España-Puente

Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA).

Los cambios políticos ocurridos en la Península Ibérica desde hace cuatro años (25 de abril de 1974, Revolución Portuguesa; 20 de noviembre de 1975, muerte de Franco), se siguen con diario y creciente interés en el mundo, pero especialmente en la América Latina. El proceso español, sobre todo, ha despertado inmenso interés, por el mismo hecho de que el régimen anterior fue fruto de una devastadora Guerra Civil y de que el cambio ahora no se motivó en un hecho revolucionario, como en Portugal, sino en el desenlace biológico del ciclo existencial de la persona del Jefe del Estado.

América Latina ha saludado con emocionada simpatía el proceso de democratización en España. Pero, no solamente se ha tratado de la marcha pacífica –no siempre fácil pero hasta ahora afortunada- de los españoles hacia la libertad, sino al mismo tiempo, de un acercamiento fraternal, cada día más intenso, entre pueblos hermanos cuyo alejamiento era inconcebible.

Una muestra de este proceso es el hecho de que, a casi quinientos años del Descubrimiento, por primera vez un Rey de España ha visitado tierra hispanoamericana. Un distinguido intelectual español que acompañó a Sus Majestades Juan Carlos y Sofía en su primera visita a los países descubiertos, conquistados y colonizados por España desde hace cinco siglos, comentaba sus conclusiones sobre la importancia de la gira, en estos términos: «Y pensar que este viaje ha debido hacerse por lo menos hace doscientos años».

Pero el mismo refranero castellano bien lo dice: nunca es tarde cuando la dicha es buena. El acercamiento, hoy tiene un mejor sentido: es la efectiva hermandad entre países que se proclaman y se reconocen iguales y se sienten comprometidos en la búsqueda de un destino común. Nada chocaría más hoy a la sensibilidad hispánica que pretender una inaceptable superioridad de los pueblos de la Península en la gran familia latinoamericana. El mismo concepto de «madre patria» se nota como objeto de una revisión, en el sentido de que madre fue la vieja España, de donde salieron los hijos que se vinieron a América y los hijos que se quedaron en Europa, mientras la nueva España invoca más bien un título de fraternidad. Fue muy acertada la sintética expresión que al tema dedicó el Rey en su discurso de ascensión al trono: «España es el núcleo originario de una familia de pueblos hermanos» (subrayado nuestro).

Mientras más avanza en su camino de democratización, más se siente España ligada a los países latinoamericanos y más se reconocen éstos ligados a la Península, no ya tan sólo por la historia pasada sino por la historia que estamos todos juntos obligados a hacer. ¡Con qué emoción fue recibido el Presidente de México, en actitud de borrar cuarenta años de separación y de restablecer la unidad familiar! En Las Palmas de Gran Canaria, en la Casa de Colón, celebraron juntos los Jefes de Estado de ambas demarcaciones el Día del Descubrimiento, el «Día de la Raza», el 12 de octubre de 1977, y ambos escucharon la voz de un gran escritor argentino, Ernesto Sábato, representante de muchos que en la inmensidad de nuestro hemisferio albergan nuevas preocupaciones e inquietudes.

Se observa en la prensa española, en la televisión y en la radio, un interés creciente por América Latina. Los escritores latinoamericanos, en especial los del actual boom de novelistas, alcanzan muy amplia difusión; y hasta se estudian y analizan con interés las experiencias políticas de las naciones latinoamericanas, buscando en ellas elementos aprovechables para la apertura de nuevas vías y la construcción de nuevas estructuras cónsonas con el nuevo estilo de vida peninsular. Por supuesto, en Portugal ocurre lo mismo, con la circunstancia de que no es solamente el Brasil el que sirve de punto de mira, sino también otros países americanos, éstos de habla castellana.

La «latino-americanización» de España y Portugal no implica en modo alguno un fenómeno de «des-europeización». Nada de eso. Al reconocerlos y exaltarlos como miembros de la gran familia de pueblos de habla hispánica, al reclamarlos como más cercanos cada día de América Latina, no se pretende cortar a Europa en los Pirineos, según la agresiva frase que colocaba en esa cadena de montañas el fin del continente europeo. Queremos a España y Portugal integrados dentro de la Comunidad Europea y consideramos muestra de un inaceptable egoísmo el que se dé largas a su ingreso, cuando han llenado ya los requisitos fundamentales exigidos en cuanto a la transformación de su propio sistema de gobierno. España y Portugal son europeos; pero son, al mismo tiempo, americanos. Ahí está la clave de su destino. Son, en cierto modo, la voz de trescientos millones de hombres y mujeres hispano-luso-parlantes (en gran parte jóvenes ansiosos de ayudar a nacer un mundo nuevo) en el seno de la culta, de la venerada, de la desarrollada Europa. Son, también, un vehículo providencial, como lo fueron en el Siglo de Oro, para llevar la cultura y todos los valores espirituales que a Europa han dado señorío en el mundo, hasta estas tierras ardientes y hasta estas poblaciones mestizas. Su misión es unir, que no dividir. Sería inaceptable un dilema que los forzara a escoger entre dos mundos irrenunciablemente suyos.

Cada vez que vamos a Europa venimos más convencidos de esa responsabilidad trascendental. España-Puente: puente entre dos continentes, entre dos mundos, entre dos áreas de la humanidad, cuyo entendimiento es cada vez más necesario para que se logre la verdadera paz, a través de la libertad y la justicia.