La «Conspiración Satánica»

Columna Panorama de Rafael Caldera escrita para ALA y publicada en El Universal, del 15 de mayo de 1985.

El calificativo «satánico» no es precisamente un neologismo. Tiene larga data en nuestro idioma. En el «Diccionario de Autoridades» que la Real Academia Española publicó hace casi 250 años (1737), habla de Satanás así: «Nombre que comúnmente significa el adversario común, o el Demonio; aunque en su rigurosa significación vale lo mismo que contradictor, o adversario».

En el lenguaje figurado, el diccionario acepta de «satánico» la siguiente acepción: «Extremadamente perverso». El Diccionario de Sinónimos de Sainz de Robles da como equivalentes, entre otros adjetivos, los de «diabólico», «endiablado», «perverso», «protervo», «infernal». De «diabólico», o «excesivamente malo» menciona también como sinónimos «malo», «perverso», «maligno». Y para «infernal» ofrece una abundante variedad de términos equivalentes, a saber: «endemoniado», «endiablado». «demoníaco», «diabólico», «dañoso», «dañino», «maléfico», «perjudicial», «nocivo», «malo», «mefistofélico», «satánico» (subrayado mío).

¿A qué viene esta disquisición lingüística? A que en la instalación de la comisión organizadora del Congreso Ideológico que mi partido va a celebrar el próximo año, sintiendo la necesidad de insistir en la vuelta a las raíces fundamentales, al empeño por la primacía del orden ético, al cultivo de los valores morales, a la rectificación de errores y renovación de conceptos, planteé con indudable énfasis la defensa del sistema democrático. Dije que, si bien la labor cumplida en sus casi cuarenta años de existencia le aseguran al Partido Social Cristiano Copei un puesto en la historia del esfuerzo venezolano para conquistar la libertad y fortalecer el sistema democrático, su rol histórico está todavía por cumplirse en un aspecto más trascendental. Y afirmé: «En este momento, cuando pareciera haber una conspiración satánica para desacreditar la democracia, para arrancarle a los jóvenes la fe en el porvenir, tenemos el deber, el rol histórico de rescatar en el corazón de las nuevas generaciones el orgullo de ser venezolanos».

En las semanas transcurridas desde que pronuncié aquel discurso, no ha habido día en que los medios de comunicación no traigan alusiones, directas o indirectas, algunas favorables, otras muy agresivas y una que otra pretendidamente humorística, sobre la «conspiración satánica». No creo que sea el vocablo de marras el que haya determinado esa eclosión, sino más bien la seriedad del tema. Porque muchos escritores han calificado antes de satánicos, o diabólicos, o infernales, o endiablados, a variados asuntos, sin que ello haya provocado tanto interés: y hasta algunos sofisticados usan el término «luciferinos», sin que susciten algo más que una compasiva sonrisa.

Lo serio a que me referí es que, en verdad, pareciera haber de cierto tiempo para acá, un empeño dañino en presentar a Venezuela como el peor de los países del mundo y en echar la culpa de todo lo malo, habido o por haber, a la democracia. Así como así. Ya no se estila sólo exigir responsabilidades a tal o cual funcionario, a tal o cual gobierno o a tal o cual dirigente de la vida política, económica, cultural o social; ya no se  acostumbra únicamente pedir cuentas y reclamar faltas, errores o hechos delictivos tal o cual grupo, o a tal o cual partido; se echa la culpa, en general, a «los partidos» y, por supuesto, a aquellos que por haber logrado mayor ascendiente popular, se han alternado en la dirección del Estado. Y a la democracia.

Algunas de las respuestas que se dieron a la frase que yo dije –sin haber leído el discurso y sin haber analizado el contexto– contenían las imputaciones más gratuitas. Según algunos, yo estaba tratando de limitar la libertad de crítica y, aún más, la libertad de expresión del pensamiento. Otros insinuaban que yo denunciaba como conspiradores a quienes no están contentos con la situación actual. Muchos preguntaron por qué no dirigía a mi partido el reproche, sin percatarse de que casi todo el discurso estuvo orientado, precisamente, en esa dirección.

Como suele suceder, muchos ignoraron, involuntaria o deliberadamente, que yo señalé como uno de los motivos del fenómeno el de la justa insatisfacción de la gente por la seguridad personal, por el alza en el costo de la vida, por el desempleo, por la inflación, por el mal funcionamiento de los servicios públicos; ignoraron, además, mi aclaración de que cuando hablé de una aparente conspiración no pensé en fusiles, sino en plumas y lenguas. Recordé, eso sí, que el basamento de la democracia es la fe del pueblo y de que si ésta se destruye, aparece fácilmente cualquier audaz dispuesto a tomar el poder que escapa de las manos de la colectividad.

Hubo quienes interpretaron cabalmente mi planteo –y entre ellos relevantes personalidades del partido Acción Democrática– cuya finalidad fue recordar que la democracia ha costado mucho, que han sido no pocas las ocasiones, aquí y en otras partes, en que después de conquistada se ha hundido por ceguera de los conductores de la vida social. La libertad –hemos dicho frecuentemente– hay que ganarla de nuevo todos los días; nuestra propia experiencia y la de otros países nos obliga a estarla cuidando permanentemente. Hay que estar alerta en su defensa, sin menoscabar la «libérrima libertad» de crítica.

¿Que de muchos fracasos, errores y culpas hay una responsabilidad común, y que es mayor la de quienes han tenido más posibilidad de evitarlos o corregirlos y no han actuado como debían? De acuerdo. Hay mucho rumbo que rectificar; y aunque no comparto esa especie de masoquismo enfermizo que parece deleitarse en pintar con los más nefandos colores el proceso venezolano, soy el primero en proclamar que tenemos que poner el máximo empeño en superar las crisis, en dinamizar la acción, en renovar la política, en reformar el Estado, en responder a las crecientes exigencias del ya cercano siglo XXI. Lo que no acepto es que se diga que la corrupción, el hambre y el desempleo son fruto de la democracia. Existieron antes –en los regímenes autocráticos– y hoy reaparecen gravemente. Hay que hacerles frente con coraje. Pero no olvidemos que, si la democracia no es perfecta, es siempre perfectible. Tiene en sí misma los elementos para su regeneración. Lo que no sucede con los otros sistemas políticos.