A los diez años

Artículo de Rafael Caldera para El Nacional, del 26 de enero de 1968. 

El que al cumplirse diez años del 23 de enero de 1958, los venezolanos no queramos conformarnos con la conmemoración y la anécdota, constituye un síntoma saludable. La preocupación general ha estado dirigida al análisis descarnado de lo que se ha hecho y de lo que se ha dejado de hacer en este lapso; y ello se debe interpretar como signo del propósito de corregir, enderezar, rescatar, orientar, empujar.

Estos diez años constituyen la experiencia más larga de vida del pueblo venezolano con la democracia. Larga fue la espera; las dificultades sirvieron para acreditar su fe invencible en conseguirla. En más de un siglo, apenas hubo momentos fugaces durante los cuales creyó tenerla asegurada por siempre: sueños pasajeros, a veces salpicados con matices de pesadilla, se resolvieron una y otra vez en un amargo despertar.

Durante estos diez años la ha tenido consigo. El pueblo la hizo suya y creyó por un momento que con esto resolvería todas sus penas. La democracia le traería comida, pondría trabajo al alcance de sus manos, transformaría su rancho en casa buena, velaría por sus hijos, lo ayudaría a ascender, proveería para curar sus males. En un primer intento de evaluación histórica, el 23 de enero aparecería como un punto de llegada y no como un punto de partida, como el término de un calvario y no como el comienzo de una cuesta empinada, como la coronación de un esfuerzo y no como la iniciación de otro esfuerzo, mayor aunque distinto.

Dura ha resultado para él la confrontación con los hechos. Le costó trabajo darse cuenta de que la democracia no es un fin, sino un medio. De que sus problemas no quedaban resueltos, sino que apenas se le abría un camino para resolverlos por sí mismo. De que su hambre no se curaba con sólo libertad política, de que la misma libertad no se aseguraba de una vez por todas sino que había de reconquistarla un día tras otro, de que el cambio de signo no cambiaba la naturaleza de los hombres, de que el virus de la corrupción estaba listo para infiltrarse en otra forma en el nuevo sistema.

Parte de estas amargas consideraciones se deben al contraste entre la poesía y la vida, entre la idealidad soñada y el duro acontecer. Pero, sin duda, parte también muy grande se debe al fiasco que le resultó la gestión de aquellos a quienes encomendó la dirección del gobierno para realizar sus esperanzas. No ha estado AD a la altura de su rol histórico. En estos diez años ha vivido una contradicción incesante entre su palabra y su práctica, entre el paraíso prometido y la quiebra glacial de las esperanzas populares. Su mirada ha reposado más sobre las conveniencias y urgencias inmediatas que sobre el ancho clamor de una nación empujada al futuro por la propia dinámica de su circunstancia natural y humana. Cada una de sus sucesivas divisiones ha sido un nuevo factor de confusión, una nueva causa de perturbaciones: mientras los unos se han entregado más a la concupiscencia del poder, los otros han derivado más hacia el resentimiento infecundo o hacia la aventura convertida en tragedia.

Al cabo de diez años son infinitos los problemas por resolver, los caminos dejados a medio andar, las hermosas ideas desprestigiadas por el uso indebido de los términos y el frecuente vaciarlos de su contenido. La imagen misma de instituciones fundamentales para el sistema democrático, como los partidos o el Congreso, está seriamente deteriorada. No puede negarse que a ello han contribuido propagandas o críticas, a menudo sinceras, desbordantes de ingenuidad en ocasiones, y en ciertos casos impregnadas de reflexiva malicia. Pero el material para el descrédito lo han suplido los hechos, la conducta de sus personeros. Es urgente rescatar el valor esencial de esas instituciones mediante una acción decidida, mediante una decisión audaz, mediante un ejercicio de la autoridad, emanada del pueblo, dotada de eficacia, de sinceridad y de energía.

Decir que no se ha hecho nada en estos diez años no sería correcto. Han pasado en Venezuela en el decenio muchas cosas, algunas de inmensas proporciones, cuya influencia y arraigo será difícil ignorar cuando se haga balance de este siglo. Entre ellas, la más importante quizás es la de que todos los grupos y sectores sociales –trabajadores, campesinos, grupos económicos, gremios profesionales y una creciente clase media- han tomado conciencia de la necesidad de asumir su cuota de responsabilidad dentro de la vida social. El paternalismo fue nuestro modo de vida secular y todavía hay huellas profundas de su impronta en la psicología colectiva; pero en estos diez años han sido muchos los venezolanos cuyos ojos se han abierto ante la exigencia de organizarse para hacer valer sus puntos de vista e intereses.

Se han modificado, además, cifras de un alto valor referencial: entre ellas, las de alumnos asistentes a las ramas de educación primaria, media y universitaria. Se han iniciado cambios cuya protección puede llegar a ser muy amplia, como en la estructura agraria, en la composición demográfica o en las formas de producción. Pero lo obtenido se achica cuando se lo compara con lo que ha debido lograrse; lo realizado pierde significación al evaluarlo en función de las metas que han debido alcanzarse; el impulso inicial ha ido decayendo velozmente en su ritmo; y los fracasos en la ordenación política y social, las perturbaciones de la paz, el deterioro de la seguridad personal y la acelerada infiltración de la corrupción política y administrativa se magnifican en proporción a las ilimitadas esperanzas que se forjaron en el alma del pueblo, cultivadas por una demagogia sin medida y traicionadas por un pragmatismo sin pudor.

Todo ello explica la insatisfacción colectiva que se nota en este aniversario. Esa insatisfacción será factor decisivo de cambio: pero de un cambio cuya tarea envolverá al mismo tiempo el afianzamiento de la conciencia democrática. Si con frecuencia hemos hablado de cambio de estructuras para salvar las instituciones, aquí el cambio exigido por el país tendrá como primer objetivo rescatar la íntima adhesión de los venezolanos a las instituciones democráticas, salvar su fe en la democracia, haciendo que ésta cumpla su papel instrumental de servir al pueblo que la ejerce. No en vano, en la definición de Licoln, el gobierno del pueblo debe ser ejercido por el pueblo, pero, sobre todo, para el pueblo.