La deuda, el diálogo y el Nuevo Orden Internacional

Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 11 de enero de 1989.

También los acreedores tienen responsabilidad en la actual crisis por falta de pagos en América Latina. Los altos intereses aumentan dramáticamente el servicio de la deuda. El nivel de los intereses sube –se argumenta- para nivelarse con el ritmo de inflación. El problema traduce la realidad de un orden internacional viciado.

El estallido (no de otro modo puede denominarse) del problema de la Deuda Externa del Tercer Mundo, y concretamente de la América Latina, no puede considerarse un hecho aislado. Es manifestación de un estado de cosas que voces autorizadas han señalado y si bien puede ser objeto de remedios parciales y de soluciones temporales, constituye en sí mismo un argumento poderoso para insistir en la necesidad de un nuevo orden económico internacional, planteada tantas veces en el diálogo Norte-Sur.

Pareciera como si, de súbito, se hubiera descubierto que el tercer mundo está sobre– endeudado. Los generosos prestamistas de los países industrializados, que no hallando qué hacer con su dinero, habían convencido a gobernantes y empresarios privados de países en vías de desarrollo, de la conveniencia de aprovechar los capitales que tenían disponibles y usarlos para ejecutar sus planes o aun simplemente para satisfacer necesidades inaplazables, ahora se angustian por tener que cuadrar sus balances y asegurar su liquidez, ya que los deudores no pueden cumplir al día los compromisos contraídos.

Hay, por supuesto, variantes. Venezuela, con su ingreso petrolero seguro (a pesar de las oscilaciones del mercado) está en capacidad de afirmar –y así lo hemos afirmado– que puede pagar y va a pagar, como lo ha dicho el Presidente de la República, hasta el último céntimo. Pero para eso necesita plazos y condiciones razonables que le permitan atender a los requerimientos esenciales de su población e impidan un deterioro de las condiciones de vida, especialmente de los sectores de clase media y baja, sobre todo cuando importantes áreas marginales viven en situación que no admite en justicia mayor deterioro.

Países que no exportan petróleo se hallan ante dificultades todavía mayores. Si los que dirigen en las grandes potencias, tanto la vida pública como los negocios, no abren los ojos a la magnitud del problema, el estado de las cosas se hará cada día más delicado y las verdaderas soluciones se verán cada vez más remotas.

Diversos factores han influido en la gravedad de la crisis. Uno, el de que, al estimarse la capacidad de endeudamiento de cada país, ni los acreedores ni los deudores tomaron en cuenta sino el monto global del capital, sin asignar la importancia debida al servicio de la deuda. Este servicio ha crecido en forma impresionante, por el alza de los intereses.

¿Por qué han subido tanto los intereses? Se dice que por razones monetaristas. Se trataba de defender la fortaleza de la divisa en el país más rico de la tierra. Pero no muchos años atrás, un interés del 4 por ciento era común en créditos de carácter social, y el 6 por ciento era frecuente en préstamos a largo plazo con ancho margen de seguridad. La condenación de la usura no aceptaba intereses superiores al 12 por ciento; este límite, con garantía hipotecaria, fue establecido por el Código Civil venezolano en 1942 y todavía se mantiene (Art. 1.746), aun cuando se haya buscado subterfugios para eludirlo.

Una razón invocada para justificar los intereses es la inflación, porque equivale a una merma del capital prestado. Pero en países con una tasa inflacionaria del 3 por ciento o del 4 por ciento, o menor, ¿cómo justificar una tasa de interés del 14 o del 15 por ciento, o aún mayor?

Para los países deudores, a la alta tasa de interés que han impuesto los acreedores extranjeros hay que añadir la devaluación de su propia moneda. Al perder valor su signo monetario, el peso del servicio de la deuda y el pago de los capitales aumenta en la misma proporción en que la devaluación se opera.

Ante semejantes hechos, fórmulas de carácter monetarista agravan la situación, en vez de mejorarla. El recetario del Fondo Monetario Internacional hace más difícil el equilibrio económico y más dura la situación social en los países deudores, alejando sus posibilidades de desarrollo y absorbiendo sus recursos por los acreedores foráneos, en términos y proporciones que se alejan continuamente de la justicia social internacional.

Reconocer la situación es, sin duda, un progreso. Un valioso informe sobre la política de los Estados Unidos hacia Latinoamérica y el Caribe, el «Miami Report», coloca, por ejemplo, el manejo de la deuda a la cabeza de todas sus recomendaciones.

Pero la solución requiere en muy alto nivel un esfuerzo superior. Pareciera que muchas naciones industrializadas no se dieran cuenta de que la recesión y el desempleo que experimentan se debe en gran parte a que sus clientes del Tercer Mundo no están en capacidad de comprarles como antes y que las restricciones que les imponen se vuelven en su propio perjuicio. La economía mundial es cada vez más interdependiente. Reclama términos de intercambio que permitan a los pueblos débiles alcanzar niveles razonables de desarrollo. Los dueños del capital y de la tecnología no deben valerse de estos recursos como dogales para ahorcarlos sino como instrumentos para ayudarlos, pues su prosperidad redundará en mayor prosperidad para ellos.

Los planteamientos de la Unctad no deberían ser motivo para que los Estados Unidos piensen en separarse de ese organismo, sino para que mediten sobre la gravedad del momento. El problema de la Deuda Externa de los países del Tercer Mundo pone de bulto la realidad de un Orden Económico Internacional viciado. Los verdaderos estadistas, así como los cerebros más lúcidos de la economía privada, deberían darse cuenta, cuando todavía es tiempo, de que hay que hacer pasar de las palabras a las realidades las exigencias de un Nuevo Orden Económico Internacional.