mientras más lo pienso más me convenzo de que la única respuesta pertinente es la de que la Universidad tiene que buscar su camino por sí misma, la de que el rescate de la Universidad para el país, para la formación, para la investigación y para la cultura, sólo puede lograrlo la propia comunidad universitaria.

Porque la experiencia pasada y presente demuestra que la intervención ejecutiva no modifica sustancialmente el cuadro de la vida universitaria sino para hacer más difícil su verdadero enrumbamiento. La Universidad es una comunidad de profesores, estudiantes, autoridades universitarias y empleados. De esos elementos, el primero es el más permanente: un profesor, formado durante varios años en la misma institución, está llamado a prestarle sus servicios durante toda una vida. Veinticinco, treinta o más años significan un compromiso muy hondo con el Alma Mater y un interés muy alto en su existencia. El cuerpo docente es como un depositario permanente del espíritu universitario y de la responsabilidad universitaria. Otro elemento, el estudiantado, comparte con el cuerpo docente la mayor influencia en la vida institucional. Es el más numeroso, el más dinámico, el más inquieto. Llamado, por su propia índole, a ser receptivo de la formación científica impartida por sus maestros, cumple al mismo tiempo, por su propia ubicación en el cuadro de las generaciones, el papel de pedir una visión constantemente renovada de las exigencias del país del mañana. Si bien cada estudiante tiene un término de permanencia en la universidad que oscila entre cuatro y seis años, la misma corriente promocional que incorpora todos los años nuevos contingentes le asigna un papel estimulante contra el peligro de un estancamiento.

Lograr que ambos factores –profesorado y población estudiantil- busquen cauces fecundos para orientar positivamente la vida de la Universidad es indispensable para que ella sea todo lo que debe ser y nada más que lo que debe ser. La autonomía universitaria es una elevada forma de democracia. Su expresión más característica es el auto-gobierno. La comunidad universitaria elige sus autoridades, traza sus programas y los ejecuta, dentro del cuadro del proceso integrado de la educación y de la cultura.

Todas las fuerzas sociales con influencia en el seno de la Universidad están obligadas a ver esta perspectiva, respetarla y servirla. Aquí está, nuevamente, planteado el problema del papel de las corrientes políticas en la vida universitaria. Negar su existencia sería ciego y estéril. El experimento de la frustrada elección rectoral de 1967 demostró la necesidad de que factores cohesionantes coadyuven a que se logren soluciones, ya que no puede ignorarse la natural tendencia de los seres humanos a disentir cuando a cada uno se llama a formarse su propio criterio y no se ofrecen mecanismos capaces de unificar puntos de vista.

El cuerpo docente de la UCV tiene más de dos mil personas, representativas de las más variadas cepas de nuestro conjunto poblacional. El cuerpo estudiantil excede de veinticinco mil, provenientes de todos los lugares y de todas las formas de expresión de la sociedad venezolana. Para obtener la formación de un consenso mayoritario se necesitan instrumentos sociales de comunicación, de persuasión, de orientación. En este sentido, los partidos pueden cumplir una función loable: el punto fundamental está en que se dispongan a servir a la Universidad y no a servirse de ella. Diferencia muy fundamental, que no pueden lícitamente ignorar quienes hablen de la existencia de corrientes partidistas en la Universidad. Generalizar los enfoques es injusto e irreal.

Pero sobre todo, la autonomía, expresión de democracia interna, supone el ejercicio efectivo de una responsabilidad. Para que el sistema funcione, se impone que sus integrantes cumplan su deber. La abstención es un enemigo mortal de la autonomía. Millares de estudiantes no votan: quizás por indecisión, por falta de identidad con las fórmulas contendientes, o aún por simple negligencia. La vida de todo grupo social reclama que se superen esas rémoras. Alma Mater (madre providente y generosa), la Universidad necesita de todos sus hijos. Negarle esa mínima contribución es hacerse indigno del título honroso de universitario.