La prosperidad y el desarollo

Columna «El año del cambio», escrita para El Universal. 10 de noviembre de 1968.

La semana pasada me correspondió inaugurar en Barquisimeto un ciclo de conferencias en el que cada candidato presidencial expondrá su programa económico. La iniciativa hay que abonársela, también esta vez, a Eduardo Gómez Tamayo, uno de los ejecutivos jóvenes de mayor prestigio entre los sectores de la producción, hombre con mentalidad abierta a las exigencias del ritmo dinámico de los tiempos y de la justicia social.

Como ya los compromisos de la campaña electoral, entrada en su última etapa, no me permitirán aceptar otras invitaciones similares, quisiera poder reiterar aquí algunas de las ideas fundamentales que expuse en esta oportunidad.

He sido y soy un convencido de la necesidad del desarrollo. Lucho por obtener para mi pueblo una elevación sustancial de su nivel de vida, una apertura franca de caminos para progresar, una satisfacción de las necesidades primarias de toda la población y la incorporación al proceso social de todos aquellos sectores que se encuentran marginados de él; sé que para lograrlo es necesario un clima económico propicio, un franco estímulo a la producción, un ambiente general de prosperidad. Para mí, el auge económico debe necesariamente tender al mejoramiento del hombre y, al mismo tiempo, éste no es realizable si la economía no recibe impulso vigoroso. Desde hace años he venido insistiendo en la correlación de estos dos términos: en 1958 dicté diversas charlas orientadas en el mismo sentido y ahora, en 1968, cuando he querido sintetizar mi Programa de Gobierno en cuatro letras («Abecedario del cambio»), he escogido para dos de ellas los vocablos desarrollo y bienestar.

He repetido hasta la saciedad que no quiero repartir miseria. Deseo que la prosperidad se convierta en un estado general, del cual disfruten todos los sectores sociales. No soy un iluso ni un aventurero. No quiero llegar dando traspiés, ocasionando pánicos, provocando estados depresivos en los sectores económicos que me obliguen después a gastar los cinco años del período tratando de conjurar los efectos de una crisis. Sé que el camino del fracaso, como decían los antiguos del camino del infierno, está empedrado de buenas intenciones. Deseo hacer una obra de bien en favor de mi pueblo y por ello mismo tengo interés en no comprometer las posibilidades de realizarla. Estoy convencido de que la prosperidad –legítimamente entendida- es condición del desarrollo y su compañera de camino.

Cuando digo que el desarrollo no es simplemente el aumento de los renglones de la producción, implícitamente digo también que el aumento de la producción es uno de los aspectos primordiales del desarrollo. Si la producción no aumentara ¿qué clase de desarrollo se podría obtener?

Por esto soy profundamente sincero cuando ofrezco a los sectores de la producción no sólo respeto, sino estímulo, ayuda y garantía. Al prometer la vigencia plena del Estado de Derecho, recuerdo que ésta es una exigencia formulada también por ellos en la Asamblea de Fedecámaras reunida en Porlamar y reiterada por los venezolanos de todos los niveles sociales. Al defender la planificación democrática de la economía, digo que ella debe tomar en cuenta la opinión de los sectores económicos y laborales, y al sostener que ella debe ser vinculante para el sector público, respondo al deseo del sector privado de que los organismos oficiales cumplan efectivamente frente a ellos los compromisos que esa planificación envuelve. Y al ofrecer una política fiscal prudente y seria, tengo conciencia de lo dañino que sería estar jugando a las modificaciones tributarias y a las incertidumbres fiscales y mantener el desbarajuste del gasto público.

De manera especial, debo hacer referencia a la estabilidad del bolívar. En mi Programa de Gobierno se asienta categóricamente una posición al respecto: «En cuanto a la moneda, la política del Estado estará orientada al logro del desarrollo económico dentro de la estabilidad monetaria».

No es cuestión en este momento entrar en disquisiciones sobre las conveniencias o inconveniencias de mantener la estabilidad del signo monetario en un país abstracto, ni siquiera en el análisis de los problemas que envuelve la «dureza» de nuestra moneda nacional. Tengo la convicción de que nuestra economía necesita confiar en la estabilidad y libre convertibilidad de su moneda. Cuando tuvimos participación en el gobierno, nuestra actitud fue siempre contraria a las devaluaciones. De ello podríamos dar numerosos testimonios. Una política devaluacionista puede producir incontables efectos, muchos de ellos perniciosos para nuestras necesidades de inversión de capitales y para las posibilidades de subsistencia de grandes sectores de población sobre los cuales recae el peso de un mayor costo de vida.

Para mí, que debo ver las cosas con los ojos de quien se prepara para gobernar, se trata de la exigencia imperativa de una economía en crecimiento. Para lograr el desarrollo tiene que aumentar la producción y ésta, en definitiva, reclama una gran dosis de confianza. De verdadera confianza. La verdadera confianza que el continuismo no puede garantizar y que sólo podrá obtenerse a través del cambio.