El descubrimiento y la integración racial

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 16 de octubre de 1985.

Cada 12 de octubre, en los últimos años, ha venido renovándose el debate histórico sobre la significación y proyecciones del Descubrimiento de América. Como una gran novedad se sostiene que Colón no fue el primer europeo en llegar a las costas de nuestro continente, cosa probable, que en nada mengua el hecho de ser Colón quien llevó noticia abierta al mundo desarrollado de entonces de la existencia del Hemisferio Occidental (denomíneselo así o, como el genovés creyera, de las Indias Occidentales). Yo he sostenido, por ello, que el verdadero descubrimiento no ocurrió cuando las tres naves colombinas llegaron a estas comarcas, sino cuando regresó el almirante con las pruebas –y no sólo con las novedades– de la existencia del Nuevo Mundo.

Se habla, por supuesto, de tachas imputables a la conducta personal de Cristóbal Colón. No deja de hacerse referencia hasta a la ya desvanecida duda sobre el sitio de su nacimiento, ni a la controversia sobre el lugar donde reposan sus cenizas: si en Santo Domingo o Sevilla. Se recuerda el carácter antijurídico –ya planteado por fray Francisco de Vitoria en Salamanca, en sus Reelecciones de Indias– del despojo de los pobladores indígenas; se insiste en los actos de codicia y crueldad cometidos por los conquistadores, denunciados por no pocos misioneros, cuya figura más destacada fue la de fray Bartolomé de Las Casas. Se llega a considerar –con un criterio evidentemente antihistórico– al Descubrimiento como un suceso negativo; se pretende dar preeminencia a los aspectos destructivos por sobre los inmensamente constructivos de la colonización española en América. Es de temer que tales consideraciones arrecien cuando se acerque la fecha del medio milenario del Descubrimiento y que se les dé mucha resonancia para menoscabar –en vez de completarlo con el sereno análisis que reclama un balance objetivo y completo– el brillo que debe tener en escala mundial la celebración del 12 de octubre de 1492.

Voy a dejar a un lado lo que puede haber en ello de prejuicios antirreligiosos. Su Santidad Juan Pablo II ha recordado que el Descubrimiento de América abrió la puerta para la extensión del cristianismo a este continente, hoy por hoy el que tiene un mayor porcentaje de católicos a escala universal (con la circunstancia de que los misioneros se esforzaron en conservar y recoger, por iniciativa propia y por instancia real, los elementos lingüísticos, las tradiciones y valores inmersos en las culturas indígenas). Pero en lo que deseo insistir es en que muchos de los detractores del proceso iniciado en 1492, la mayoría hijos o descendientes de españoles, ignoran deliberadamente lo que significó en el mundo el proceso más amplio que se haya realizado en los tiempos modernos, de integración social.

De los tres siglos de colonia salieron con fisonomía propia y sentido ecuménico los pueblos latinoamericanos. No fueron aniquiladas las poblaciones que ocupaban el territorio descubierto. A ellas se sumaron las etnias venidas a Europa y del África. Muy fuerte es la corriente sociológica que atribuye creciente importancia a los aportes indígena-africano en la formación de nuestra civilización mestiza. A esta corriente me adhiero decididamente. El mestizaje es el hecho más determinante de eso que impropiamente se ha denominado nuestra «raza», cuya sublimación la expresó Vasconcelos al decir «por mi raza hablará el espíritu». Estoy convencido de que las tres etnias lograron un producto humano cuyo destino todavía no se ha cumplido a plenitud, pero cuya sustancia no tiene nada que envidiar a ningún otro grupo humano.

