Preocupación en Barquisimeto

Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 26 de mayo de 1968.

Bajo el ambicioso lema «Barquisimeto, capital del desarrollo», divulgado por Eduardo Gómez Tamayo, entusiasta organizador del evento, se reunió la XXIV Asamblea Anual de Fedecámaras en la hermosa capital del Estado Lara, metrópoli de la región Centro-Occidental. La coyuntura era oportuna para los representantes empresariales hacer planes y compromisos a fin de impulsar en Venezuela un franco «despegue» hacia el desarrollo nacional. En la inminencia de una consulta electoral que debe renovar la vida del país, toca al sector privado de la economía prepararse a llenar un papel de primera importancia en la tarea de imprimir a la producción un ritmo dinámico cuyas audaces proyecciones hagan viable la resolución de graves problemas y permitan la incorporación de los sectores marginales al proceso integrado de transformación exigido por la justicia y por el interés social.

Para ello, el sector privado aporta credenciales como la seriedad con que ha tomado su participación en el análisis de la problemática actual. En los últimos decenios, venciendo momentos de dificultad que llegaron a provocar tensiones serias, obviando cuestiones que se presentaron en su marcha, la Federación de Cámaras de Comercio y Producción ha logrado afirmar su representatividad, patente en sus asambleas anuales. Veinticuatro reuniones en igual número de años, constituye un récord difícilmente superable por instituciones de análoga importancia, en el mismo o en otros sectores de la colectividad.

La presencia del Jefe del Estado ha llegado a hacerse obligada y su discurso en la apertura o clausura de las deliberaciones ha venido a constituir uno como «mensaje económico» complementario del Mensaje al Congreso. Nada de raro, pues, que la atención general haya estado puesta en Barquisimeto durante la semana que acaba de transcurrir.

Las palabras de Alfredo Lafée, presidente del organismo (con reelección asegurada desde antes de comenzar las sesiones) señalaron en el acto de instalación dos necesidades de excepcional importancia: el diálogo y el cambio. Esos dos elementos constituyen un verdadero imperativo nacional. El diálogo entre el sector público y el sector privado está ordenado por el artículo 109 de la Constitución, del que tengo a honra haber sido ponente: su institucionalización y normalización es más imperativa cada día para que mediante esfuerzos armónicos puedan alcanzarse metas razonables de desarrollo. El cambio (que cautelosamente denominó Lafée «viraje») es la conclusión irrecusable de todos los estudios analíticos, de todos los diagnósticos y pronósticos que se hagan con seriedad sobre la vida económica venezolana.

El señor Presidente Leoni trató de pintar un panorama satisfactorio a los asambleístas. El ambiente de la convención de Barquisimeto fue, no obstante, dominado por un marcado signo de preocupación. El diálogo entre el Gobierno y los empresarios ha tomado vías de discrepancia y hasta de aspereza en materia tan seria como la de la integración sub-regional, según lo han observado hasta las informaciones cablegráficas. Algo de importancia tan decisiva para el futuro de la comunidad regional ha sido conducido por cauce ajeno a las inquietudes de quienes tienen en sus manos la actividad económica real; y en vez de buscarse una estrategia común para señalar claramente objetivos y disponer las adecuaciones necesarias, se habla en dos idiomas diferentes y las autoridades se limitan a ofrecer aplazamientos o prórrogas durante los cuales no se avanza de lleno en la exploración definitiva de horizontes.

Por otra parte, indicadores delicados demuestran la necesidad de revisar la política económica. La industria de la construcción, por ejemplo, apunta una declinación peligrosa. En cuanto a la vivienda, el discurso del Presidente revela que las unidades puestas en servicio por el gobierno en cuatro años alcanzan apenas a 95.000 (menos de 25.000 por año) y que el total de viviendas fabricadas por los entes públicos y por la actividad de los particulares en 1967, considerada como muy optimista, llegó apenas a 39.000.

En cuanto a la agricultura y a la cría, la Comisión respectiva convino unánimemente en que está en crisis. Las palabras son duras, pero las oyeron retiradamente mis oídos cuando, por obligante deferencia que me lo permitió, asistí a la fase final de discusión de lo que llamarán «Manifiesto Agropecuario de Barquisimeto». El crecimiento del producto agrícola no marcha al ritmo de lo que debería para asegurar una meta razonable de desarrollo general: más bien se señalan signos inquietantes, como la baja sensible de la producción este año en Portuguesa –una de las regiones más calificadas en materia de actividad agrícola–, el creciente contrabando de ganado, la autorización para importar cantidades extraordinarias de leche en polvo y el déficit sensible en la producción de maíz y otros granos.

El auge de la construcción es determinante en los índices de empleo; el desarrollo agrícola y pecuario es indispensable para el «despegue»: si ambos renglones provocan grave preocupación, ello refleja en forma elocuente que algo anda mal.

El gobierno actual, quizás por la intuición de que su régimen termina con estas elecciones, va relegando las soluciones de los más serios problemas. Parece guiarse por el viejo refrán: «el que venga atrás que arree». Afortunadamente, quienes tenemos la primera opción para sucederlo estamos dispuestos a arrear.