Andrés Bello en La Haya

Artículo de Rafael Caldera escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA).

Es tal la grandeza de Andrés Bello que mientras más se acerca uno a la profundidad de su pensamiento y a la vastedad de su obra, aumenta la admiración por su figura, símbolo del humanismo latinoamericano.

El reconocimiento por su pasmosa magnitud ha ido testimoniándose en la variedad de homenajes que se le rinden. Su nombre ampara el Convenio de los Países Andinos para la educación, la ciencia y la cultura. Es epónimo de universidades, liceos y escuelas, calles y plazas, parques y avenidas, municipios y distritos. Su figura heroica, en bronce o mármol, va ocupando sitios de excepción en centros desde los cuales se rinde culto a los más altos valores del espíritu, como la ciencia y la justicia. No son sólo Caracas y Santiago de Chile origen y término de su ciclo vital, las ciudades que ostentan monumentos a Bello.

Centros metropolitanos de diversos países del mundo le han levantado estatuas; pero las que para mí tienen mayor significación son las vinculadas a instituciones de educación y cultura cuya significación resalta en el mundo. No me refiero solamente a la Universidad Central de Venezuela, –aquella vieja Universidad Real y Pontificia de Santa Rosa de Lima de Caracas, donde se forjó su espíritu y a la cual más tarde llamara «anciana y venerable nodriza»–, a la Universidad Nacional de Chile, de la que fue fundador y Rector hasta su muerte, realizando una obra portentosa de creación y desarrollo humanístico; a la Universidad de San Fernando de la Laguna, en Tenerife, Islas Canarias, frente a cuyo Rectorado tuvimos la emoción de verlo erguido en talla heroica, como reconocimiento a su origen canario y a su papel de enlace insuperable entre el viejo tronco hispánico y la torrentosa savia americana, y a la Universidad Católica Andrés Bello, que lleva con orgullo su nombre en esta ciudad de Caracas, que fue su cuna y a la que tanto amó. En los últimos años, he sentido también la emoción de ver levantarse su figura en el umbral del clásico edificio de la Real Academia de la Lengua Española y en el Colegio St. Anthony, de la Universidad de Oxford, donde una cátedra con su nombre abre caminos de comprensión entre dos mundos. En el Instituto Caro y Cuervo, de Bogotá, ya colocada, su estatua aguarda la ceremonia inaugural, para que allí se mantenga siempre su diálogo fecundo con aquellos cíclopes de las letras hispanoamericanas que fueron los insignes colombianos Don Miguel Antonio Caro y Don Rufino José Cuervo.

En ese orden de emociones, y como uno de los actos preparatorios del segundo centenario del nacimiento de Andrés Bello (que conmemorará toda América y el mundo de habla castellana, el 29 de noviembre de 1981), se realizó el pasado mes, el acto de la develación de un busto de Andrés Bello en el Palacio de La Paz, en la ciudad de La Haya, donde tiene su sede la Corte de Justicia Internacional, y la Comisión de Arbitraje Internacional.

Bello tenía derecho a estar allí, donde está Grotius, donde está Ghandi, donde está Schweitzer, paladines de la justicia en épocas antigua y moderna, no sólo porque es él la expresión más acabada y promisoria de las potencias culturales del hombre latinoamericano, sino porque se le ha considerado autorizadamente como el iniciador de un Derecho Internacional Latinoamericano, y fundador, con su obra «Principios de Derecho de Gentes», publicada por primera vez en Santiago de Chile en 1832, de la ciencia del Derecho Internacional en los nuevos estados surgidos en las que antes fueron colonias ultramarinas de España y Portugal.

Surgió la idea de colocar este busto en entrevista que sostuve en su despacho hace casi dos años con el gran internacionalista uruguayo Eduardo Jiménez Aréchaga, Presidente de la Corte de Justicia Internacional. Proponerle la idea y entusiasmarse por ella fue una sola y misma cosa. La tomaron en sus manos el propio Jiménez de Aréchaga y el joven y activo embajador de Venezuela en los Países Bajos, Marcial Pérez Chiriboga; ellos la plantearon ante la Fundación Carnegie, donante y mantenedora del Palacio de la Paz, cuyo presidente en Holanda, el señor Jan Herman van Rooijen, le dio calor humano, y el busto lo ofreció el gobierno de Venezuela, a través del Ministro de Estado para la Tecnología, la Ciencia y la Cultura, el historiador José Luis Salcedo Bastardo.

El busto es réplica en bronce del que tallara en mármol el gran escultor venezolano Lorenzo González, que se encuentra en el patio de honor del viejo Ministerio de Educación, en la esquina del Conde, en Caracas. A la ceremonia de inauguración asistieron, además del Presidente y Magistrados de la Corte de Justicia Internacional, el Ministro de Relaciones Exteriores de los Países Bajos y altos representantes del gobierno y de la ciencia, de Holanda y América Latina.

Además de las palabras del embajador Pérez Chiriboga y del Barón van Tuyll van Serooskerken, representante de la Fundación Carnegie, y de las que pronuncié para hacer entrega del busto, fue escuchado en el acto un magnífico discurso del Presidente de la Corte de Justicia Internacional. Su elogio de Bello como figura cumbre del Derecho y de la Cultura y como referencia fundamental en la construcción de América Latina, fue una estupenda pieza, en la cual destacó el enfoque profético que Don Andrés tuvo para el proceso de la integración económica de América Latina al excluir de la norma general de extensión de la cláusula de la nación más favorecida aquellos beneficios que se reconozcan nuestras naciones recíprocamente y su opinión en la materia tan actual del Derecho del Mar, en la cual parece como si el pensamiento de Bello estuviera traduciendo las preocupaciones más actuales, urgentes e inmediatas de los juristas que discuten el novedoso tema.

No puedo ocultar que para mí constituyó una inmensa satisfacción aquel acto y que experimenté una emoción extraordinaria al ver colocado a Bello, el maestro, el símbolo, el patriarca, en aquel lugar donde confluyen las naciones del mundo para buscar soluciones jurídicas a los problemas que no pueden solucionar amistosamente entre sí.

La tarde del 15 de septiembre de 1978 viví uno de los momentos de mayor goce íntimo y de mayor significación para mi gente, la gente de Venezuela, la gente de toda la América Latina. No pude menos que recordar en mi fuero íntimo la afirmación que, sin arrogancia pero con profunda convicción, hice años atrás ante el Congreso de los Estados Unidos: «tengo el orgullo de ser latinoamericano». Si en algún momento, en realidad, he tenido a orgullo ser latinoamericano ha sido éste en que vi congregada una calificada representación del Universo en el Palacio de la Paz de La Haya, para reconocer y exaltar los méritos de un compatriota nuestro cuyas ejecutorias nos honran y cuyo ejemplo será estímulo permanente para todas las generaciones de nuestro Continente.