Los negros trajeron a América un componente de indiscutible valía. Están todavía por descubrirse innumerables aspectos de esa aportación. Pero es absurdo olvidar que ellos vinieron después y a causa del Descubrimiento. Vinieron contra su voluntad, es cierto, víctimas de una absurda concepción jurídica que constituirá mancha eterna sobre la civilización europea, la esclavitud. Pero el francés Depous destacó que los españoles no ejercieron la trata de esclavos, aunque compraron los que les ofrecieron «negreros» de otras nacionalidades; y debemos admitir que fue la llegada del marino genovés, a quien Andrés Eloy Blanco cantara emocionado («el marino es tan sólo la expresión de un anhelo»), lo que permitió el paso a nuestros hermanos africanos hasta nuestras costas de Barlovento o del Lago de Maracaibo, o las del noreste del Brasil, o de Cuba, Santo Domingo y las Antillas. Por eso resulta increíble que en nombre de las etnias de origen africano se despotrique contra el Descubrimiento. Si nuestros indígenas del Zulia celebran como propio el día 12 de octubre (lo que parece más difícil de explicar) nuestros compatriotas de piel oscura deberían tener presente que fue la hazaña de quienes vinieron de Europa y regresaron a dar testimonio de la existencia del Nuevo Mundo, lo que permitió el traslado de los pobladores de origen africano a estas tierras que, como ellos, amamos hondamente.

Si Colón no hubiera llegado en 1492, seguramente no habría transcurrido demasiado tiempo sin que algún otro hubiera realizado esa tarea. Mas él tuvo el coraje, la visión, la tenacidad necesaria, y lo auspició un país que en ese momento era el más desarrollado de la Tierra, material y culturalmente. No debemos hacer suposiciones, pero serían muchas y muy variadas las posibilidades que podríamos imaginar si lo dicho hubiera ocurrido.

Bolívar, el más grande de nuestros compatriotas, el vengador de Manco Capac, no sólo fue un criollo de recta contextura hispánica, sino un gran admirador de Cristóbal Colón. Su admiración y afecto están patentes en el hecho de haber dado el nombre de «Colombia» a la más grande de sus obras, a la que, por cierto, quiso construir una capital que llevaría el nombre de Las Casas. Miranda era hijo de tinerfeño. Bello, quien llamó en la Alocución a la Poesía de su poema «América», a nuestro continente «el mundo de Colón», fue un producto invalorable de la etnia hispánica. Vargas, el sabio, era hijo de un isleño de Arucas. Páez, el caudillo popular que arrastró a la causa de la Independencia las masas rurales que el asturiano Boves había acaudillado en favor del Rey de España, era descendiente de españoles, cuyo expediente de «limpieza de sangre» reposa en el Archivo Nacional. Simón Rodríguez, maestro y revolucionario, fue también producto de la etnia española. Andrés Eloy, poeta de innegable sello hispánico, interpretó el sentir nacional al pedir en su delicado poema «píntame angelitos negros». Rómulo Betancourt, quien se empeñó siempre en acentuar la presencia barloventeña en la política, era hijo de canario. El maestro Vicente Emilio Sojo, orgullo de Barlovento, investigador y divulgador de nuestro folklore musical, tenía ancestro español.

Y pare de contar, porque el relato sería interminable. Admiro y aplaudo el esfuerzo del verdadero indigenismo en buscar las raíces y defender las tradiciones y derechos de nuestras poblaciones indígenas. Respaldo los maravillosos trabajos que se hacen para el rescate y popularización de nuestro folklore de origen africano y la valorización del elemento de color en la formación de nuestro pueblo, así como aprecio los estudios para encontrar en lo más típico nuestro, elementos populares traídos de España. Pero, sobre todo, agradezco a la Providencia el habernos dado la posibilidad de integrar todos estos elementos en una colectividad humana capaz de sumar valores y abrir su corazón a quienes vienen de otras partes del mundo a compartir nuestra lucha por ganar un destino mejor y más justo para nuestros pueblos y para toda la humanidad.

Con todos sus errores y lunares, por encima de todos los crímenes y abusos que se sucedieron, este proceso comenzó con la aventura de Cristóbal Colón. Por ello debemos reiterar que el Descubrimiento fue el inicio de la empresa de integración racial más estupenda que se ha realizado en el mundo moderno.