La experiencia democrática venezolana

Artículo de Rafael Caldera con el antetítulo «Claraboya», escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA), y tomado de su publicación en el diario El Universal, del 29 de septiembre de 1977.

Más que por el ingreso obtenido del petróleo –que ofrece motivos de meditación– a los venezolanos debe estimularnos el que se vuelvan los ojos hacia nuestro país por la firmeza del experimento democrático iniciado el 23 de enero de 1958. Ya van a transcurrir veinte años: momentos duros y situaciones muy difíciles hemos superado, y en una etapa en que las instituciones democráticas atraviesan seria crisis en el hemisferio, la vitalidad del régimen de libertades instaurado hace cuatro lustros constituye para nosotros el mayor motivo de aliento y para nuestros hermanos de América Latina un estímulo de incalculable valor.

Porque Venezuela fue, en este hemisferio, uno de los países que después de la independencia tuvo una vida política más accidentada. Los hombres que asumimos la dirección de la vida nacional en la democracia venezolana nacimos y crecimos dentro de una larga tiranía que concluyó por muerte natural en 1935. En frase feliz, muchas veces repetida, Mariano Picón Salas dijo que el siglo XX comenzó en Venezuela en 1936. Aquella tragedia nacional constituyó nuestra mejor escuela de Politología. Algo similar, no obstante profundas diferencias, a lo de los españoles de la era actual. Sin embargo, en nuestro camino tuvimos una nueva caída; y padecer otra vez el flagelo de la dictadura fue lo que nos determinó a obviar errores y a fortalecer el empeño conjunto de asegurar la libertad de institucionalizar el pluralismo, de fijar objetivos prioritarios para imprimirles permanencia; de combinar en la Constitución promulgada el 23 de enero de 1961 los grandes principios con las lecciones de la realidad.

Cuando cayó la última dictadura, los líderes de los principales partidos estábamos todos en el exilio. Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y yo nos encontramos en Nueva York y allí tuvimos las primeras conversaciones sobre el rumbo que debía imprimirse al país mediante un esfuerzo conjunto. La liberación, en su momento decisivo, fue obra de militares y civiles, sin predominios caudillistas ni disensiones grupales. Las Fuerzas Armadas entendieron que el camino de la dictadura no era cónsono con el destino del país ni con los ideales de su propia institución. Los civiles acataron las consignas de una Junta Patriótica, integrada por dirigentes para entonces casi desconocidos, pero portavoces de las para entonces mayores organizaciones políticas: Acción Democrática, Unión Republicana Democrática, COPEI y el Partido Comunista de Venezuela. Trabajadores y empresarios dieron el mismo ejemplo de armonía, comprometidos también en la conquista de la libertad.

Un libro que Gabriel García Márquez publicó hace tres años con el título «Cuando era feliz e indocumentado» es uno de los mejores testimonios de aquella nueva etapa en nuestra historia. Contiene los reportajes que como periodista extranjero escribió en Caracas en los días de la caída de la dictadura: «Desde un punto de vista histórico –dice– Machado con sus 60 años, Caldera con sus 42, Villalba con su calvicie y Betancourt con su nieto acabado de nacer, hacen parte de una misma generación: la generación de los perseguidos (…) Ahora están reincorporados de nuevo a su patria, a sus partidos, a sus hogares, unidos en un mismo ideal. De esa unidad depende la consolidación de la democracia en Venezuela. Esta vez, después de tantas azarosas experiencias, el retorno de los cuatro líderes venezolanos puede ser definitivo».

La voluntad de entendimiento produjo el «Pacto de Puntofijo», en que los tres mayores partidos se comprometieron a gobernar juntos, aun yendo a las elecciones con candidatos diferentes. Vinieron nuevas dificultades al iniciarse el Gobierno constitucional. La cuestión cubana se hizo conflictiva y provocó la separación de URD. Grupos maristas se ilusionaron con el triunfo fidelista y escogieron el camino de la violencia para buscar el poder. Hubo horas amargas y decisiones dramáticas; el presidente Betancourt, milagrosamente ileso de un atentado de la extrema derecha, hubo de adoptar decisiones tajantes frente a la extrema izquierda. Su partido se fracturó dos veces; y –caso único en la historia de Venezuela fue la lealtad inquebrantable de COPEI (su principal adversario en la controversia democrática) lo que le permitió llevar hasta el fin su período constitucional y asegurar la supervivencia del experimento iniciado en 1958.

Recordar de vez en cuando estas cosas no es ocioso. El consenso dio viabilidad a la democracia, y la conservará mientras predomine la visión clara de que hay algo que nos pertenece a todos e interesa a todos y que todos tenemos el deber de preservar. Militares y civiles, aun en momentos de alta tensión y por encima de errores que podrían amenazar la institucionalidad, llevamos en el fondo metida aquella idea sin la cual naufragaría la democracia.

Hay algo más, que es indispensable no olvidar. La lucha por la libertad política y por la democracia representativa no fue ni ha sido después ajena a la aspiración de una democracia social y económica. En 1958, uno de los primeros pasos fue la reconstrucción del movimiento sindical, sobre la base del pluralismo democrático. Y en 1960 se promulgó, fruto de ancho consenso, la Ley de Reforma Agraria, un año antes de sancionarse la Constitución.

Sería un error mirar el experimento venezolano como limitado a los cuadros de la democracia representativa o como obra de un solo partido. Es obra común, y si se fundamenta en los derechos humanos, jamás ha olvidado que entre esos derechos humanos están los derechos sociales. Aun cuando sean imperfectos todavía los resultados, la defensa de la libertad se ha considerado inseparable de la búsqueda de la justicia.