El diálogo y la paz

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 9 de julio de 1986.

Del 2 al 4 de julio ha tenido lugar un importante encuentro, promovido por la Comuna de Roma, bajo el alto patronato del Presidente de la República Italiana y con la colaboración el Ministro de Relaciones Interiores, en ocasión del Año Internacional de la Paz proclamado por las Naciones Unidas.

El soberbio emplazamiento del Campidoglio romano, desde donde se han visto desfilar los siglos en sucesión interminable, ha sido el escenario escogido para la jornada. El Presidente de la República italiana, el Síndico (Alcalde) de Roma, el Presidente del Consejo de Ministros, el Presidente del Senado, personificando todos ellos la más alta jerarquía oficial; el Secretario General de las Naciones Unidas e invitados llegados de distintos países del mundo («todos los caminos conducen a Roma», dice el adagio), vinieron a recordar, a confirmar, a proclamar algo que parece olvidado: que el diálogo es el fundamento universal de la paz.

Pareciera, es cierto, que este Año de la Paz hubiera sido escogido en las circunstancias más difíciles. El resonante show escenificado en Ginebra por los jefes de los dos mayores bloques antagónicos que se enfrentan en el mundo, ha dejado en suspenso la atmósfera de optimismo que se esparció en el mundo cuando se vio a los contendores abrazarse como en las competencias olímpicas y prometerse nuevas conversaciones en la búsqueda del objetivo que reclaman los hombres y mujeres de buena voluntad: una real, estable y positiva paz.

La situación de América Central se observa cada vez más difícil de solucionar; la voluntad del pueblo polaco, expresada inequívocamente a través del movimiento de Solidaridad, se atasca frente a una barrera infranqueable detrás de la cual no oculta su presencia el Ejército Rojo y ello demuestra que el sistema está dispuesto a no ceder; la situación del Medio Oriente se muestra cada vez más lejos de una necesaria solución, y ese escoge por víctima propiciatoria a la más bella, a la más culta, a las más ufana de su vida civilizada entre las naciones árabes, la nación libanesa; sigue impertérrita la cruenta actuación de Afganistán y se extiende la hoguera de la violencia en el sudeste asiático; el África experimenta una lucha cada vez más dura por reclamar el reconocimiento efectivo de fundamentales derechos humanos; la guerrilla y el terrorismo se multiplican por sobre las fronteras, y las acusaciones de apoyo y de ayuda logística enturbian el ambiente, desechándose como obsoletas normas conquistadas por la humanidad con largos sacrificios en una rama jurídica que se siembra más y más de interrogantes, a saber, el Derecho Internacional.

En medio de esta situación, no sólo es valedero, sino apremiante, el recuperar la noción y la importancia del diálogo, como único instrumento apto para lograr la paz entre los hombres. De allí la significación trascendente de este encuentro en la Ciudad Eterna, al cual tuve el privilegio de concurrir.

Cuatro grandes vertientes se señalaron en la reunión: 1. El diálogo y la paz; 2. El diálogo Este-Oeste; 3. El diálogo Norte-Sur; 4. El diálogo en la ciudad del hombre.

En primer término, se ha asentado el valor humanístico del diálogo y su condición de premisa para la convivencia. Diálogo es intercambio de opiniones, de puntos de vista, de aspiraciones: es el uso del instrumento más importante que Dios ha dado al hombre, la palabra. Por ello se reconoce su indispensabilidad, lo mismo entre las religiones que entre las ideologías, en la filosofía como en la lucha por el poder y en el campo de los intereses sociales, en el seno de los Estados y en el ámbito de las relaciones bilaterales o multilaterales, bipolares o multipolares entre las naciones, para superar los contrastes, vencer la incomprensión, eliminar obstáculos y adoptar propósitos que conduzcan a actividades concretas de cooperación y consolidación de las relaciones entre los pueblos y adoptar las medidas que puedan salvaguardar su cumplimiento.

Luego, el análisis del diálogo Este-Oeste, no sólo es su aspecto bipolar sino multipolar, que ofrece un papel importante al movimiento de los países no-alineados y hace resaltar la responsabilidad de Europa en la búsqueda de la distensión militar, política, económica, cultural y humana y en la afirmación de valores que hacen del hombre el ser superior del mundo creado. Después de Helsinki, se concibieron muchas esperanzas: es necesario reanimarlas.

El diálogo Norte-Sur es otro aspecto esencial, y reactivarlo es tan necesario como renovar la fe en que produzca resultados concretos. En la reunión de la Internacional Demócrata Cristiana, celebrada en Lisboa en la primera semana de junio, Gabriel Valdés, en este momento la voz más calificada del pueblo democrático de Chile, observaba que el Diálogo Norte-Sur parecía haber perdido intensidad o aún presencia. Recoger el caudal de planteamientos que se han venido haciendo a través de innumerables reuniones es más que urgente, inaplazable. La situación económica en el Tercer Mundo se agudiza continuamente. Por una parte, las tremendas características del hambre en muchos pueblos; por la otra, el uso de medidas proteccionistas en los países ricos, que hace más ardua la situación de los países pobres, son argumentos que no admiten la menor dilación. En esta materia se siente especialmente la necesidad de un diálogo efectivo de países acreedores y deudores en torno a la situación creada por la deuda externa, que no es una simple relación entre banqueros y prestatarios, sino que tiene una dimensión capaz de conmocionar en sus cimientos todo el orden mundial.

Es tiempo ya de que se admita que la Justicia Social, reconocida en el derecho interno de los países, debe adquirir vigencia en el orden internacional para las relaciones de Estado a Estado y de grupos transnacionales con los Estados soberanos. Por otra parte, insistimos en la necesidad de un diálogo mundial entre productores y consumidores de petróleo: productores, miembros de la OPEP y no OPEP, y consumidores del mundo desarrollado y del mundo en vías de desarrollo, para establecer parámetros que impidan oscilaciones convulsas que en definitiva perjudican a todos.

Finalmente, el diálogo en «la ciudad del hombre» representa la necesidad de encontrar, ante las nuevas formas de vida, caminos capaces de lograr armonía entre grupos, culturas y etnias, de preservar el ambiente para las generaciones presentes y futuras, sin comprometer el desarrollo –rectamente entendido– y sin desconocer el derecho del ser humano de servirse racionalmente de la naturaleza; de armonizar los valores fundamentales del espíritu con las presiones crecientes de la tecnología y de las nuevas formas de convivencia; de hacer la vida urbana más humana y de concebir y orientar la contribución de las ciudades al progreso de las artes, de la cultura y del deporte y del diálogo para la paz.

¿Por qué será que el diálogo no ha logrado en el mundo los objetivos que deben inspirarlo? Porque diálogo supone confianza. Hay que crear confianza para que los resultados del diálogo puedan alcanzarse y perduren. Por eso, sobre la limitación de armamentos no se han obtenido acuerdos trascendentales: porque cada dialogante desconfía del propósito oculto del otro contertulio.

Hay quienes creen que la confianza nunca podrá existir. Pero hay un argumento poderoso para rechazar tal idea: todos, absolutamente todos, en última ratio tienen que querer la paz. La guerra, si en alguna época produjo beneficios a los vencedores, hoy no puede producir sino perjuicios para todos. Más todavía, la guerra total, cuya amenaza permanente ha sido, por cierto, el argumento disuasivo para que llevemos ya cuatro décadas sin un conflicto mundial.

Ese deseo íntimo de paz debe hacer que se planteen las cosas francamente, poniendo sobre la mesa las verdaderas prioridades de cada dialogante y ofrecer la contra-partida. El diálogo no es sólo conversación, sino disposición a transigir. Y la necesidad de transigir es cada vez más patente. Por ello, han hecho bien las Naciones Unidas, el Gobierno italiano y la Comuna de Roma, al plantear sobre la colina del Capitolio, con el respaldo de decenas de siglos, la necesidad perentoria del diálogo como base fundamental para la paz.